VII — Tiempos y sazones en la vida de nuestro Señor
Cosas que son pequeñas en sí pueden señalar grandes
asuntos. En los días de David el susurro del viento en las copas de las
balsameras fue el presagio de una victoria por realizarse. En la experiencia de
Elías una pequeña nube del tamaño de la mano humana guardó la promesa de
abundancia de lluvia al cabo de años de sequía.
Un charco de agua al lado del camino
puede reflejar la gloria del sol. Una circunstancia insignificante puede ser
indicio del carácter de un momento de destino. Él que cuenta con facultad de
vidente puede detectar tras la sombra de algún acontecimiento ordinario la
sustancia de inmensas realidades espirituales.
Juan el apóstol contaba con este
poder de penetración espiritual. Era vidente. Juan discernía un significado en
circunstancias pasajeras que otros no captaban, y captaba la sustancia
espiritual de las cosas de una manera que sus condiscípulos no hacían. Su
Evangelio contiene numerosos toques que revelan esta percepción aguda, y sólo
el lector que pesa cada palabra puede captar el significado detrás de algunas
alusiones que el apóstol hace. Nada en las Sagradas Escrituras carece de
propósito.
Hay, por ejemplo, algunas frasecitas
descriptivas en el Evangelio según Juan que parecen ser simples detalles acerca
del estado del tiempo cuando ocurrieron algunos eventos, pero que admiten mucho
más sentido al ser escrudiñadas. Más que decir la hora del día, hacen saber el
carácter del momento.
Era
invierno
En
el 10.22 Juan escribe: “Celebrábase en Jerusalén la fiesta de la dedicación.
Era invierno”.
Él está por relatarnos la cuarta
ocasión en que Jesús se presentó en la ciudad capital en días de una
convocación espiritual o “fiesta”. Se endurecía la oposición de parte de los
líderes del pueblo y ésta se haría más evidente que en cualquier momento
anterior, hasta el extremo de una amenaza de muerte. La respuesta a la
presencia del Señor fue más fría, distante y contraria. La perspectiva parecía
árida y nada prometedora, sin un solo retoño verde de esperanza.
En fin, lo espiritual se reflejaba
en lo físico: era invierno.
Era
de noche
Al
llegar al 13.30, encontramos que Juan está hablando de cuando el traidor se
marchó del aposento alto. El escritor lo hace en palabras gráficas, pero sin
adorno: “Cuando él, pues, hubo tomado el bocado, luego salió; y era ya de
noche”.
Es casi posible ver cómo Juan,
observando aquella figura que se alejaba, notó en un instante, cuando Judas
abrió la puerta, que ese hombre salió a ser envuelto en una densa oscuridad. Se
había ido para no volver nunca. Por fin Judas había dado su espalda a la Luz;
le había recibido la noche, las tinieblas de afuera, símbolo de la espantosa
oscuridad a la cual consigna su alma aquel que adrede vende al Cristo.
De veras, era de noche.
Hacía frío
En
el Capítulo 18 Juan relata los acontecimientos de la noche más trascendental de
la historia del universo. Nos esboza la escena detrás del portón del palacio
del sumo sacerdote mientras el Señor está sometido a interrogación: “Estaban en
pie los siervos y los alguaciles que habían encendido un fuego; porque hacía
frío, y se calentaban; y también con ellos estaba Pedro en pie, calentándose”.
Frente
a esos carbones, en la hora temblorosa que sigue a la medianoche, Pedro busca
calentarse al mismo fuego que alivia a los enemigos de su Maestro. El lugar
donde se encuentra revela más que su deseo de color para el cuerpo. La
temperatura de su alma se acercaba a cero en ese momento. Ya profirió mentira a
la criada que cuida la puerta, y dentro de pocos minutos habrá enfatizado su
negación con el mismo lenguaje grosero que está escuchando en este instante en
torno de la fogata de sus compañeros recién conocidos.
¡Oh discípulo! cuán rápidamente es
vencido el calor de la jactancia y confianza propia ante la cobardía fría que
producen el amor propio y el temor del hombre. ¿Y quién siente más frialdad
hacia Cristo que uno cuya alma está presa en estos pecados? De veras para Pedro
hacía frío.
Era
temprano
Otro
toque similar lo hay en el mismo capítulo, en el 18.28: “Llevaron a Jesús de
casa de Caifás al pretorio. Era de mañana”. La palabra usada indica que ya
había cantado el gallo, pero no se había levantado el sol. (Véase la lista en
Marcos 13.35). O sea, estaba entre las 3:00 y las 6:00.
¡Qué de noche había sido aquélla! ¡Noche de actividad
incesante de parte de los enemigos! Hasta avanzadas horas de aquella noche
Jesús mantenía conversación tierna con los suyos, y luego el grupito caminó al
huerto de Getsemaní donde Él fue envuelto en agonía y sudor como sangre; donde
recibió de la mano del Padre la copa de padecimientos y de los labios del
traidor el beso del engaño como preludio a la vergüenza de ser atado. De allí
el pelotón armado le condujo en marcha forzada por las calles de la ciudad para
presentarse ante el máximo sacerdote; hubo un prejuicio ante Anás, una
sentencia de parte de Caifás y luego una ratificación de parte del consejo en
conjunto.
