domingo, 24 de julio de 2011

La Pascua y la Cena del Señor

En 1.ª Corintios 5: 7-8 el apóstol establece una relación directa entre la Pascua, la ordenanza más importante para Israel, y la Cena del Señor, ordenanza particularmente bella dispuesta por el Señor Jesús para que la Iglesia de Dios pueda cumplir mientras está en la tierra. Por cierto, nuestro Señor instituyó esta nueva ordenanza mientras se festejaba la Pascua —la misma noche en que sería traicionado—, y con sus propias palabras: “Haced esto en memoria de mí” (Lucas 23: 14-20). Sin duda, estas dos fiestas presentan contrastes claramente marcados: una es para una nación terrenal y la otra para los redimidos de entre las naciones, aquellos que han sido hechos aptos para participar de una herencia celestial. Sin embargo, el objetivo del escritor de la epístola no era considerar las evidentes diferencias que hay entre las dos fiestas, sino estimular fuertemente los corazones de los hijos de Dios para que se gocen al obedecer la voz del Señor Jesús y para que le glorifiquen cumpliendo con aquello que Él mismo ha dispuesto en su amor y soberana sabiduría.
En el libro del Éxodo capítulo 12, encontramos seis aspectos diferentes de la Pascua que nos brindan enseñanzas muy importantes. Los mencionamos a continuación:
1.  La Pascua de Jehová (vs.11)
2.  Un memorial (vs.14)
3.  Una fiesta (vs.14)
4.  Un estatuto (vs. 24)
5.  Un servicio (vs.25)
6.  Un sacrificio (vs.27)

Todos estos aspectos también pueden ser aplicados simbólicamente al memorial del Señor que llevamos a cabo en nuestros días, teniendo en cuenta que hay también otros aspectos que hallamos en el Nuevo Testamento:

7.  El partimiento del pan (Hechos 2:42).
8.  La comunión (1ª Corintios 10:16).
9.  La Cena del Señor (1ª Corintios 11:20).

Todas estas facetas tienen un profundo significado y rebosan de las más preciosas bendiciones. Meditaremos en ellas aun cuando sólo alcancemos a tocar el borde de todo lo que nos brinda Dios en estas enseñanzas.
1.     La Pascua de Jehová
Esta expresión es particularmente dulce para aquellos que alguna vez comprendieron lo terrible que era cargar con la culpa de los pecados ante los ojos de un Dios de verdad y santidad. Es que la Pascua nos habla de un absoluto «pasar por alto» de todos los que han sido cubiertos por la preciosa sangre de Cristo. De la propia boca de Dios habían salido las palabras que brindaban una seguridad perfecta: “Veré la sangre y pasaré de vosotros”. Esta celebración se llevaba a cabo en virtud de que la sangre de Cristo daría perfecta satisfacción a todas las demandas de Dios. La poderosa obra redentora de Cristo le brinda a todo hijo de Dios la seguridad de la salvación eterna. La expresión “La Pascua de Jehová” nos enseña que Dios manifestó su inconmensurable gracia por medio de su propia obra. Solamente los israelitas que habían sido cubiertos por la sangre del cordero tenían el derecho de guardar la Pascua. Y como ya hemos visto en 1ª Corintios 5: 7-8, se aplica el mismo principio para la Cena del Señor: “Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta”. Conocer a Cristo como nuestra Pascua, como aquel que quitó por completo y eternamente nuestros pecados por el sacrificio de sí mismo, es fundamental para poder hacer memoria de Él en el partimiento del pan. Los que han sido redimidos eternamente por Su sangre son los únicos que tienen derecho a participar de tal fiesta. ¡Y cuán digna de ser recordada con profunda reverencia es esa obra de amor y gracia inefables, de sabiduría y poder infinitos, la obra del bendito Señor de gloria!
2.     Un memorial
Es significativo cómo la voluntad divina determinó que en cada caso, la Pascua y la Cena, el memorial haya sido establecido en los momentos previos al hecho del que luego se haría memoria.  No fue una decisión precipitada, sino la soberana sabiduría de Dios la que decretó, en el caso de la Pascua, que Israel sería liberada aquella misma noche de la esclavitud de Egipto por medio de la cobertura de la sangre del cordero. La sabiduría divina obró de igual manera en relación con la obra de la cruz, en la cual el Señor de gloria sería crucificado para librar de la culpa y de la esclavitud del pecado a todos aquellos que habrían de creer en Él como Salvador y Señor.
