¿Constituyen los milagros
un medio de reconocer a la verdadera iglesia?
En respuesta a
las pretensiones de la Iglesia católica, que enseña que los milagros son un
medio de reconocer a la verdadera Iglesia, es muy importante afirmar que los
milagros no son la piedra de toque de la verdad, ni el medio de controlarla.
Desde el principio, los milagros confirmaron la verdad,
mientras que la Palabra era el medio de controlarla. Niego, pues,
absolutamente esta pretensión.
“Muchos creyeron
en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de
ellos, porque conocía a todos” (Juan 2:23-24). Este pasaje nos muestra que una
fe fundada en los milagros no tiene ningún valor a los ojos del Señor. No
olvidemos que en los tiempos de la Gran Tribulación “se levantarán falsos
Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera
que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos” (Mateo 24:24). Se dice
del anticristo aún, del “hombre de pecado, el hijo de perdición”, que su
“advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios
mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto
no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tesalonicenses 2:3,
9-10). Janes y Jambres también habían hecho muchos milagros, aunque
Dios los había confundido delante de Moisés.
El capítulo 13 del Deuteronomio presenta
el caso de un hombre que, para desviar a las almas de la verdad y de Jehová mismo,
da, como prueba, una señal o un milagro. La Palabra añade: “No darás oído a las
palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro
Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo
vuestro corazón, y con toda vuestra alma” (Deuteronomio 13:3). Es, pues, cierto
que los milagros no son, de ninguna manera, un criterio de la verdad. Cuando la
verdad apareció en la plena revelación de Cristo, y cuando, por gracia, ella
había sido vertida en corazones dispuestos a recibirla, Dios dio milagros para
confirmar la Palabra de la verdad por la cual estas almas habían sido
engendradas (Santiago 1:18). Es lo que encontramos en Hebreos 2:4:
Dios daba testimonio de la Palabra “con señales y prodigios y diversos milagros
y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad”. Encontramos también en
el evangelio de Juan: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado,
no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado” (Juan 15:22); y
en el capítulo 14:11 del mismo evangelio, leemos: “Creedme que yo soy en el
Padre, y el Padre en mí; de otra manera, creedme por las mismas obras.” En una
palabra, la Palabra da testimonio de Cristo y del amor del Padre, y las obras
son añadidas para establecer la eficacia y la autoridad de esta Palabra.
Ante las
pretensiones de Roma, es, además, de suma importancia establecer claramente el
carácter de los milagros.
Los milagros de Cristo eran la expresión
del poder y de la bondad de Dios, presentes en un hombre, en medio de este
mundo. Este hombre era el Señor en su encarnación, y su palabra bastaba para
abolir cada fruto y cada consecuencia del pecado. La maldición de la higuera
(Mateo 21:18; Marcos 11:12-14), única excepción a lo que acabamos de decir,
sólo confirma la verdad de lo que adelantamos; porque, en este milagro, el
Israel rebelde, o el hombre bajo el antiguo pacto, fue juzgado en figura como
si tuviera hojas, una bella apariencia basada en su profesión, sin llevar
ningún fruto.
La historia de
Israel ofrece ejemplos sorprendentes de la cuestión que nos ocupa. Se operaron
milagros para establecer la religión divina bajo Moisés. Elías y Eliseo lo hicieron
en medio de las diez tribus, cuando éstas se alejaron de Jehová. Pero
en Judá (aparte de la única señal del reloj de Acaz dada por
Isaías), donde la Palabra de Dios fue todavía reconocida, y su templo establecido,
ningún milagro en absoluto fue operado. Los profetas de Judá procuraron
hacer que los resultados de la Palabra actuaran en la conciencia del
pueblo.
Ahora bien,
cuando uno compara los pretendidos milagros operados por santos u otras
leyendas de la misma especie, con los milagros de la Palabra, el contraste de
sus dos naturalezas sacude inmediatamente toda conciencia seria.
En Cristo, así
como también entre los apóstoles que actuaban por el poder de Cristo, los
milagros guardaban perfecta conformidad con Su persona, con Su misión y con Su
Palabra, como lo vemos en el capítulo 11 de Mateo (v. 5-6), donde el Señor les
responde a los mensajeros de Juan el Bautista: “Los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son
resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”, y el resultado:
“Bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí.”
