CAPÍTULO 3:16-18: LOS QUE TEMEN AL SEÑOR
«Hablaron cada uno a su compañero»
En la primera parte de este capítulo hemos visto que, en medio del
triste estado moral del pueblo vuelto del cautiverio, Dios pone cuidado en formarse
un remanente, «los hijos de Leví», quienes toman por modelo al verdadero Siervo
de Jehová (3:3; 2:5-6). Este remanente debía ser afinado por la prueba —tal
como el fundidor afina la plata— a fin de recibir al Mesías, el Salvador de
Israel, en ocasión de su venida. De este remanente va a hablarnos el Espíritu
de Dios. ¡Feliz y reconfortante espectáculo, en medio de tantas ruinas!
«Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero» (v.
16). Se caracterizan por el «temor de Jehová», contrariamente al conjunto de la
nación, del cual se dice en el versículo 5: «No tienen temor de mí». Este temor
caracterizó al remanente fiel en tiempos de la primera venida del Señor, es la
porción de los testigos de Cristo en el día actual y se lo verá en el remanente
de Judá en los últimos días. A menudo se predica al mundo acerca de la devoción
a Cristo, de la consagración a Dios como el primer paso a dar en la vida
cristiana. Estos hombres, sin duda sinceros, se engañan; no hace falta empezar
así; además, de esta manera se invita al mundo a tomar un camino que tiene
«cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad», pero que
termina únicamente en la satisfacción de «los apetitos de la carne» (Colosenses
2:23). Esta enseñanza olvida que el principio de la sabiduría es el temor de
Dios (Salmo 111:10; Proverbios 9:10). Ya nos hemos extendido sobre este tema.
Sin embargo, insistimos en él para señalar que el temor de Dios se reconoce en
el hombre por la autoridad que la Palabra tiene sobre su conciencia. No podemos
agradar a Dios sin obedecer a su Palabra. Y en ningún tiempo la profesión
religiosa —y menos aún en nuestros días que antaño—admite en la práctica este
principio. Los actuales sistemas religiosos admiten que la Palabra de Dios les obliga,
en la medida en que no contradiga su organización; pero el corazón consagrado
al Señor sabe que Dios mira a aquel que «tiembla a su palabra» (Isaías 66:2).
«Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y
Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que
temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre. Y serán para mí especial
tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe; y los
perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve» (v. 16-17).
Dos cosas describen aquí al remanente: teme a Jehová y
es de los que «piensan en su nombre». Se piensa en el nombre de una persona que
está ausente. Tal era la posición del remanente de Israel antes de la primera
venida del Mesías; tal es también la nuestra, la de quienes esperamos su
segunda venida. Nuestra fe se manifiesta precisamente en que siente apego por
la persona de Cristo, ahora ausente; en cuanto le veamos cara a cara, la fe ya
no será necesaria. Cuando se está rodeado como lo estamos de objetos que atraen
nuestras miradas, es un asunto grande y difícil distinguir los objetos
invisibles y fijar en ellos las miradas de la fe. Es preciso que el Cristo
invisible se haga tan poderosamente real para nuestra alma que, en su cercanía,
todo lo que nos rodee pierda su realidad. Para eso es indispensable la fe.
Valgámonos de la fe, como de un ojo del alma, para verle cerca de nosotros y
sentirle con nosotros. Sabemos que, cualquiera sea nuestra flaqueza, siempre
podemos decir: «Tú estás conmigo», pues su presencia no depende de la manera en
que la sentimos; sin embargo, deberíamos experimentarla además de conocerla.
Saber que él está con nosotros es la fuente de nuestra seguridad durante la
travesía aquí abajo: «No temeré mal alguno»; pero experimentarlo es otra cosa y
se resume en estas palabras: «Tu vara y tu cayado me infundirán aliento»; sí,
experimentar su presencia llena nuestras almas de consuelo y de gozo:
Siento un guía invisible Que camina a mi lado.
