jueves, 30 de septiembre de 2021

NUESTRO INCOMPARABLE SEÑOR (9)

 VII — Tiempos y sazones en la vida de nuestro Señor


            Cosas que son pequeñas en sí pueden señalar grandes asuntos. En los días de David el susurro del viento en las copas de las balsameras fue el presagio de una victoria por realizarse. En la experiencia de Elías una pequeña nube del tamaño de la mano humana guardó la promesa de abundancia de lluvia al cabo de años de sequía.

            Un charco de agua al lado del camino puede reflejar la gloria del sol. Una circunstancia insignificante puede ser indicio del carácter de un momento de destino. Él que cuenta con facultad de vidente puede detectar tras la sombra de algún acontecimiento ordinario la sustancia de inmensas realidades espirituales.

            Juan el apóstol contaba con este poder de penetración espiritual. Era vidente. Juan discernía un significado en circunstancias pasajeras que otros no captaban, y captaba la sustancia espiritual de las cosas de una manera que sus condiscípulos no hacían. Su Evangelio contiene numerosos toques que revelan esta percepción aguda, y sólo el lector que pesa cada palabra puede captar el significado detrás de algunas alusiones que el apóstol hace. Nada en las Sagradas Escrituras carece de propósito.

            Hay, por ejemplo, algunas frasecitas descriptivas en el Evangelio según Juan que parecen ser simples detalles acerca del estado del tiempo cuando ocurrieron algunos eventos, pero que admiten mucho más sentido al ser escrudiñadas. Más que decir la hora del día, hacen saber el carácter del momento.

Era invierno

En el 10.22 Juan escribe: “Celebrábase en Jerusalén la fiesta de la dedicación. Era invierno”.

            Él está por relatarnos la cuarta ocasión en que Jesús se presentó en la ciudad capital en días de una convocación espiritual o “fiesta”. Se endurecía la oposición de parte de los líderes del pueblo y ésta se haría más evidente que en cualquier momento anterior, hasta el extremo de una amenaza de muerte. La respuesta a la presencia del Señor fue más fría, distante y contraria. La perspectiva parecía árida y nada prometedora, sin un solo retoño verde de esperanza.

            En fin, lo espiritual se reflejaba en lo físico: era invierno.

Era de noche

Al llegar al 13.30, encontramos que Juan está hablando de cuando el traidor se marchó del aposento alto. El escritor lo hace en palabras gráficas, pero sin adorno: “Cuando él, pues, hubo tomado el bocado, luego salió; y era ya de noche”.

            Es casi posible ver cómo Juan, observando aquella figura que se alejaba, notó en un instante, cuando Judas abrió la puerta, que ese hombre salió a ser envuelto en una densa oscuridad. Se había ido para no volver nunca. Por fin Judas había dado su espalda a la Luz; le había recibido la noche, las tinieblas de afuera, símbolo de la espantosa oscuridad a la cual consigna su alma aquel que adrede vende al Cristo.

            De veras, era de noche.

Hacía frío

En el Capítulo 18 Juan relata los acontecimientos de la noche más trascendental de la historia del universo. Nos esboza la escena detrás del portón del palacio del sumo sacerdote mientras el Señor está sometido a interrogación: “Estaban en pie los siervos y los alguaciles que habían encendido un fuego; porque hacía frío, y se calentaban; y también con ellos estaba Pedro en pie, calentándose”.

Frente a esos carbones, en la hora temblorosa que sigue a la medianoche, Pedro busca calentarse al mismo fuego que alivia a los enemigos de su Maestro. El lugar donde se encuentra revela más que su deseo de color para el cuerpo. La temperatura de su alma se acercaba a cero en ese momento. Ya profirió mentira a la criada que cuida la puerta, y dentro de pocos minutos habrá enfatizado su negación con el mismo lenguaje grosero que está escuchando en este instante en torno de la fogata de sus compañeros recién conocidos.

            ¡Oh discípulo! cuán rápidamente es vencido el calor de la jactancia y confianza propia ante la cobardía fría que producen el amor propio y el temor del hombre. ¿Y quién siente más frialdad hacia Cristo que uno cuya alma está presa en estos pecados? De veras para Pedro hacía frío.

Era temprano

Otro toque similar lo hay en el mismo capítulo, en el 18.28: “Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era de mañana”. La palabra usada indica que ya había cantado el gallo, pero no se había levantado el sol. (Véase la lista en Marcos 13.35). O sea, estaba entre las 3:00 y las 6:00.

            ¡Qué de noche había sido aquélla! ¡Noche de actividad incesante de parte de los enemigos! Hasta avanzadas horas de aquella noche Jesús mantenía conversación tierna con los suyos, y luego el grupito caminó al huerto de Getsemaní donde Él fue envuelto en agonía y sudor como sangre; donde recibió de la mano del Padre la copa de padecimientos y de los labios del traidor el beso del engaño como preludio a la vergüenza de ser atado. De allí el pelotón armado le condujo en marcha forzada por las calles de la ciudad para presentarse ante el máximo sacerdote; hubo un prejuicio ante Anás, una sentencia de parte de Caifás y luego una ratificación de parte del consejo en conjunto.

