domingo, 28 de agosto de 2011

Toma al perro por las orejas


 “El que pasando se deja llevar de la ira en pleito ajeno, es como el que toma al perro por las orejas.” Proverbios 26:17

            Sin duda, todos nosotros nos hemos encontrado alguna vez mezclados en disputas en las que no teníamos nada que ver; tomamos “al perro por las orejas” y fuimos mordidos. Pero el alcance de este sabio y prudente consejo sobrepasa, como en todos los Proverbios, los pequeños hechos de la vida diaria. Es un principio simple, pero importante, el cual debe regir nuestra actitud en relación a los conflictos que ocurren en este mundo caracterizado por la violencia. Nuestros corazones se sienten atraídos por ellos, trátese de asuntos locales, nacionales o internacionales, como si fuéramos de este mundo. No debemos olvidar que aquí sólo estamos de paso. Nuestro Señor Jesucristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo” (Gálatas 1:4). Debemos comportarnos como extranjeros y peregrinos. Nuestros verdaderos bienes se hallan en otra parte desde el momento en que nos convertimos en hijos de Dios. “Nuestra ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20).
            Nunca los creyentes han estado tan incitados a tomar parte en los asuntos terrenales como ahora. De acuerdo con la edad, el temperamento, la educación, el medio en que se vive y las influencias de nuestro entorno, uno puede inclinarse a un lado o a otro. Diferentes puntos de opinión que harán estallar disputas surgen entre los cristianos sinceros; conversaciones apasionadas tienen lugar en el seno de las familias, cuando no a las puertas de las reuniones. Y de esta manera, imprudentemente nos dejamos arrastrar por un “pleito” que no es el nuestro.
            “No tenemos lucha contra sangre y carne” (Efesios 6:12). Nuestro Maestro, el divino modelo, ¿acaso tomó partido en los conflictos que oponían a herodianos, saduceos, fariseos u otras sectas religiosas o partidos nacionales? Los juzgaba a todos con su sola presencia y sus palabras.
            Alguien objetará que el cristiano no puede permanecer indiferente delante del espectáculo de este mundo, ante sus sufrimientos e injusticias. Es verdad. No puede pactar con la violencia y el engaño, la iniquidad bajo todas sus formas. Pero tampoco debe extrañarse de verlos señorear en un mundo donde Satanás es el príncipe. La Palabra de Dios resume en una palabra “todo lo que hay en el mundo”: concupiscencia o codicia (1 Juan 2:16; 2 Pedro 1:4); todos los pleitos y las guerras tienen en el fondo la misma causa (véase Santiago 4:1).
            Confieso que existen consideraciones que conciernen a la libertad de culto o del testimonio cristiano. Pero, después de todo, hemos de admitir que “no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (Romanos 13:1). Su establecimiento o mantenimiento no es de nuestra incumbencia, salvo que debemos orar por aquellos que nos gobiernan. No deberíamos inquietarnos por la organización de este mundo, aun cuando tuviéramos que decir como los apóstoles: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:22). Dios no nos ha dejado aquí para que nos metamos en la organización de este mundo, sino para que “vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:12). Estamos aquí para mostrar los caracteres de Cristo, para manifestar su vida y ser luz en este mundo, para ser la sal de la tierra, y nada más; si faltamos en algo de esto, privamos al Señor de aquello que espera de nosotros. Somos llamados a amar, a perdonar, a hacer el bien, a ayudar a los débiles, a dar testimonio de un Cristo muerto, resucitado y glorificado, a esperarle, a interceder y a adorar. Debemos guardar y obedecer su Palabra, no renegar su Nombre, en resumen, hacerlo todo en el nombre del Señor. Todo esto es absolutamente independiente del estado social, intelectual o moral del mundo, como también de la condición particular en la cual Dios coloca a cada creyente. El esclavo de la antigüedad podía ponerlo en práctica como su amo, el obrero de hoy como también su jefe, el analfabeto como el sabio.
            El cristiano es un combatiente continuo; sus enemigos no descansan; son numerosos, potentes, sutiles. Así, pues, nuestra lucha es “contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12). Como Amalec, quieren impedirnos que sigamos el camino hacia la herencia celestial; como los cananeos, quieren evitar que disfrutemos de ella. Para luchar contra todo esto, no necesitamos armas carnales, sino las armas de Dios, “toda la armadura de Dios”. Tenemos que combatir “ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3) y que se halla amenazada por tantas falsas doctrinas. Es necesario luchar contra la mundanalidad, luchar para librar a las almas, en un santo combate para el Evangelio (Filipenses 1). Y no hablaremos de la lucha sin cuartel que hay en nosotros, entre el Espíritu y la carne. Hay que combatir, es necesario vencer. “Al que venciere…” dice el Señor. Es el combate de la fe.
            Jóvenes, a ustedes especialmente se les pide que combatan (1 Juan 2:13-14). Sean fuertes, sean hombres. “Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec” decía Moisés a Josué (Éxodo 17:9). No se trata de nuestras propias fuerzas, sino de la energía de la fe que vence al maligno por la Palabra de Dios (1 Juan 5:4). “Sois fuertes, y la Palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno” (2:14). Es lo común en la juventud, pero ésta debe tener cuidado con el estado de su corazón. Por eso la Palabra dice seguidamente: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo” (v. 15).
            Por lo tanto, cuando permanecemos al margen de las disputas terrenales, no se trata de insensibilidad o apatía, sino porque nosotros tenemos nuestro propio “pleito”, que es el de Cristo. Proseguir nuestro combate es el único medio para trabajar en favor de este mundo. Abraham luchaba por medio de la oración a favor de Sodoma, y lo hacía en la montaña, delante de Dios. Meternos en los combates de este mundo, aunque en ello hayan buenas intenciones, no sería otra cosa que desertar, para una causa ajena, del verdadero combate celestial. Sería rendirnos de nuestra posición cristiana. Sería desconocer el amor de Aquel que se entregó a sí mismo por nuestros pecados.

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