domingo, 28 de diciembre de 2025

El monte de la Comisión: Cristo el gran mandatario

 Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén. Mateo 28.18 al 20


“Ni en este monte, ni en Jerusalén”

Al final de cada evangelio el Señor hace referencia a la evangelización. Antes de ausentarse El dejó a los suyos la grandiosa obra de llevar el mensaje a todo el mundo. No hay sucesión apostólica, pero Cristo sí cuenta con una sucesión de testigos fieles. “Dios entierra a sus siervos, pero sigue con su obra”. Por ejemplo, leemos al comienzo del libro de Josué que Jehová habló a Josué diciendo: “Mi siervo Moisés ha muerto; ahora, pues, levántate”.

El escritor inspirado, Mateo, tenía por delante la nación judaica y él desarrolla el tema del Rey de los judíos. Sin embargo, la gracia de Dios desconoce frontera racial, y se ven excepciones notables. Por ejemplo, observamos que en la genealogía de Jesús figuran tres mujeres gentiles y dos judías. De las primeras, una no se nombra, por cuanto fue infiel a su marido y su nombre está en deshonra.

En el capítulo 2 leemos de como Dios tuvo que traer del oriente algunos magos con sus tesoros, ya que la nación judaica no tenía nada que presentar a su Mesías. Aun los pastores, habiendo sido avisados por ángeles que “os ha nacido” nadie menos que Cristo el Señor, se presentaron con las manos vacías, sin siquiera un corderito que ofrecer.

La gran comisión

Este evangelio termina con nuestro Señor escogiendo un monte en “Galilea de los gentiles” para reunir a sus once discípulos y encargarles la sagrada comisión que sería de importancia universal. Siendo éste el evangelio del Rey, sus discípulos saldrían como embajadores en nombre de Cristo a todas las naciones; 2 Corintios 5.20. Las naciones se las ven aquí como rebeldes y en las filas de Satanás; su necesidad es la de reconciliarse y entrar en las filas de nuestro Señor Jesucristo.

Es por la predicación de Cristo crucificado y la recepción por la fe que se efectúa la gran obra: “A vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él”, Colosenses 1.21,22.

En el Evangelio según San Marcos, el hombre es visto como un perdido. Por tanto, en la gran comisión en Marcos el mensaje es: “El que creyere y fuere bautizado será salvo”. Pasando a Lucas, la voluntad del Señor fue que predicasen en su nombre “el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén”, Lucas 24.47. El Evangelio según Juan destaca que el hombre está “muerto”, y para el tal el mensaje en el mismo Juan es que fue escrito “para que creyendo tengáis vida en su nombre”, Juan 20.31.

Obediencia en el bautismo

Hechos discípulos de Cristo, nos corresponde el bautismo por inmersión en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Es de notar que el texto no dice “en los nombres”. Es uno en tres y tres en uno. La preposición en abarca el ser incorporado, o sea, ser unido en un vínculo inseparable con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En este acto solemne, el creyente confiesa públicamente esta realidad maravillosa.

En Romanos capítulo 6 encontramos la doctrina del bautismo. Estamos muertos al pecado, dice el versículo 2, y sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo. El bautismo es un simulacro de la muerte; estamos muertos en cuanto al pecado y sepultados en cuanto al mundo. Pero, como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andamos en vida nueva. Este es el lado positivo del bautismo. El apóstol Pablo anhelaba tener “el poder de su resurrección” — el de Cristo — que resultó en una vida tan dinámica.

El bautismo cristiano no es meramente una ceremonia que hay que cumplir. Es el recuerdo inolvidable del compromiso que hemos contraído con el Señor de estar separados del mundo y de la carne.

Obediencia en la asamblea

Además, el Señor dijo: “... enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado”. En el capítulo 16 de este mismo evangelio, Él comunica a sus discípulos la verdad de la iglesia en su aspecto universal, siendo ésta una obra indestructible; 16.18,19. En el capítulo 18, versículo 20, El indica lo que constituye una iglesia local: dos o tres congregados en su nombre, y El en medio de ellos. Diez días después de su ascensión al cielo, tres mil almas fueron convertidas en el día de Pentecostés bajo la fiel predicación de los apóstoles y en la presencia del Espíritu Santo. Fueron bautizados y recibidos en la comunión. De allí la nueva asamblea iba perseverando, y, a pesar de la persecución, hubo alegría en el Señor y crecimiento cada día.