            Todo este procedimiento fue ilegal, ya que la ley permitía juzgar a un preso sólo de día. Pero el odio de esa gente echaba al suelo cualquier decencia de procedimiento legal; convenía que este Hombre muriera, y no que toda la nación perezca. Así había dicho Caifás, y ahora ellos manifiestan el descarado afán de su apetito por una matanza. ¡No queremos a éste! Que sea llevado a Pilato; que el asunto sea resuelto antes de que terminemos nuestro ayuno; nada de perder tiempo en espera del amanecer.

            Así fue que la Bondad Perfecta evocó de las turgentes profundidades del corazón del hombre tan sólo un odio vil cuya energía estimulada por el infierno, no toleró demora alguna. Por lo tanto, Pilato dio comienzo a sus labores temprano aquel día, y cuando le lanzaron a Jesús en su presencia, la luz no había amanecido. Era de mañana; mejor traducido, era temprano.

            ¿Tenemos, tengo, hermanos míos, un Pilato y un Judas? ¿El corazón abriga un amor propio y un egoísmo vil? Que sea partido el corazón endurecido: ¡Jesús mi Señor ha sido crucificado!

Siendo aún oscuro

Ya pasó el Calvario. El sábado más oscuro que el mundo jamás haya conocido había visto pasar sus pesadas horas de vergüenza. En el huerto del sepulcro al lado del Calvario, yacen en la tumba nueva de José los restos mortales del Crucificado. Muere ahora la fe de sus discípulos, sus corazones abrumados. Su amado Maestro les había sido quitado y ellos estaban pasmados, quebrantados, derrotados y abatidos.

            Esos discípulos tendrían que enfrentar pronto la realidad, volviendo lenta pero inexorablemente a sus hogares y el quehacer diario, llevando sobre sí el estigma de una causa perdida y llevando por dentro los recuerdos tan impactantes de Uno cuyos hechos y palabras habían infundido gran esperanza, pero quien, lamentablemente, les había engañado.

            Fue en este estado de ánimo que la Magdalena se levantó de una camilla que no le había concedido sueño mientras aquel lúgubre sábado dejaba pasar sus horas de oscuridad. Ella buscó rumbo al huerto donde una tumba guardaba a su Señor, y Juan describe su diligencia así: “El primer día de la semana, María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro, al sepulcro”, 20.1.

            Sí, aún oscuro, porque todavía no habían entendido la Escritura, que era necesario que Él resucitase de los muertos. Pues, poco sorprende que una tenebrosidad tan pesada como la penumbra de una noche egipcia había envuelto los espíritus de aquel grupo de afligidos, porque un Señor vivo es la fuente de toda nuestra confianza y alegría. Una tumba vacía es la fuente de todo gozo cristiano.

            Juan, entonces, registra el acontecer de ese triunfante primer día de la semana, el día que les devolvió su Señor y Maestro a esos discípulos, vuelto Él del sepulcro para ser de ellos para siempre jamás. Aun con el triunfo en mente, él echa una mirada atrás a la lobreguez que lo precedió, y ésta pone en relieve más destacada el resplandor que esa mañana estaba por traerles después de la noche triste, noche de dolor.

 

Ya iba amaneciendo

Con corazones carentes de ánimo los siete condujeron sus barcos a la playa después de aquella noche en el Tiberias, justamente cuando se apuntaban los rayos del sol en una de esas cuarenta mañanas que siguieron a la resurrección. Largas fueron las horas de aquella noche de faena infructuosa. Una y otra echada habían dejado sus redes siempre vacías, y por fin la noche huyó sin dejar atrás ni un solo pez en su embarcación.

            Pocas experiencias son tan deprimentes como las de trabajo sin recompensa, pocas estocadas más agudas que la de darse cuenta del fracaso de un esfuerzo bien intencionado. Podemos estar seguros que los siete estaban deprimidos mientras se dirigían a tierra aquella madrugada.

            Les esperaba una sorpresa grata. “Cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa”, 21.4. La noche les había proporcionado tan sólo pérdida; la mañana les favoreció con Jesús. Le trajo a él al socorro de aquellos hombres en todo el poder de su resurrección. Su dirección, su conocimiento, su poder y su provisión de amor les hicieron regocijarse. En la hermosa calma del amanecer ellos se sentaron en su presencia, satisfechos y confiados en él, y se alimentaron de la bondad que las manos de su Señor los había preparado.

            Vivimos en la misma expectativa feliz de “la mañana”. Es para nosotros saber (ahora por fe y pronto por vista) que el Cristo victorioso nos guarda vigilia, guiando y proveyendo. La dirección suya hace fructífero el servicio nuestro; el cuidado suyo suple la necesidad nuestra; la presencia suya llena de paz al alma nuestra.

            Él día amanece. Que sus intereses sean los nuestros, y Él tomará como responsabilidad suya toda necesidad nuestra.

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