Antes de que la Pascua se llevara a cabo, Dios había animado a su pueblo para que este hecho no fuera dejado en el olvido; este importante acontecimiento debía ser recordado por medio de un memorial público. De manera similar, antes de entregar su vida, el Señor animó a sus angustiados discípulos a que le recordaran como aquel que había entregado su cuerpo y derramado su sangre por ellos. Este recuerdo tomaría la forma de un memorial que debía ser observado: “Haced esto en memoria de mí” (Lucas 22:19). No debemos recordar solamente su pasión o su muerte, sino también su misma Persona. Por cierto, no excluimos de nuestros pensamientos su infinita gloria, su comunión con el Padre, su maravillosa encarnación, su humillación al tomar forma hu-mana, su vida impecable en la que soportó los dolores y derramó gracia y sufrió de parte del mundo.  Pero Él mismo es quien fue a la cruz, soportando el juicio de Dios allí, despreciando el oprobio, cumpliendo con la perfecta obra expiatoria por el pecado. Por eso nosotros anunciamos “la muerte del Señor”.
Este memorial debe efectuarse de manera clara y ordenada, pero no como algo solamente formal. También debe ser algo vital, una respuesta del corazón que desea recordar al Señor Jesús. Es de es-perar que cada cristiano desee recordar la bendita persona del Señor Jesús, quien se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios. ¡Qué objeto precioso para recordar! Así como la Pascua marcó el principio de la historia de Israel, la muerte de Cristo es para nosotros el comienzo de nuestra nueva vida. ¿Cómo podríamos olvidar es-to? ¡Oh, nuestros corazones son tan inconstantes que si no efectuáramos regularmente este memorial podríamos volvernos fríos y olvidadizos! Israel se olvidó muy pronto de celebrar la fiesta de la Pascua en su viaje por el desierto y ni siquiera se preocupó de hacerlo cuando entró a la tierra prometida. De la misma manera, la Iglesia muestra una grave falta de interés en celebrar la Cena del Señor, desplazando a la misma a un segundo plano mientras la predicación ocupa su lugar. Ciertamente, un memorial implica un recuerdo. Esto tiene su fundamento en las Escrituras: “Haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1ª Corintios 11:25-26).  ¡Ese recuerdo debería elevar y conmover nuestras almas mientras llevamos a cabo tan precioso memorial! Cada pensamiento acerca del Señor incrementa la adoración desde nuestros corazones hacia su bendita Persona y nos impulsa a elevar la merecida y justa alabanza hacia su Nombre. En el partimiento del pan, deberíamos ser muy cuidadosos de recordar, por sobre todo, la persona del Señor Jesús.
3.     Una fiesta
En toda fiesta se ofrece un banquete que puede satisfacer plenamente el apetito de los invitados. Ciertamente, esto se cumple en el memorial del Señor. Porque aun cuando nuestro objetivo en este servicio no es recibir, sino dar al Señor las alabanzas y la adoración de nuestros corazones mientras le recordamos, aun así nuestras almas pueden salir plenamente saciadas. Cuando aceptamos la invitación a una fiesta de casamiento: ¿no vamos con el objetivo de honrar al esposo y a la esposa? Claro que sí. ¡Pero ellos seguramente no permitirán que nos retiremos de la fiesta sin que hayamos probado los manjares! Por cierto, lo que el mismo Señor Jesús nos provee para que celebremos la fiesta a su honor siempre será más que suficiente para llenar nuestros corazones hasta que rebosen. Sin embargo, ¿quedan siempre satisfechos nuestros corazones? De no ser así, ¿a quienes podríamos culpar sino a nosotros mismos? Dejemos de presentar excusas y ocupémonos de nuestra hermosa porción: un corazón lleno del gozo de la presencia del Señor en medio de sus santos amados.
