sábado, 14 de enero de 2012

EL LIBRO DEL PROFETA JONAS

Introducción.
El libro de Jonás no contiene profecía propiamente dicho, o más bien tan solo contiene una que no fue cumplida a causa del arrepentimiento de los habitantes de Nínive. Cien años más tarde, otro profeta, Nahúm, volvió a pronunciar el juicio, anteriormente suspendido, de esta gran ciudad, juicio que no fue ejecutado hasta el final de un siglo, aproximadamente. Por lo demás, no es en la sentencia sobre Nínive que se debe buscar la enseñanza principal del libro de Jonás. Lo que nos presenta, desde el principio hasta el fin, es la persona misma del profeta. Esta circunstancia, ligada al hecho notable de que el libro de Jonás nos habla de los cami­nos de Dios EN GRACIA hacia las naciones, le asigna un sitio único entre los profetas del Antiguo Testa­mento. En cuanto a Jonás, que es él mismo la profecía en acción. Es un hombre señal y también hombre tipo. Vemos en él, primero que todo, la imagen de su propio pueblo rechazado, hundido en la angustia, luego sa­liendo resucitado de las profundidades del abismo. Pero no es en sólo eso que se limita su historia. En la per­sona de Jonás, el testigo que se aleja de Dios, el profeta orgulloso, el pueblo culpable, el Residuo arrepentido, pasan sucesivamente y a menudo juntos ante nuestros ojos, atravesando la escena de las naciones; pero ade­más, un personaje misterioso, "uno más grande que Jonás", entra y sale de allí resucitado para la libe­ración del Pueblo de Dios. En fin, como punto culmi­nante de este maravilloso relato, encontramos una re­velación de Dios mismo; aprendemos a conocer Su Providencia, Su santidad, Su justicia en juicio, Su grande paciencia, Su gracia ilimitada, última palabra de todos Sus caminos hacia el hombre, hacia Israel y las naciones.
Lo que acabamos de decir explica nuestra división del tema en siete capítulos titulados: El Testigo — El Profeta — Las Naciones — El Pueblo de Israel — El Residuo — El Cristo — Dios.

Capítulo I: El Testigo.

