«Tu amor lo ha consumado todo...»
No existe
ninguna palabra en el vocabulario humano para expresar el amor extraordinario
de Cristo, este amor que puso al Dios todopoderoso, creador de todas las cosas,
en presencia de los hombres, quienes le insultaban sin que él les respondiera
una sola palabra. Él habría podido exterminar a sus enemigos o abandonarlo
todo, pero no hizo nada de esto. La obra del Padre debía ser cumplida y Cristo
la cumplió con una incomparable perfección que es puesta de manifiesto por las
condiciones excepcionales en las que es colocado. Era normal que Jesús, al
experimentar toda la maldad del hombre desplegada en su contra, buscara socorro
en Aquel que continuamente era su fuerza, pero, en ese mismo momento, debió
comprobar y proclamar que su Dios le había desamparado. Su Dios le abandonó en
las peores condiciones, pero, a pesar de ello, él no abandonó su confianza en
su Dios. Y sin embargo esta confianza, mantenida en el corazón de Jesús por una
invariable fidelidad, por la obediencia, por el amor hacia el Padre y hacia
nosotros, no era alimentada en esos momentos por el consuelo de una respuesta
de Dios a su respecto. Era necesario que la prueba llegara hasta eso; el amor
de Dios no retrocedió ante una prueba total, sino que se mostró superior a la
prueba al encontrar en sí mismo su única fuerza para pasar por el abandono y la
cólera en las condiciones expuestas en este salmo.
Permanezcamos
aquí con los pies descalzos (Éxodo 3:5), pues es el terreno más sagrado de todo
el universo de Dios.
Encontramos en
Isaías 53 esta expresión: "Jehová quiso quebrantarle; le ha afligido"
(v. 10). Bastaba que ello agradara a Dios para que el Hijo, obediente por
excelencia, siempre dedicado a lo que agradaba a su Padre, se sometiera a este
sufrimiento que estaba en los propósitos de Dios a su respecto. La plena
aceptación de esta voluntad de su Padre la realiza Jesús cuando, como dice el
mismo versículo, ofrece su alma en sacrificio por el pecado.
Lo que tiene de
admirable y única esta posición del Señor es la ausencia total de búsqueda (le
un recurso cualquiera. Tenemos dificultad para captar esto porque, cuando
nosotros mismos estamos en la prueba, buscamos recursos en consoladores, o bien
nuestra voluntad propia se pone tensa. Pero el Señor no tenía voluntad propia;
nada le protegía. Si lo podemos decir así, todos sus sufrimientos, tanto morales
como físicos, estaban desnudos, y desnudos para recibir golpes; golpes de parte
de los hombres y golpes de parte de Dios. El Señor no sólo no responde a esos
malvados, a esos violentos, con un acto de poder y no alienta contra ellos
ningún sentimiento de venganza -por el contrario, intercede a favor de ellos-
sino que no tiene siquiera un sentimiento de defensa personal. Es absolutamente
único en perfección.
Como la gloria
del Señor durante estas tres horas brilló de una manera tan maravillosa, uno de
los grandes esfuerzos del Enemigo consiste en esfumar en la cristiandad, e
incluso entre los verdaderos hijos de Dios, la claridad gloriosa de la cruz. Y
si, en lo que nos concierne, sostenemos que sin la cruz no tenemos salvación
(verdad que no es conservada en todas partes) ¡qué pérdida experimentamos
cuando no sabemos detenernos juntos al pie de la cruz! ¡Qué pérdida representa
para la Iglesia no saber permanecer allí para contemplar esta escena que contemplará
eternamente! ¡Qué pérdida también para el cristiano, individualmente, cuando
aleja sus ojos de la cruz del Señor! Contemplarla es la energía oculta de toda
la actividad cristiana.
Es muy cierto
que este lugar de la cruz en el corazón de los cristianos del despertar del
siglo pasado estaba en un primer plano. Nuestros primeros hermanos fueron conducidos
a profundizar este tema no por medio de un estudio teológico, sino a través de
un examen piadoso de la Palabra con el socorro del Espíritu Santo. Consideraron
la cruz, a Cristo en la cruz, y no solamente llevando en ella nuestros pecados,
sino revelando allí sus insondables perfecciones personales. También
consideraron a Cristo en el cielo, pues la cruz y el cielo se tocan.
Ésa fue
verdaderamente la buena parte que eligió María y la que debería ser la nuestra.
No se pierde el tiempo cuando se toma este lugar; el alma se enriquece, se nutre
y penetra en el gozo y los pensamientos de Dios. Hay provecho, edificación, y
no sólo esto, sino que tal dedicación a la cruz nos conducirá a una adoración
inteligente. Es esencial estar muy atentos a lo que pasó en el Gólgota, y
nuestros antecesores, aun al precio de controversias -en el curso de las cuales
se llegó hasta acusárseles de blasfemos-, mantuvieron hasta el último aliento
la verdad fundamental de la expiación cumplida durante lo que la Palabra llama
las tres horas de "tinieblas", y en ellas exclusivamente. En este
tiempo del final del testimonio cristiano en la tierra, cuidémonos de dejarnos
arrebatar este depósito de verdad que pertenece a la gloria de Jesús. La
ignorancia a este respecto es una puerta abierta al enemigo, cuyos designios no
desconocemos.