Sin embargo, no deberíamos ignorar la seria advertencia que leemos en 1ª Corintios 5: 7,8: “Limpiaos, pues, de la vie-ja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad”. Desde los primeros tiempos de la Iglesia esta fiesta sería estropeada terriblemente por la tolerancia de prácticas pecaminosas. La inclusión de levadura estaba absolutamente prohibida en el festejo de la Pascua, y de la misma manera no debería ser tolerado ningún tipo de comportamiento malvado en aquellos que expresan su comunión en el partimiento del pan. Esto se aplica también en relación con la levadura que provoca el falseamiento de doctrinas fundamentales, como está advertido ade-más en otros pasajes de las Escrituras. ¿Cómo podrían los corazones de los creyentes llenarse de Cristo cuando la maldad está entre ellos? Esto debería ser juz-gado con toda honestidad, como lo enseña este capítulo, y “los panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” será la porción de los santos de Dios cuando estén reunidos. En 2ª Corintios 2: 5-11, vemos el ca-so de un hombre que había sido justamente excomulgado, pero que luego, cuando él se juzgó a sí mismo y fue restaurado por el Señor, fue también restaurado en lo que respecta a la comunión en la asamblea. La fiesta del Señor es santa, Él no serviría alimento contaminado en ella, por lo tanto debemos llenarnos sólo con lo que es puro y bueno.
4.     Una ordenanza
La celebración de la Pascua no era una cuestión librada al criterio de Israel o de alguna persona en particular: era un firme decreto de Dios. ¡Qué cuestión solemne! Ignorar este decreto implicaba rebelarse contra una ordenanza de Dios. Efectivamente, se les había dicho: “Toda la congregación de Israel lo hará” (Éxodo 12:47). No obstante, había algunas  excepciones necesarias: si alguien estaba impuro para esta ceremonia, debía guardarse de celebrarla hasta purificarse. Esta  acción necesaria también debe efectuarse en el cristianismo. Es importante recalcar que el lenguaje utilizado por el Señor al instituir la Cena no exhibe un mandato perentorio. Él dijo: “Esto haced en memoria de mí”, y no: “haced esto en memoria de mí” (traducción literal). El énfasis, por lo tanto, está puesto en la palabra “esto” y no en la palabra “haced”, lo cual apela a la respuesta del corazón del creyente. Aun así, este deseo expresado por el Señor, ¿no implica un virtual mandamiento para el corazón del que lo ama? ¿Puedo escuchar al Señor hablándome de esta manera y aun así pensar que puedo desobedecerle? Dicho de otra manera, para un corazón obediente estas palabras del Señor vienen a ser un decreto imposible de ignorar. Por lo tanto, el partimiento del pan es una ordenanza de Dios. Ciertamente, no es una ordenanza legal, sino una ordenanza que alienta a los santos de Dios a observarla voluntariamente.

5.     Un servicio
El espíritu de obediencia voluntaria queda enfatizado en la misma expresión: “Este servicio” (traducción literal). La ordenanza debía ser “observada” y el servicio “guardado” (Éxodo 12: 24-25 traducción literal). En el pasaje de Juan 12: 1-3, leemos que “le hicieron allí una cena”; observamos pues, tres preciosos caracteres: el servicio de Marta, la comunión de Lá-zaro y la adoración de María. Sin duda, percibimos una gradación ascendente en dichos caracteres, pero qué hermoso es encontrar en esta fiesta, junto a la comunión y la adoración, un sumiso y piadoso servicio. Este espíritu de humildad que sir-ve al Señor con gratitud y obediencia luce precioso en el partimiento del pan. Es un servicio rendido a Aquel que es digno de nuestra más profunda sumisión y obediencia. Este espíritu es el que da el poder para “guardar” sin desmayar este bendito servicio.
6.     Un sacrificio
      Esto conduce inmediatamente nuestras miradas al Cordero del sacrificio: “Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros”. Él no sólo dio todas sus posesiones, sino que en un maravilloso y voluntario sacrificio se dio a sí mismo por los pecadores. ¡Qué contemplación inefablemente maravillosa! En un mismo instante surgen pensamientos que se multiplican en diferentes direcciones, así como podemos ver en las Escrituras los distintos aspectos de Su sacrificio: la ofrenda encendida, la ofrenda vegetal, la ofrenda de paz, la ofrenda por el pecado, la ofrenda por la culpa, y todas las verdades que surgen de estas ofrendas.