Como ya lo
dijimos, el poder divino que actuaba en bondad, estaba presente en Cristo en
este mundo para librar a los hombres del poder de Satanás, el que, aunque, sin
duda, ya vencido, mostraba sus efectos en las enfermedades y defectos físicos
que padecían los hombres. El hombre fuerte había sido atado, y el Señor, según
su propia expresión, saqueó sus bienes. Por el hecho de que Cristo, como
hombre, en su soberana bondad, había entrado en conflicto con Satanás en el
desierto, después del bautismo de Juan, los resultados exteriores del pecado en
el mundo podían ser abolidos.
Si se comparan
ahora los milagros de la Iglesia católica con la vida del Señor, con sus
palabras y sus milagros, la diferencia inmediatamente salta a la vista. Los
milagros de los que hablamos, ¿son un testimonio al Hijo de Dios, a la
naturaleza y a los caminos de Dios en gracia, o más bien tienen por objeto
exaltar a ciertos individuos por proezas, absurdas además, en su inmensa
mayoría? Además, Roma, que pretende controlarlos, se acredita a sí misma por
medio de ellos. No fue ése el caso con los milagros de Cristo. Acudía a todo el
mundo, a sus adversarios. Sus milagros eran patentes, constantes y acreditaban
la gloria de Dios, no la fama del hombre, porque el nombre de Jesús era glorificado
por ellos y no, como en el caso de Roma, un San Martín de Tours, un San Javier,
o tal otro.
Nótese todavía
que el control de Roma tiene lugar después de la muerte del
taumaturgo[1]. Estos milagros no son un poder vivo que se
demuestra constantemente por sí solo, ni una intervención presente de la bondad
de Dios hacia todos. Roma acredita al hombre y al partido al cual éste pertenece
y nada más, luego aprueba el milagro, con el fin de ser aprobada ella misma.
Que Dios, si le
place, pueda operar milagros, en todo tiempo, ningún cristiano lo pondrá en
duda. Que intervenga de manera extraordinaria a favor de hombres fieles, o a
favor de mártires que sacrifican su vida para Cristo, no me causaría ningún
asombro. Que responda a la oración de fe para la curación de los enfermos
(siempre que haya realmente esta fe), no lo dudó ni un instante. Santiago, el
apóstol Juan, así nos lo enseñan. Voy más lejos aún: que un hombre que posea el
Espíritu de Cristo esté en condiciones de controlar el poder de Satanás y de
expulsarlo, es lo que debería ser. Pero cuando, según la enseñanza de la
Escritura, los verdaderos milagros deben confirmar la verdad y la palabra de
Dios, y la verdad está ausente; cuando veo que el Señor considera sin ningún
valor una fe basada en milagros; cuando compruebo que los milagros del
catolicismo romano no son un testimonio a Cristo, sino a la virgen María, o a
San Ignacio, o a algún determinado hombre ambicioso o jefe de partido, cuyas
pretensiones deben confirmar; cuando veo estos milagros multiplicarse
constantemente en la vida de estas personas según la ocasión lo requiere;
cuando se me cuenta que en vez de que estos hombres tuvieron poder sobre los
demonios, era Satanás quien tenía un terrible poder sobre ellos (como en el
caso de San Javier y de Loyola) a quienes les pegaba con furor; cuando
encuentro por fin que los milagros son perfectamente convenientes para las
supersticiones del tiempo que los vio nacer, y que su objeto no es de ninguna
manera la verdad de Cristo y la Palabra, tengo razones perentorias para no
creer en la inmensa mayoría de ellos. Y si, en algunos de estos milagros, se
manifiesta un poder, tengo el derecho de juzgar que no es el poder de Dios.
Al decir esto,
no tengo la menor intención de negar que un hombre devoto —o incluso hombres
supersticiosos, si se consagran a Dios sinceramente— no puedan ser ayudados de
manera extraordinaria en sus dificultades. Solamente, Dios nos da contrapruebas,
a fin de que su pueblo no sea inducido a error. Los milagros deben estar a
favor de la verdad, de lo contrario, no debo recibirlos. Si tienen lugar a
favor de lo que no es la verdad, el que los opera, nos dice la Palabra, debe
ser absolutamente rechazado (Deuteronomio 13).
Reitero
todavía, que Satanás obrará milagros para engañar a los elegidos, si le fuera
posible, y que este hecho es una señal de los últimos días y caracterizará la
venida del hombre de pecado.
Pues, como lo dijimos al comienzo, los milagros no pueden ser aquello
que conduce al conocimiento de la verdad.
[1] Nota— En algunos
casos, como en Lourdes, el control de los milagros tiene lugar permanentemente,
pero la escasez de los milagros confirma lo que dice el autor, a saber: la
ausencia de un poder vivo que se demuestra constantemente a sí mismo.
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