Es muy
importante, pues, recordar que, si bien el Señor permaneció en la cruz desde la
tercera hasta la novena hora, antes de la sexta y después de la novena gozó de
la comunión con su Padre, mientras que, desde la sexta hasta la novena hora,
esta porción, que era el gozo eterno de su alma, le fue rehusada. Más aun, Dios
estaba en su contra. Esto es lo que toma absolutamente insondable lo que pasó
durante esas tres horas, como así también lo que las hace enteramente distintas
de las tres horas que les precedieron. Los sufrimientos que Jesús padecía de
parte de los hombres, de los cuales tenemos el cuadro moral en los versículos
que siguen, pasan a un segundo plano con respecto a aquellos que debió padecer
bajo el golpe terrible del abandono de Dios. Si no recordamos eso, perderemos
el sentido de lo que son las tres horas de tinieblas, y entonces todos los
sentimientos que corresponden al creyente en la contemplación de esta escena el
temor, la gravedad, la humillación y la adoración – se verán debilitados. Es,
en efecto, una escena inagotable a la cual debería volverse constantemente, en
particular el domingo a la hora de la adoración. Allí vemos a Jesús no ya como
un modelo —lo que sí es antes de la sexta hora y después de la novena— sino
como un Salvador, el único Salvador.
Se comprende
que la cruz del Señor, tal como la Escritura nos la presenta y tal como sólo el
Espíritu Santo puede permitimos considerarla, sea la gloria y la bandera de la
Iglesia. Vemos allí el arreglo definitivo, por parte de Dios, de la cuestión
del bien y del mal. Toda la sangre vertida desde los días de Abel, toda la
corrupción, todas las cosas vergonzosas, así como todas las violencias, no son
más que efectos. Aquí es alcanzada la fuente misma del mal. Sólo esta consideración
de la cruz es adecuada para santificamos, para destruir en nosotros la
ligereza, la frivolidad, la tendencia a obrar como el mundo, a bromear acerca del
mal, perdiendo de vista lo que es la perfidia de la carne. Nada puede ayudamos
a tal efecto como la cruz, y también en la medida en que pensamos en ella somos
capaces de adorar. ¿Qué puede ser nuestra adoración si no penetramos en aquello
de lo cual nos habla la cruz? Nuestro culto no debería ocuparse primeramente
con nosotros, sino con nuestro Señor Jesucristo, con su sufrimiento y con su
liberación después de la hora novena.
Uno también
aprende a conocerse a sí mismo en la cruz, por contraste con Cristo, viendo en
él un hombre que actúa, que habla, que guarda silencio para gloria de Dios, y
cuya total manera de ser es tan opuesta a la nuestra. Nada nos rebaja tanto, y
ello es algo excelente. Tales pensamientos ponen fin a todas nuestras
pretensiones y a los esfuerzos que hacemos para cubrir nuestra carne
-voluntariosa y corrompida- con apariencias por medio de las cuales nos
seducimos a nosotros mismos al querer impresionar a otros. Si permanecemos ante
la luz de la cruz, de esta cruz bendita que abre paso al río de la gracia de
Dios, seremos felices. Pero ¡cuán a menudo nuestras palabras van más allá de lo
que pasa en nuestros corazones, particularmente en el culto!
La meditación
de estas cosas, las más elevadas de todo lo que la revelación de Cristo nos
ofrece, está absolutamente ligada a la existencia de un testimonio para el
Señor. No hay testimonio verdadero sin este punto central que es el origen de
toda la obra de Dios con respecto al hombre. Por eso la Mesa del Señor, en la
que se celebra el recuerdo de la muerte de Cristo, constituye el centro de una
asamblea de cristianos. Si nuestras actividades, nuestros servicios, la
predicación del Evangelio, la preocupación por las almas velan en nuestros
corazones la belleza moral de la cruz, es una pérdida que nada puede compensar.
¡Cuán grande sería nuestra felicidad si la Iglesia estuviera despojada
de todos sus ornamentos humanos! ¡Qué gozo gustaríamos si tuviéramos un deseo
más grande de identificarnos con Cristo tal como es! ¡Qué gozo sería para el
corazón de él! Estamos unidos a Jesús en los efectos de su muerte, pero nos
hace falta experimentar también que estamos unidos a él en su muerte misma. El
lugar de vergüenza y de rechazo que tuvo de parte de los hombres, es el
nuestro; deseemos gustar de ese privilegio. Pero, ante todo, nos hace falta
experimentar que el juicio de Dios que cayó sobre Cristo es el nuestro, aquel
que se debía a nuestra naturaleza pecadora y a sus frutos. Si lo experimentáramos
plenamente, el culto, la cena, todas las reuniones ¡cuánto mayor sencillez tendría,
cuánto mayor profundidad, cuánta mayor espiritualidad! Pero el Espíritu Santo
no puede brindarnos la contemplación de esta maravilla que es la cruz sin que
efectivamente estemos librados de la propia voluntad interior no juzgada, en
base a egoísmo y orgullo, que es la que precisamente halla en la cruz su
condena sin apelación. Él tampoco puede hacernos gozar de ello cuando nuestros
corazones están cargados de toda clase de cosas y llenos del polvo y del barro
del mundo. ¡Ojalá él nos desembarace de todo ello para que Jesús tenga el
primer lugar en todos los corazones que son suyos! Él es digno de ello, pues si
sus sufrimientos físicos marcaron sus manos y sus pies, los sufrimientos de su
desamparo marcaron su corazón. Ellos permanecen allí, expresando el lugar
eterno que ocupamos en su divino corazón de Salvador, «ese corazón que sufrió
por nosotros».
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