      Pero, paralelamente a todo esto, el recuerdo del Señor también demanda un sacrificio de nuestra parte. Efectivamente, debemos ofrecer “siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). ¿Acaso esto no se destaca en la celebración de la Cena del Señor? La verdadera adoración demanda un sacrificio voluntario, como el que hizo María de Betania al derramar el costoso ungüento sobre los pies del Señor Jesús. Esto no implica renunciar a algunas de nuestras pertenencias de valor, sino renunciar a nosotros mismos para que Cristo reciba toda la honra. Demanda un corazón colmado de sentimientos piadosos que se derrama voluntariamente para la adoración. ¿Cómo podríamos privarnos de hacer esto cuando en perfecta paz contemplamos el maravilloso e incomparable sacrificio del Señor?
7.     El partimiento del pan
      Aunque en la Cena del Señor hay dos símbolos, el pan y la copa, se le designa como el “partimiento del pan”. ¿Acaso no es porque el partimiento del pan nos habla de los sufrimientos de Cristo en su cuerpo, mientras que “la copa de bendición que bendecimos” nos habla de los maravillosos resultados logrados a nuestro favor? La copa representa la sangre preciosa del Señor derramada como señal de redención cumplida. Pero el partimiento del pan nos recuerda los sufrimientos reales del Señor Jesús, “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1ª Pedro 2:24). Y aun cuando en la Cena del Señor podemos hablar, en cierta medida, de los maravillosos resultados benditos de la cruz de Cristo, el énfasis debe estar puesto más bien en el aspecto sublime de los sufrimientos incomparables de nuestro Señor. Esto hace resonar las profundas cuerdas del corazón para la adoración. Porque si las más altas notas resuenan por las glorias de su bendita Persona, las más graves y profundas resonaron en la angustia de su alma hasta la muerte, y muerte de cruz. ¡Bendita y santa contemplación!
            No hay símbolo más sorprendente que un pan para representar el sufrimiento y la muerte. Primero, la semilla cae en tierra y muere. Luego, cuando la planta da fruto, el grano es cortado, lo cual es otra figura de la muerte. Después viene la trilla y la molienda; la harina obtenida es mezclada con otros ingredientes y amasada, lo cual también nos habla de los distintos sufrimientos. Finalmente, la masa es introducida en el horno caliente, tipo del terrible juicio de Dios que el Señor cargó por nosotros en las horas de tinieblas. ¡Qué bendición es para el creyente participar del partimiento del pan! Y así como es precioso conocer al Señor Jesús como “el pan de vida”, es igualmente precioso recordarle a Él en el “partimiento del pan”.
8.     La comunión
El partimiento del pan no puede llevarse a cabo individualmente, aun cuando hay ciertos ejercicios espirituales individuales en relación con este tema que deberían efectuarse siempre. “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1ª Corintios 10: 16-17). Primariamente, esta preciosa fiesta expresa la comunión con la sangre de Cristo y su cuerpo dado por nosotros, es decir, una plena identificación con Él en su muerte. Ocupémonos de cuidar y valorar la dulzura de esta santa comunión más allá de cualquier otro significado. No obstante, el apóstol aplica el término “el cuerpo de Cristo” a “la Iglesia, la cual es su cuerpo”, dando a entender con esto que el partimiento del pan es la expresión central de comunión con este “un cuerpo”. Por lo tanto, no sólo no partimos el pan individualmente, sino que también expresamos la comunión con todo el cuerpo de Cristo, la Iglesia. Esta es una celebración colectiva en la que se manifiesta  una consideración o reconocimiento de todos los santos. Allí no hay lugar para actitudes de independencia o de permisividad en la recepción de personas que expresan estar en comunión con grupos que se reúnen siguiendo principios contrarios a la Palabra. Efectivamente, lo que resta de este capítulo nos enseña que los santos deben evitar toda comunión con aquello que, aun cuando pueda tener apariencia religiosa, no se sujeta al Señor Jesús.
