domingo, 28 de agosto de 2011

El Verdadero Discipulado





Apenas se puede leer el Nuevo Testamen­to sin notar que la figura de la guerra se usa a menudo para describir el programa de Cristo en la tierra. Hay una gran distancia entre el verdadero cristianismo y el entretenimiento burdo que llaman cristianismo en el día de hoy. No debe confundirse con la vida lujosa y la búsqueda del placer que son tan comunes actualmente. En vez de eso, se trata de una guerra a muerte, de un incesante conflicto con las fuerzas infernales. El discípulo que no ha comprendido que la guerra ha comenzado y que no puede volverse, no vale un grano de sal.
En la guerra debe haber unidad. No hay lugar para riñas, celos partidistas o para lealta­des divididas. Ninguna casa dividida contra sí misma puede prevalecer. Por lo tanto los sol­dados de Cristo deben ser unidos. El camino hacia la unidad pasa por la humildad. Esto lo enseña claramente Filipenses capítulo 2. Es imposible tener una rencilla con un hombre verdaderamente humilde. Se necesita dos per­sonas para que haya pelea. Sólo por orgullo viene la contención. Donde no hay orgullo no hay lugar para una disputa.
La guerra exige una vida austera y sacrifi­cial. En guerras de cualquier dimensión hay invariablemente un vasto sistema de raciona­miento. Ya es tiempo que los cristianos nos de­mos cuenta de que estamos en guerra y que los gastos deben ser suprimidos para que el máximo posible de nuestros recursos puedan ser invertidos en la lucha.
No muchos ven esto claramente como el joven discípulo llamado R.M. En 1960 era el presidente de los estudiantes de primer año de una Escuela Cristiana de enseñanza superior. Durante su mandato se propuso hacer un pre­supuesto, de los desembolsos de dinero para las acostumbradas fiestas, trajes y regalos de la clase. En vez de aprobar tales gastos que no contribuían directamente a la propagación del Evangelio, R.M. renunció a su cargo de presi­dente. El día en que anunció su renuncia cir­culó la siguiente carta entre sus compañeros de clase:

Estimados compañeros:
Como la cuestión de las fiestas, trajes y regalos ha sido presentada a la directiva para consideración, yo, como presidente de la clase he considerado la actitud del cristiano hacia tales asuntos:
Pienso que hallaríamos el mayor gozo en darnos nosotros mismos, nuestro dinero y nuestro tiempo enteramente a Cristo y a los demás, probando así la realidad de sus pala­bras: "El que pierde su vida por mi causa la hallará".
Que los cristianos gasten su dinero y su tiempo en cosas que no son un testimonio de­finido al inconverso o para la edificación de los hijos de Dios parece contradictorio al con­siderar que 7.000 personas mueren diaria­mente de hambre y que más de la mitad del mundo jamás ha oído acerca de la única espe­ranza del hombre.
Mucha más gloria daríamos a Dios ayu­dando a llevar el Evangelio al otro 60 por ciento del mundo que jamás han oído de Jesucristo o aún en nuestro propio vecindario que reuniéndonos en un club, limitando nues­tro roce social a aquellos que piensan como nosotros y gastando el dinero y el tiempo en nuestro propio placer.
Como estoy al tanto de las necesidades específicas y de oportunidades para usar el dinero con gran ventaja para la gloria de Dios y para ayudar a mi prójimo y en tierras lejanas me es imposible permitir que los fondos de la clase sean gastados innecesariamente en noso­tros mismos. Si yo fuera uno de aquellos que tienen esa necesidad tan grande como sé de muchos que la tienen, yo querría que los que tienen la posibilidad hicieran lo que pudieran para darme a conocer el Evangelio y para ayudarme en mis necesidades materiales.
"Como quisiereis que los hombres hagan con vosotros, así haced vosotros con ellos". "Y si alguno tuviere bienes de este mundo y viere a su hermano padecer necesidad, y cierra su corazón ¿cómo está el amor de Dios en él?
Por tanto, con amor y oración y para que ustedes puedan ver a Cristo dándolo todo (2 Cor. 8:9), presento mi renuncia al cargo de presidente de la clase '63.
Vuestro en Él, R.M.

