viernes, 15 de febrero de 2019

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (29)

Los sacrificios antiguos



El Levítico es el libro de las ceremonias de la religión judaica. De principio a fin está lleno de detalles en cuanto a la clase de los sacrificios, la manera de matar las víctimas y las veces que se debían repetir determinado rito. En cuanto a la clase de víctimas, debían ser animales sin defecto alguno y que la ley de Dios consideraba limpios; a saber, que rumiaban y que tenían la uña hendida. En sacrificarlos, era necesario degollarlos, rociando la sangre alrededor sobre el altar. En cuanto a las veces que debían repetir los sacrificios, con algunos era cada año, otras ciertas veces en el año, y todavía otros diariamente.


En estas ceremonias vemos cierto paralelo y cierto contraste a la doctrina cristiana.
Vemos un paralelo en cuanto el pecado es siempre horrible a los ojos de Dios y requiere el derramamiento de sangre, una vida por otra, para expiarlo. Así el derramamiento de la sangre de nuestro Señor Jesucristo es el paralelo al sacrificio de los animales limpios y sin defecto de aquel tiempo. En verdad, aquellas ceremonias fueron dadas como tipo, o ilustración, del sacrificio de Cristo, para ayudarnos a comprender la fealdad del pecado, como también el infinito valor de la sangre del Cordero de Dios.
Pero se nota también un inmenso contraste. Los sacrificios del levítico eran varios. El de Cristo es uno solo; Él se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios. Los del Levítico se repetían muchas veces, pero jamás podían quitar el pecado. Cristo fue ofrecido una vez para siempre, y su sangre nos limpia de todo pecado. Aconsejamos a nuestros lectores que poseen una Biblia, examinar la epístola de Pablo de los Hebreos en este respecto. ¡Cuántas veces encontrará usted frases como, “Todo sacerdote [aarónico, levítico] se presenta cada día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados, pero éste [Cristo] habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, ¡está sentado a la diestra de Dios”! (10:11,12).
El así llamado sacrificio de la misa es una triste negación de esta bendita verdad cristiana. Cada vez que el sacerdote romano celebra la misa, pretende ofrecer a Dios un sacrificio incruento (o sea, sin sangre) para la salvación de las almas. En esto niega virtualmente la eficacia de la obra del Calvario para nuestra redención, y nos quita la consolación del Evangelio. Cuando Cristo murió en la cruz, exclamó “¡Consumado es!” y lo que da consuelo y confianza al creyente en él es que su salvación es completa por ese sacrificio. En verdad, no hay otra ofrenda por el pecado.
¿El Señor Jesús nos dio la misa antes de morir? La noche en que fue entregado por el traidor Judas, cuando comía la pascua con sus discípulos, Él tomó pan, dio gracias por él y lo partió. Les dijo: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo”. Lucas añade que Él dijo, “Haced esto en memoria de mí”. Luego tomó la copa, dio gracias, la dio a todos ellos, y dijo: “Bebed de ella todos, porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados. Y os digo que ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre”, Mateo 26.26 al 29.
¿Será esto lo que se llama la misa en la iglesia romana? Esto, dice el Señor, sería celebrado por sus discípulos en memoria de él, cual recuerdo del sacrificio consumado en el Calvario. El pan es figura del cuerpo de Jesús herido y mutilado por nuestros pecados, y la copa figura de su sangre vertida para lavar nuestras conciencias de toda culpa.
¿Pero no dijo el Señor, Esto es mi cuerpo? Verdad, pero si quería decir que lo era literalmente, entonces Él mismo, sentado a la mesa, estaría comiendo de su propio cuerpo y dando a sus discípulos a devorarle allí mismo. Sería un caso de antropofagia: ¡el crimen de comer la carne humana! La adoración de la hostia es una forma degradante de la idolatría. Representa una obra de manos, compuesta de harina y agua, horneada. La iglesia romana enseña que cuando su funcionario pronuncia las palabras hoc est corpus meum, se convierte en el cuerpo de Cristo. Tal dogma se opone a la Palabra de Dios, como podemos ver por la protesta energética de Pablo en Éfeso: “No son dioses los que hacen con las manos”, Hechos 19.26.