Dios estimula al creyente para que en esta preciosa fiesta desee la comunión con todos los santos y pueda disfrutar también de todos los privilegios que emanan de la misma. Por lo tanto, es justo y piadoso que el creyente manifieste su deseo de expresar dicha comunión. El cristiano está plenamente satisfecho de gozar de la comunión a la que Dios mismo lo ha conducido. Al mismo tiempo, la asamblea tiene la responsabilidad de llegar al convencimiento de que esta persona es salva y camina en santidad, libre de toda relación con el mal. A fin de que todas las cosas aparezcan claras y abiertas se debe esperar un tiempo razonable, porque la comunión debe expresarse siempre sobre la base de la confianza mutua. Esta prudencia piadosa nunca ofenderá a un alma cuidadosa y mesurada porque, como ya hemos dado razones, es una precaución legítima. La celebración de la Pascua requería la purificación del mal, y esto no puede ser menos cierto de la Cena del Señor, que debiera exhibir la comunión de los santos en verdad y amor. Recordemos que el tema de la recepción debe ser resuelto por la asamblea, no solamente por algunos, sino por todos los que se reúnen como tal. Todos deben estar de acuerdo sobre la cuestión, y el que ha solicitado expresar la comunión debería mostrar buena disposición y ale-gría mientras espera que la asamblea lo reciba con plena satisfacción. Esta espera servirá para que ambas partes gocen de una total confianza en la decisión y para que luego todos juntos puedan gozar de la más pura y dulce comunión.
9.     La Cena del Señor
¿Quién podría medir esta bendita expresión? El Señor es quien la ha provisto. Él exhibió su santa y suprema autoridad y su más tierno amor al disponer la Cena, la última comida del día, mientras las sombras crecían aquella misma noche en que sería traicionado. Qué bendito consuelo fue para el Señor recibir el cariño de sus discípulos, compartir con ellos esta sencilla comida, mientras su alma estaba oprimida por la angustia de la muerte. La Cena no es nuestra, es Su Cena. Él es el Anfitrión, es el Señor, cuyos derechos de ejercer su autoridad son absolutos y es merecedor del más profundo respeto y obediencia. Tenemos el privilegio de reunirnos en Su nombre, por lo cual es Él quien debe ser supremamente honrado. Es Él quien invita y por cuya autoridad sus amados santos son admitidos en esta Cena. Además, al tiempo que el Señor dispone el orden de todas las cosas, su misma Persona es la que le confiere a esta Cena su más puro y bendito carácter.
En el mismo contexto en el que esta expresión aparece por única vez (1ª Corintios 11:20), observamos con tristeza que por la falta de orden allí existente fue necesaria la corrección apostólica. Algunos pensaban que podían hacer según bien les parecía, sin tener consideración alguna por los demás. Pero, ya que la Cena es del Señor, entonces debería haber un orden digno del Señor, un orden piadoso, una necesaria consideración por toda la asamblea y un esperar sólo en Dios. El Espíritu de Dios nos guía a sujetarnos al Señor y a elevar la adoración en su Nombre. Si sentimos en nuestras almas que el Señor está en medio de nosotros, ¿cómo podríamos contemplar al Señor allí en el medio y al mismo tiempo pensar que puede ser admitido el desorden? Alentémonos unos a otros para que podamos tener el gozo de crecer en el conocimiento de la bendita presencia del Señor como el anfitrión de su propia Cena. Exhortémonos también para que podamos conocer mejor el orden que Él mismo ha establecido y para que podamos darle a su Nombre el supremo honor.
La Cena también nos recuerda que pronto amanecerá un nuevo día, ya que anunciamos la muerte del Señor hasta que él venga (1ª Corintios 11:26). Teniendo en cuenta que el Señor está viniendo: ¿Po-dríamos descansar felices si nunca hemos partido el pan, desobedeciendo así su dulce mandato? ¿Tendríamos gozo si des-cuidáramos este hermoso memorial? Verdaderamente, ¿es nuestro mayor gozo el estar en la presencia del Señor?
Traducido por Ezequiel Marangone

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