La guerra exige sufrimiento. Si los jóve­nes de hoy están dispuestos a dar su vida por su país, cuanto más los cristianos deberían estar dispuestos a perder su vida por amor a Cristo y el Evangelio. Una fe que no cuesta nada no sirve para nada. Si el Señor Jesús significa algo para nosotros, él debería ser nuestro todo, y ninguna consideración acerca de seguridad personal o de prevención del su­frimiento nos de-tendría en nuestro servicio a El.
Cuando el Apóstol Pablo defendió su apostolado de los ataques de sus críticos de alma egoísta, no señaló su genealogía, ni su educación ni sus conquistas materiales. En vez de eso, enumeró sus sufrimientos por la causa del Señor Jesucristo (2 Cor. 11: 23-28).
Al presentar su noble desafío a Timoteo le exige: "Tu, pues, sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo" (2 Timoteo 2:3).
La guerra implica obediencia inmediata. Un verdadero soldado seguirá las instrucciones superiores sin preguntar y sin demorar. Es absurdo pensar que Cristo podría quedar satis­fecho con algo menos. Como Creador y Redentor, tiene todo el derecho de esperar de los que le siguen a la batalla una obediencia pronta y completa a sus órdenes.
La guerra exige pericia en el uso de las armas. Las armas del cristiano son la oración y la Palabra de Dios. Debe entregarse a la oración ferviente, fiel, y perseverante. Solamente así pueden ser derribadas las for­talezas del enemigo. También debe ser exper­to en el uso de la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios. El enemigo hará todo lo posible para hacerlo soltar la espada. Sugerirá dudas acerca de la inspiración de la Palabra de Dios, indicará supuestas contradicciones. Pre­sentará argumentos opuestos de la ciencia, la filosofía y la tradición humana. Pero el solda­do de Cristo debe estar bien firme probando la efectividad de su arma por el uso de ella a tiempo y fuera de tiempo.
Las armas guerreras del cristiano parecen ridículas al hombre del mundo. El plan que fue efectivo en Jericó podría ser ridiculizado por los jefes militares de hoy. El ejército insignificante de Gedeón podría evocar sola­mente el ridículo. Y ¿qué diremos de la hon­da de David, el aguijón para los bueyes de Samgar, y del miserable ejército de necios que Dios ha tenido a través de los siglos? La mente espiritual sabe que Dios no está de lado de los grandes batallones, sino que le place escoger lo pobre y lo débil y lo des­preciado de este mundo para glorificarse en ellos.
La guerra exige el conocimiento del enemigo y de sus tácticas. Es igual en la gue­rra cristiana. "Porque no tenemos lucha con­tra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celes­tes" (Efesios 6:12). Sabemos que Satanás mismo se disfraza como ángel de luz. Por tanto no es de extrañarse que sus ministros se disfracen de ministros de justicia, cuyo fin será conforme a sus obras (2 Corintios 11: 14-15). Un soldado cristiano bien prepara­do sabe que la oposición más amarga no vendrá del borracho, ni del ladrón vulgar, ni de la ramera sino más bien de los minis­tros de la religión profesante. Fueron los líderes religiosos los que persiguieron la iglesia primitiva. Pablo recibió los peores ataques de manos de quienes profesaban ser siervos de Dios. Y así ha sido a través de los años. Los ministros de Satanás se transforman en ministros de justicia. Hablan len-guaje religioso usan ropas religiosas, y actúan con delicada piedad, pero su corazón está lleno de odio por Cristo y por el Evangelio.
La guerra no admite distracciones. "Nin­guno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado" (2 Timoteo 2:4). El discípulo de Cristo aprende a ser intolerante con todo lo que se pueda interponer entre su alma y su entera devoción a su Señor Jesucristo. Es despiadado sin ser ofensivo; firme, sin ser des­cortés. Tiene una pasión y solamente una. To­do lo demás debe quedar bajo entera sujeción.
La guerra exige valentía frente al peligro. "Por tanto, tomada la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estad firmes. Estad, pues, firmes..." (Efesios 6:13,14). Algunos han indicado que la armadura del cristiano según la descripción de Efesios 6: 13-18 no hace provisión para la espalda y por lo tanto, no hace provisión para la huida. ¿Pero por qué huir? Si "somos más que vencedores por el que nos amó", si nadie puede estar contra nosotros y vencernos porque Dios es por noso­tros, si la victoria está asegurada aún antes que comencemos la lucha, ¿cómo podemos pen­sar en retroceder?

Que viva con los vencedores,
o perezca en la batalla,
he de luchar con los moradores
de las tinieblas donde Satán se halla.
Fuerte es el enemigo que avanza,
desnuda, oh Señor, está mi espada
para derribar su estandarte y lanza
por la virtud que a tu Palabra ha sido dada.

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