      Entre el hombre pecador, venido a ser tal por la caída, y el hombre santo, venido a ser tal por la fe en el Salvador y en virtud de la redención, hay una dife­rencia inmensa.
        Adán inocente, y responsable, antes de la caída, de permanecer en la dependencia de Dios, todavía queda responsable después de haber perdido, por la caída, su inocencia y su dependencia, pero como pecador ha adquirido el conocimiento del bien y del mal, es decir una conciencia que le juzga. Esta conciencia le hace inexcusable y le condena. El conoce el bien y el mal, pero ¡ay!, ya no le queda más, como hombre peca­dor y responsable, que la incapacidad absoluta de hacer el bien y la voluntad de hacer el mal.
        Muy otro tal es el creyente, el hombre santo, el testigo de Dios en este mundo. Si bien tiene en él la carne, la naturaleza pecaminosa del primer Adán, por la fe ha recibido una naturaleza nueva, la vida divina, el Espíritu de Dios, poder de esta vida, y la capacidad de hacer el bien y de resistir al mal. Eso le hace, sin duda, doblemente responsable. Su conciencia le advierte del bien y del mal; tiene dos alternativas: obedecer a la dirección del Espíritu Santo y de la vida nueva que posee, u obedecer a la carne que está en él. Si es pues doblemente responsable, también es doblemente in­excusable de pecar, pues que el poder del Espíritu y del nuevo hombre está a su disposición, mil veces superior al de la carne y del viejo hombre.
        Las consecuencias del pecado son diferentes para el hombre pecador que anda en la carne, que para el creyente, si éste anda según la carne, siendo que posee el poder de andar según el Espíritu. El pecador no puede esperar más que la muerte y el juicio; el santo, si peca, encuentra el castigo o la disciplina de Dios que se ejerce para con él, para con todos los creyentes, para que no sean "condenados con el mundo" (1 Cor. 11:32).
        Tal era el caso de Jonás. Era un creyente, un santo; tenía la vida de Dios; estaba en relación con Dios; un testimonio le había sido confiado; pero, colocado ante el mandamiento de Jehová, se deja desviar de él por la voluntad de la carne que es enemistad, en contra de Dios. Aunque es creyente y testigo, no obra mejor que Adán engañado por Satanás; desobedece a un man­damiento formal de Dios. Su caso es, incluso, peor que aquel de Adán inocente, seducido por el diablo, puesto que, por la fe, posee su nueva naturaleza, capaz de escoger el bien y rechazar el mal y la seducción.
        Adán desobedece a Dios y tiene la audacia de dis­culparse de ello (Gén. 3:12); Jonás desobedece a Dios y se atreve a darle el motivo para ello (Jonás 4:2); pero ninguna excusa, ningún motivo son válidos ante Dios para desobedecerle; el motivo de un santo sién­dolo aun mucho menos que aquel del primer Adán; pues que, desde el principio de su vida espiritual, un santo posee la obediencia de fe por la cual es salvo (Romanos 1:5); y desde el primer paso de su carrera es santificado por el Espíritu Santo, para la obediencia de Jesucristo (1 Pedro 1:2), es decir para obedecer como El. Para Jonás como para Adán, la primera con­secuencia de la desobediencia es la misma. Adán huye de la presencia de Dios quien le busca, y se esconde detrás de los árboles del jardín; Jonás se levanta, para huir a Tarsis de ante la faz de Jehová (Cap. 1:3). ¿Cuál de estos actos es peor que el otro? Sin titubeo el segundo, pues que Jonás es un santo que tiene relaciones habituales e íntimas con Dios: huir de su mejor amigo, para sustraerse a la obligación de res­ponder a su deseo, ¡qué ultraje un acto parecido inflige a Aquel que nos ama! Pero, allí donde Adán, donde Jonás fracasaron, un hombre se mantiene y permanece de pie, un hombre que ni siquiera tenía necesidad de un mandamiento positivo para obedecer, aunque guar­daba también todos los mandamientos de su Padre (Juan 15:19), un hombre que prevenía Su voluntad, sin pedírselo Dios. Yo vengo, dice, para hacer tu vo­luntad (Heb. 10:7). Es todavía más que la obedien­cia; es una voluntad que se funde y se absorbe en la voluntad de otro, se identifica con ella, y se alimenta de ella: "Mi comida", dice, "es hacer la voluntad de aquel que me envió, y acabar su obra" (Juan 4: 34).
La segunda consecuencia de la desobediencia de Adán no se hace esperar. De buena o de mala gana, él tiene que parecer, en su desnudez, ante la faz de Aquel de quien huía, y oír pronunciar Su decreto. Este es irrevocable, pero a pesar de todo, la gracia puede remediarlo. Adán comparece delante de Dios antes que la sentencia sea ejecutada, y eso le salva. Encuentra recursos en Dios quien tiene vestidos de justicia para él y su mujer. Jonás, por su huida, atrae sobre sí un castigo infinitamente más penoso que aquel del primer Adán. Es preciso que los hijos de Dios se acuerden de este hecho, que lo pesen y lo mediten. Sigamos pues un instante a este hombre de Dios en su viaje a Tarsis, donde hace unas experiencias harto crueles. Le vemos aquí cuando "pagó pues el pasaje" (Cap. 1:3), cumpliendo con sus deberes para con los hombres, cuan­ do faltó en su primer deber ante Dios. Notemos que el cumplimiento de esos deberes tiene por resultado de au­mentar aún más la distancia que separa a Jonás de Jehová. A menudo es así: se "paga el pasaje", al estar animado por un espíritu de rebeldía; y al cumplir con ciertas obligaciones, se esconde uno a sí mismo una obligación bien superior, la de obedecer a Dios. Uno obedece a deberes de familia y de sociedad, de ciudad y de na­ción, siendo éstos muy respetables por lo demás, uno paga sus deudas, y uno desobedece la orden formal de Dios. Ahora bien, esta orden es de rendirle testi­monio. Jonás era llamado a ser el testimonio de Dios ante el mundo. Un testimonio para Cristo es en efecto lo que Dios busca en medio de un mundo de pecado y de alejamiento de El, de un mundo que corre hacia el juicio. Ese es uno de los puntos importantes del libro de Jonás. El mundo es condenado, pero, antes de la ejecución de la sentencia, Dios quiere que los suyos rindan testimonio a Su justicia, para que se produzca el arrepentimiento en los corazones, y que El pueda obrar en gracia.