Si tenemos razones para sentirnos humillados al pensar en lo poco que
demostramos gozo y comunión en nuestra vida cristiana, recordemos que Dios nos
ha dado, al mismo tiempo que la fe, dos medios para vivir pendientes de las
realidades invisibles y para superar los obstáculos que se oponen a ello. Estos
dos medios son la Palabra y la oración. La Palabra nos revela a Cristo, y sin
la oración no podemos estar en comunión con él ni gozar de su presencia. De
esta manera, creceremos diariamente en su conocimiento durante el tiempo que
aún nos separa de la gloria, donde le veremos tal como es.
Mientras tanto, él nos anima, pues conoce muy bien nuestras dificultades
y nuestra debilidad. Él nos dice: Tienes poca fuerza, pero eso precisamente te
incita a apegarte a mi Palabra y a mi nombre. Retén lo que tienes; no te pido
otra cosa. Acuérdate también de que todos tus débiles pensamientos a mi
respecto están consignados en mi libro y nunca serán olvidados.
Esperar la venida del Señor
Veamos ahora lo que hacen los que temen a Jehová. «Hablaron cada uno a
su compañero»; lo que les ocupa es la venida de Cristo, del Mesías, del Señor
anunciado por el profeta. Es preciso recordar que, cuando Malaquías habla de
Cristo, presenta esencialmente su venida: «Vendrá súbitamente a su templo el
Señor a quien vosotros buscáis». «He aquí viene», « ¿Y quién podrá soportar el
tiempo de su venida?» (3:1-2). El pasaje que consideramos en este momento nos
habla de esa venida; el capítulo 4 está lleno de ella. «Él viene» es el último
pensamiento del Antiguo Testamento; «vengo en breve» es el último pensamiento
del Nuevo.
En el pasaje que consideramos, los que temen a Jehová aguardan su venida
como acto pleno de gracia; el versículo 1 (del capítulo 3) nos presenta su
venida como acto pleno de gloria; el capítulo 4, finalmente, nos habla de su
venida para ejecutar juicio, lo que tendría lugar si, al venir con gracia,
fuese rechazado. El profeta naturalmente calla la segunda venida del Señor para
recoger consigo a sus santos transmutados o resucitados (1 Corintios 15:51-52;
1 Tesalonicenses 4:15-17), «misterio» totalmente desconocido en el Antiguo
Testamento.
Los dos primeros capítulos de Lucas nos presentan, con un frescor
delicioso, la actitud de los que temían a Jehová en el momento en que el Señor
entraba o iba a entrar en escena. María y Elisabet hablan de él la una a la
otra; Zacarías habla de él a todos sus vecinos; los pastores, instruidos por
los ángeles, hablan el uno al otro de este acontecimiento que acaba de
cumplirse; Simeón habla de él a sus padres cuando ellos traen al templo al niño
Jesús; Ana, la profetisa, habla de él a todos aquellos que, en Jerusalén,
esperan la liberación. Asimismo, en Juan 1:40-47, los discípulos Andrés, Pedro
y Natanael hablan entre sí del Mesías que acaba de revelárseles. ¡Qué gran tema
de gozo para todos estos fieles: el Salvador va a venir, el Salvador viene, el
Salvador ya está!
Y nosotros, los cristianos, quienes tememos a Jehová y pensamos en su
nombre, ¿no deberíamos, cuando nos encontramos, sentirnos impulsados también a
hablarnos el uno al otro? ¿Nuestra felicidad consiste en hablar de su segunda
venida, como antiguamente los pastores lo hacían acerca de la primera? El
enemigo procura de mil maneras impedir estas conversaciones entre los hijos de
Dios. No dejemos que él nos cierre la boca. Todo lo que pasa en el mundo dirige
nuestros corazones hacia este pensamiento: Su promesa va a cumplirse, el grito
de medianoche ha resonado: Él viene, está a la puerta.
Quizás tarde todavía; hablemos el uno al otro mientras le esperamos,
pues, de todas maneras, su venida está cerca. Para esperarle no es necesario
que nos forcemos a hacerlo. El secreto de esta espera se halla en la fe a las
primeras palabras que el profeta Malaquías transmite de parte del Señor: «Yo os
he amado». Si apreciamos su amor, la espera de nuestros corazones, llenos de
él, desbordará necesariamente en nuestras conversaciones.
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