Todo este procedimiento fue ilegal, ya que la ley
permitía juzgar a un preso sólo de día. Pero el odio de esa gente echaba al
suelo cualquier decencia de procedimiento legal; convenía que este Hombre
muriera, y no que toda la nación perezca. Así había dicho Caifás, y ahora ellos
manifiestan el descarado afán de su apetito por una matanza. ¡No queremos a
éste! Que sea llevado a Pilato; que el asunto sea resuelto antes de que
terminemos nuestro ayuno; nada de perder tiempo en espera del amanecer.
Así fue que la Bondad Perfecta evocó
de las turgentes profundidades del corazón del hombre tan sólo un odio vil cuya
energía estimulada por el infierno, no toleró demora alguna. Por lo tanto,
Pilato dio comienzo a sus labores temprano aquel día, y cuando le lanzaron a
Jesús en su presencia, la luz no había amanecido. Era de mañana; mejor
traducido, era temprano.
¿Tenemos, tengo, hermanos míos, un
Pilato y un Judas? ¿El corazón abriga un amor propio y un egoísmo vil? Que sea
partido el corazón endurecido: ¡Jesús mi Señor ha sido crucificado!
Siendo
aún oscuro
Ya
pasó el Calvario. El sábado más oscuro que el mundo jamás haya conocido había
visto pasar sus pesadas horas de vergüenza. En el huerto del sepulcro al lado
del Calvario, yacen en la tumba nueva de José los restos mortales del
Crucificado. Muere ahora la fe de sus discípulos, sus corazones abrumados. Su
amado Maestro les había sido quitado y ellos estaban pasmados, quebrantados,
derrotados y abatidos.
Esos discípulos tendrían que
enfrentar pronto la realidad, volviendo lenta pero inexorablemente a sus
hogares y el quehacer diario, llevando sobre sí el estigma de una causa perdida
y llevando por dentro los recuerdos tan impactantes de Uno cuyos hechos y
palabras habían infundido gran esperanza, pero quien, lamentablemente, les
había engañado.
Fue en este estado de ánimo que la
Magdalena se levantó de una camilla que no le había concedido sueño mientras
aquel lúgubre sábado dejaba pasar sus horas de oscuridad. Ella buscó rumbo al
huerto donde una tumba guardaba a su Señor, y Juan describe su diligencia así:
“El primer día de la semana, María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro,
al sepulcro”, 20.1.
Sí, aún oscuro, porque todavía no
habían entendido la Escritura, que era necesario que Él resucitase de los
muertos. Pues, poco sorprende que una tenebrosidad tan pesada como la penumbra
de una noche egipcia había envuelto los espíritus de aquel grupo de afligidos,
porque un Señor vivo es la fuente de toda nuestra confianza y alegría. Una
tumba vacía es la fuente de todo gozo cristiano.
Juan, entonces, registra el
acontecer de ese triunfante primer día de la semana, el día que les devolvió su
Señor y Maestro a esos discípulos, vuelto Él del sepulcro para ser de ellos
para siempre jamás. Aun con el triunfo en mente, él echa una mirada atrás a la
lobreguez que lo precedió, y ésta pone en relieve más destacada el resplandor
que esa mañana estaba por traerles después de la noche triste, noche de dolor.
Ya
iba amaneciendo
Con
corazones carentes de ánimo los siete condujeron sus barcos a la playa después
de aquella noche en el Tiberias, justamente cuando se apuntaban los rayos del
sol en una de esas cuarenta mañanas que siguieron a la resurrección. Largas
fueron las horas de aquella noche de faena infructuosa. Una y otra echada
habían dejado sus redes siempre vacías, y por fin la noche huyó sin dejar atrás
ni un solo pez en su embarcación.
Pocas experiencias son tan
deprimentes como las de trabajo sin recompensa, pocas estocadas más agudas que
la de darse cuenta del fracaso de un esfuerzo bien intencionado. Podemos estar
seguros que los siete estaban deprimidos mientras se dirigían a tierra aquella
madrugada.
Les esperaba una sorpresa grata.
“Cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa”, 21.4. La noche les
había proporcionado tan sólo pérdida; la mañana les favoreció con Jesús. Le
trajo a él al socorro de aquellos hombres en todo el poder de su resurrección.
Su dirección, su conocimiento, su poder y su provisión de amor les hicieron
regocijarse. En la hermosa calma del amanecer ellos se sentaron en su
presencia, satisfechos y confiados en él, y se alimentaron de la bondad que las
manos de su Señor los había preparado.
Vivimos en la misma expectativa
feliz de “la mañana”. Es para nosotros saber (ahora por fe y pronto por vista)
que el Cristo victorioso nos guarda vigilia, guiando y proveyendo. La dirección
suya hace fructífero el servicio nuestro; el cuidado suyo suple la necesidad
nuestra; la presencia suya llena de paz al alma nuestra.
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