Los sacrificios antiguos
El Levítico es el libro de las ceremonias de la religión judaica. De principio
a fin está lleno de detalles en cuanto a la clase de los sacrificios, la manera
de matar las víctimas y las veces que se debían repetir determinado rito. En
cuanto a la clase de víctimas, debían ser animales sin defecto alguno y que la
ley de Dios consideraba limpios; a saber, que rumiaban y que tenían la uña
hendida. En sacrificarlos, era necesario degollarlos, rociando la sangre
alrededor sobre el altar. En cuanto a las veces que debían repetir los
sacrificios, con algunos era cada año, otras ciertas veces en el año, y todavía
otros diariamente.
En estas ceremonias vemos cierto paralelo y cierto contraste a la doctrina
cristiana.
Vemos un paralelo en cuanto el pecado es siempre horrible a los ojos de
Dios y requiere el derramamiento de sangre, una vida por otra, para expiarlo.
Así el derramamiento de la sangre de nuestro Señor Jesucristo es el paralelo al
sacrificio de los animales limpios y sin defecto de aquel tiempo. En verdad,
aquellas ceremonias fueron dadas como tipo, o ilustración, del sacrificio de
Cristo, para ayudarnos a comprender la fealdad del pecado, como también el
infinito valor de la sangre del Cordero de Dios.
Pero se nota también un inmenso contraste. Los sacrificios del levítico
eran varios. El de Cristo es uno solo; Él se ofreció a sí mismo sin mancha a
Dios. Los del Levítico se repetían muchas veces, pero jamás podían quitar el
pecado. Cristo fue ofrecido una vez para siempre, y su sangre nos limpia de
todo pecado. Aconsejamos a nuestros lectores que poseen una Biblia, examinar la
epístola de Pablo de los Hebreos en este respecto. ¡Cuántas veces encontrará
usted frases como, “Todo sacerdote [aarónico, levítico] se presenta cada día
ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden
quitar los pecados, pero éste [Cristo] habiendo ofrecido por los pecados un
solo sacrificio, ¡está sentado a la diestra de Dios”! (10:11,12).
El así llamado sacrificio de la misa es una triste negación de esta bendita
verdad cristiana. Cada vez que el sacerdote romano celebra la misa, pretende
ofrecer a Dios un sacrificio incruento (o sea, sin sangre) para la salvación de
las almas. En esto niega virtualmente la eficacia de la obra del Calvario para
nuestra redención, y nos quita la consolación del Evangelio. Cuando Cristo
murió en la cruz, exclamó “¡Consumado es!” y lo que da consuelo y confianza al
creyente en él es que su salvación es completa por ese sacrificio. En verdad,
no hay otra ofrenda por el pecado.
¿El Señor Jesús nos dio la misa antes de morir? La noche en que fue
entregado por el traidor Judas, cuando comía la pascua con sus discípulos, Él
tomó pan, dio gracias por él y lo partió. Les dijo: “Tomad, comed, esto es mi
cuerpo”. Lucas añade que Él dijo, “Haced esto en memoria de mí”. Luego tomó la
copa, dio gracias, la dio a todos ellos, y dijo: “Bebed de ella todos, porque
esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de
los pecados. Y os digo que ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta
aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre”, Mateo
26.26 al 29.
¿Será esto lo que se llama la misa en la iglesia romana? Esto, dice el
Señor, sería celebrado por sus discípulos en memoria de él, cual recuerdo del
sacrificio consumado en el Calvario. El pan es figura del cuerpo de Jesús
herido y mutilado por nuestros pecados, y la copa figura de su sangre vertida
para lavar nuestras conciencias de toda culpa.
¿Pero no dijo el Señor, Esto es mi
cuerpo? Verdad, pero si quería decir que lo era literalmente, entonces Él
mismo, sentado a la mesa, estaría comiendo de su propio cuerpo y dando a sus
discípulos a devorarle allí mismo. Sería un caso de antropofagia: ¡el crimen de
comer la carne humana! La adoración de la hostia es una forma degradante de la
idolatría. Representa una obra de manos, compuesta de harina y agua, horneada.
La iglesia romana enseña que cuando su funcionario pronuncia las palabras hoc est corpus meum, se convierte en el
cuerpo de Cristo. Tal dogma se opone a la Palabra de Dios, como podemos ver por la protesta
energética de Pablo en Éfeso: “No son dioses los que hacen con las manos”,
Hechos 19.26.