Escribió el apóstol Pablo: “Las cosas que antes fueron escritas, para nuestra enseñanza fueron escritas”, Romanos 15.4. Los diferentes sacrificios ofrecidos por los israelitas representan diferentes aspectos del sacrificio único de Cristo.
En términos amplios, los sacrificios que el Señor mandó a Israel ofrecer eran cinco: el holocausto, la oblación del presente, las paces, el sacrificio por los pecados y el sacrificio por la transgresión. El último representa a Cristo expiando nuestras culpas con su sangre en el Calvario; el primero es figura de Cristo, en cuanto a su persona y obra satisfacen el corazón de Dios. Naturalmente, a nosotros pecadores nos interesa primero aprender en cuanto al modo de ser expiadas nuestras culpas.
Dios no puede pasar por alto la transgresión de sus santos mandamientos. Él ha dicho: “El alma que pecare, ésa morirá”, y, “La paga del pecado es muerte”. Desde el principio de la historia humana, los hombres han buscado maneras de pagar por sus culpas. Caín ofreció los frutos de la tierra, y fue rechazado, Abel ofreció un cordero, y ha habido quienes han ofrecido aun sus propios hijos en holocausto.
Para hacer a los hombres comprender que la redención podría ser sólo por la sangre de una víctima perfecta y de infinito valor, Dios enseñó a su pueblo terrenal traerle los más perfectos de sus animales para ser inmolados delante del altar. Llegando allí el israelita con un cordero puro e inocente, ponía la mano sobre la cabeza del animal y confesaba haber pecado y hecho transgresión contra alguno de los mandamientos de Dios. Por tal transgresión él merecía el castigo de Dios, pero ese animal inocente moriría en su lugar.
¡Qué escena más conmovedora! Mientras el hombre contemplaba el cordero, fue tomada la pobre víctima y degollada a la vista del oferente. La sangre corría al pie del altar; el sebo todo fue consumido por el fuego que siempre ardía allí. El pecado quedaba expiado. El altar y su fuego representaban a Dios y las justas demandas de su trono, pero ya que estas demandas eran en figura satisfechas, había paz entre Dios y el pecador, y la carne de la víctima podría ser cortada en el patio del templo.
La sangre de ningún animal, por perfecto que fuese, nunca podría expiar el pecado. Estos sacrificios no eran más que figuras y sombras, y bastaban hasta venir el Cordero perfecto, el Cristo de Dios. Ya que Él ha venido, la sombra desaparece; tenemos la sustancia. Por su muerte Cristo ha hecho una perfecta y eterna redención, que no requiere otro sacrificio. En prueba de ello Dios le ha resucitado de entre los muertos y le ha exaltado a su diestra, donde espera el día cuando todos sus enemigos serán puestos por estrado de sus pies.
Mientras tanto, el Espíritu Santo ha sido enviado al mundo y, por medio de las Sagradas Escrituras, está llamando a los hombres al arrepentimiento, y la fe en su obra bendita de expiación de pecado. Cuando nosotros somos dispuestos, como el hijo pródigo, a decir de corazón, “He pecado contra el cielo”, Él nos dice en las dulces palabras del Evangelio: “Tus pecados te son perdonados”. Esto no es por virtud de las obras hechas por nosotros, sino por el mérito de la obra hecha por Cristo en el Calvario. El israelita gozaba de paz, no por ninguna virtud que él tuviese, porque reconocía no tener ninguna, sino por la virtud del cordero que Dios había provisto para morir en su lugar.
Amigo lector, tú y yo somos pecadores. Hemos transgreído los mandamientos de Dios. Las justas demandas del trono divino exigen el pago de nuestras culpas. No tenemos sacrificios que ofrecer. Pero Dios nos ha amado, aunque siempre ha odiado nuestro pecado, y ha provisto medios justos para nuestra salvación. Su bendito Hijo nos ha amado también, y se ha ofrecido a morir, llevando nuestras culpas en su cuerpo en la cruz. Así nos ha podido redimir a perfección, y no queda nada que hacer sino recibir ese Salvador individualmente como nuestro sustituto.
        No pierdas, amigo, la oportunidad de abrir tu corazón a Cristo, pues si le rechazas serás perdido. En ningún otro hay salvación, porque no hay, dijo el apóstol Pedro, otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podemos ser salvos, Hechos 4.12.

No hay comentarios:

Publicar un comentario