        En tiempos remotos había confiado este testimonio a Israel, Su pueblo; éste habiendo desobedecido en ello, Dios lo coloca entre las manos de la iglesia. La iglesia abandona la verdad y viene a ser la cristian­dad apóstata, tema que, además, el Antiguo Testamento no trata. Por fin un residuo judío se vuelve en fiel testigo futuro de Jehová para las naciones, lo que, en el pasado, ni el pueblo, ni sus conductores jamás habían sabido ser. El libro de Jonás nos entretiene sobre este residuo, de manera misteriosa, como lo veremos más tarde.
        Pero volvamos a Jonás, como representando a los santos, testigos de Dios en este mundo. Para que no se consuma su desobediencia en el juicio final, como la de un hombre pecador, hace falta que sea detenido en ese camino que le aleja cada vez más de Dios. La Palabra nos dice: "Pero Jehová envió al mar un viento recio, con lo que se levantó una gran tempestad en el mar; de suerte que la nave estaba a pique de naufragar". Todavía no es más que el principio del cas­tigo de Dios sobre su servidor, pero este castigo inau­gura, como lo veremos más tarde, Sus caminos de gracia hacia las naciones. Ahora bien, durante el temporal, Jonás, acostado en el fondo del navío "dormía profun­damente" (Cap. 1:5).
        A menudo las circunstancias más amenazadoras no alcanzan la conciencia de los hijos de Dios. Ni la tor­menta, ni la angustia de los marineros, impresionan a Jonás. No se da cuenta de que atraviesa personal­mente el juicio de Dios a quien ha ofendido, y no está lleno de temor. Es la indiferencia de una conciencia dormida. Tratándose del hombre pecador y su estado moral, siempre duerme. Hijo de las tinieblas y de la noche, duerme (1 Ts. 5:4, 7); pero, que duerma un Jonás, un hijo de luz, harto más grave es, y el caso ¡ay, cuán frecuente es! Los discípulos dormían ante los sufrimientos de su Salvador en Getsemaní; dor­mían ante su gloria sobre la santa montaña; el discípulo Jonás duerme ante el juicio que cae sobre el mundo, sin decirse que este juicio va destinado a él mismo.
        Muy a menudo, desde que una guerra atroz hace estragos entre las naciones, nos hemos preguntado si los santos se despertarían al pensamiento de que esta tem­pestad les va dirigida muy especialmente en primer lugar a ellos. Sin duda, Dios quien es rico en recursos se sirve, como lo veremos, de una calamidad para al­canzar otros fines y cumplir otros designios, pero no olvidemos que, en el caso de Jonás, el primer propósito era de hablar a la conciencia del siervo de Dios.
        A menudo, para vergüenza y confusión nuestra, es preciso que sea el mundo quien nos despierte: "¿Qué haces aquí, oh dormilón? ¡Levántate y clama a tu Dios, por si acaso piense Dios en nosotros, de modo que no perezcamos!" dice el piloto (Cap. 1:6). Vosotros, servidores de Dios, dice, no pensáis en los que pere­cen; ¿estáis pues entumecidos en vuestro egoísmo? Nosotros, trabajamos, nos esforzamos, sacrificamos nuestro haber; todo nuestro cargamento se hunde en esta tormenta. ¿Qué hacéis vosotros? ¿Oráis vosotros, suplicáis vosotros a vuestro Dios? Nosotros, ¡por lo menos, clamamos cada uno a su Dios! ¿No es verdad que el mundo bien a menudo tiene el derecho de apos­trofar así a los hijos de Dios, porque no han com­prendido que este juicio está sobre ellos?
        Dios busca a Jonás, el testigo, tal como buscaba antes de Adán, el pecador. El "piloto" es la voz de Dios que decía antiguamente a Adán "¿Dónde es­tás?" Pero aquí, primera humillación para Jonás, el mundo es el instrumento por el cual Dios le recuerda que es perdido. Jehová contestó por las suertes que echaron a estos seres ignorantes pero sinceros, sin conocimiento del Dios al cual se dirigen, y El les reveló que Su trato estaba para con Su testigo. Segunda humi­llación para Jonás: él, judío, no recibe ninguna comuni­cación directa de Dios. Mucho más, última humillación, es otra vez el mundo que dice a Jonás: "¿Por qué has he­cho esto?" (Cap. 1:10). Antaño Dios mismo había dicho a Eva: "¿Qué es esto que has hecho?" (Gé. 3:13). ¡El mundo viene a ser ahora el juez de los actos de un testigo de Jehová! ¡Cómo! ¡Confiesas tú mismo que temes "a Jehová, el Dios del cielo, el cual hizo el mar y la tierra seca" (Cap. 1:9), y huías de delante de El!; ¡Locura culpable! ¡La conciencia de esos paganos es más recta, menos dormida, que la de Jonás! Pero por fin se alcanza este último. Jonás reconoce la plena justicia de Dios: "Alzadme y echadme a la mar" (Cap. 1:12). El sabe que merece ser echado al abismo y lo declara. Habrá liberación para vosotros, dice a los marineros, pero yo he merecido perder la vida. Recibe, como Adán, la sentencia de muerte, pero, para Jonás, ésta se ejecuta en el momento mismo. Así va de nosotros. "Soy muerto", "Me tengo por muerto", "Soy crucificado con Cristo". Si, mi juicio es justo y doy testimonio de ello, ¡pero encuentro a Cristo en el fondo de las aguas, identificándose con­migo en el juicio, para librarme!
        Dios interviene, en efecto, y ¿cómo no lo haría? Otro, parecido a Jonás, tomó su sitio en las entrañas del pez. Es allí que, bajo la disciplina y en lo profundo de la aflicción, el testigo culpable vuelve a encontrar la de­pendencia que tan locamente había perdido: Ora (Cap. 2:2). Nunca hubiérase atrevido desobedecer, si, por la oración, hubiese quedado en la dependencia. El aban­dono de la dependencia había perdido el primer Adán; aquí, el testigo de Dios debe volver a aprenderla como cosa completamente nueva. A esta restauración, Dios tan solo puede responder por la liberación. Jonás reconoce que esta bendición es debida únicamente a la gracia de Dios: "¡La salvación pertenece a Jehová!" (Cap. 2:9). Es de ella que habla Eliú en el libro de Job: "Luego éste cantará entre los hombres, y dirá: Yo había pecado, y había pervertido lo recto; pero a mí no me fue recompensado así; antes, él ha redimido mi alma, para que no pasase al hoyo; y mi vida ve ya la luz" (Job 33:27-28). Tal es pues el fruto de la disciplina para el testigo del Señor: Juicio completo de sí mismo, conocimiento más profundo de la gracia. En adelante Jonás ya no huirá más para escapar a Jehová.

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