Escribió el apóstol Pablo: “Las cosas que antes fueron escritas, para
nuestra enseñanza fueron escritas”, Romanos 15.4. Los diferentes sacrificios
ofrecidos por los israelitas representan diferentes aspectos del sacrificio
único de Cristo.
En términos amplios, los sacrificios que el Señor mandó a Israel ofrecer
eran cinco: el holocausto, la oblación del presente, las paces, el sacrificio
por los pecados y el sacrificio por la transgresión. El último representa a
Cristo expiando nuestras culpas con su sangre en el Calvario; el primero es
figura de Cristo, en cuanto a su persona y obra satisfacen el corazón de Dios.
Naturalmente, a nosotros pecadores nos interesa primero aprender en cuanto al
modo de ser expiadas nuestras culpas.
Dios no puede pasar por alto la transgresión de sus santos mandamientos. Él
ha dicho: “El alma que pecare, ésa morirá”, y, “La paga del pecado es muerte”.
Desde el principio de la historia humana, los hombres han buscado maneras de
pagar por sus culpas. Caín ofreció los frutos de la tierra, y fue rechazado,
Abel ofreció un cordero, y ha habido quienes han ofrecido aun sus propios hijos
en holocausto.
Para hacer a los hombres comprender que la redención podría ser sólo por la
sangre de una víctima perfecta y de infinito valor, Dios enseñó a su pueblo
terrenal traerle los más perfectos de sus animales para ser inmolados delante
del altar. Llegando allí el israelita con un cordero puro e inocente, ponía la
mano sobre la cabeza del animal y confesaba haber pecado y hecho transgresión
contra alguno de los mandamientos de Dios. Por tal transgresión él merecía el
castigo de Dios, pero ese animal inocente moriría en su lugar.
¡Qué escena más conmovedora! Mientras el hombre contemplaba el cordero, fue
tomada la pobre víctima y degollada a la vista del oferente. La sangre corría
al pie del altar; el sebo todo fue consumido por el fuego que siempre ardía
allí. El pecado quedaba expiado. El altar y su fuego representaban a Dios y las
justas demandas de su trono, pero ya que estas demandas eran en figura
satisfechas, había paz entre Dios y el pecador, y la carne de la víctima podría
ser cortada en el patio del templo.
La sangre de ningún animal, por perfecto que fuese, nunca podría expiar el
pecado. Estos sacrificios no eran más que figuras y sombras, y bastaban hasta
venir el Cordero perfecto, el Cristo de Dios. Ya que Él ha venido, la sombra
desaparece; tenemos la sustancia. Por su muerte Cristo ha hecho una perfecta y
eterna redención, que no requiere otro sacrificio. En prueba de ello Dios le ha
resucitado de entre los muertos y le ha exaltado a su diestra, donde espera el
día cuando todos sus enemigos serán puestos por estrado de sus pies.
Mientras tanto, el Espíritu Santo ha sido enviado al mundo y, por medio de
las Sagradas Escrituras, está llamando a los hombres al arrepentimiento, y la
fe en su obra bendita de expiación de pecado. Cuando nosotros somos dispuestos,
como el hijo pródigo, a decir de corazón, “He pecado contra el cielo”, Él nos
dice en las dulces palabras del Evangelio: “Tus pecados te son perdonados”.
Esto no es por virtud de las obras hechas por nosotros, sino por el mérito de
la obra hecha por Cristo en el Calvario. El israelita gozaba de paz, no por
ninguna virtud que él tuviese, porque reconocía no tener ninguna, sino por la
virtud del cordero que Dios había provisto para morir en su lugar.
Amigo lector, tú y yo somos pecadores. Hemos transgreído los mandamientos
de Dios. Las justas demandas del trono divino exigen el pago de nuestras
culpas. No tenemos sacrificios que ofrecer. Pero Dios nos ha amado, aunque
siempre ha odiado nuestro pecado, y ha provisto medios justos para nuestra
salvación. Su bendito Hijo nos ha amado también, y se ha ofrecido a morir,
llevando nuestras culpas en su cuerpo en la cruz. Así nos ha podido redimir a
perfección, y no queda nada que hacer sino recibir ese Salvador individualmente
como nuestro sustituto.
No
pierdas, amigo, la oportunidad de abrir tu corazón a Cristo, pues si le
rechazas serás perdido. En ningún otro hay salvación, porque no hay, dijo el
apóstol Pedro, otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podemos
ser salvos, Hechos 4.12.
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