Es un privilegio grande pertenecer a una asamblea, pero trae su correspondiente responsabilidad. Pablo escribió a Timoteo de saber cómo debería conducirse en la casa del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad, 1 Timoteo 3.15.

Cada asamblea plantada en comunión con el Espíritu Santo y de acuerdo con la Palabra de Dios, procura dirigirse por la doctrina apostólica y es conocida como congregada en el nombre del Señor Jesucristo. Nombre aquí abarca la autoridad suprema de Cristo en su iglesia, la cual cuenta en su operación con pastores, maestros y evangelistas, y siempre hay una pluralidad en los oficios. Reconocemos que una congregación puede ir en decadencia numérica hasta que, a veces, la carga cae mayormente sobre los hombros de un solo individuo, pero él no se llama el pastor ni acepta salario por su ministerio.

Obediencia en la cena

Otro privilegio importante que se incluye en el mandato del Señor es la cena suya. El mismo la instituyó, diciendo: “Haced esto en memoria de mí”. Tenemos ejemplo apostólico para celebrar esta cena cada primer día de la semana, y no en cualquier día ni cualquier lugar. En Hechos 20.6,7 Pablo y sus compañeros están de viaje, navegando hacia Jerusalén, pero tocan puerto en Troas precisamente para celebrar la cena con los santos en esa ciudad. Pablo era apóstol, pero no usó su autoridad para cambiar la fecha y así economizar tiempo. No, él esperó y se sometió a que fuese en el primer día de la semana, el día de la resurrección de nuestro Señor. Es el día más importante para los cristianos y lleva el nombre del Señor.

Escribiendo a la iglesia en Corinto, este mismo apóstol hace referencia al primer día de la semana, haciendo saber que es la ocasión cuando conviene a los creyentes apartar su ofrenda material para el Señor. “Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado”. 1 Corintios 16.2. Por esta razón es ocasión propicia para efectuar esta ofrenda después de la cena, como un acto de adoración.

Obediencia en la evangelización

Cuando nuestro Señor estaba para subir al cielo, teniendo a sus once discípulos consigo, les encargó, como si fuera, su último deseo: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra”, Hechos 1.8.

Después de la formación de la asamblea en Jerusalén, la obra creció hasta que el número de los varones alcanzó a cinco mil; Hechos 4.4. Pensaríamos que “los once”, contando con esta gran multitud, se dedicarían seriamente al cumplimiento de la comisión de su Señor, comenzando con la proclamación del mensaje en Judea y Samaria.

Según Hechos 9.31, los apóstoles habían visto almas convertidas y asambleas formadas en Judea, pero nada leemos en cuanto a Samaria hasta que Felipe, lleno de fervor, salió en una obra misionera. Él había sido uno de los escogidos para reemplazar a los apóstoles en “servir mesas”, para que éstos pudieran emplear todo su tiempo en la parte espiritual de la obra.

Estando solo, Felipe dio principio a la obra samaritana, cansado por el camino y con sed. El Señor bendijo grandemente los esfuerzos de su siervo fiel. Al saber del gran movimiento, Pedro y Juan hicieron bien en visitarle. Muchos fueron convertidos y bautizados, y los nuevos creyentes fueron confirmados en la fe, inclusive una vez que los apóstoles hubiesen regresado a Jerusalén.

En Hechos 8.26 encontramos el relato de la conversión del tesorero de la reina de Etiopía. No fue uno de los once quien fue escogido por Dios para evangelizar en este caso, sino el mismo Felipe. Su nombre significa amador de caballos, pero para él no hubo caballo en un viaje forzado por el desierto; para alcanzar a quien viajaba en carro lujoso tirado por caballos, hacía falta un hombre que sabía correr.

El tesorero extranjero era hombre de categoría. Había conseguido un ejemplar de la profecía de Isaías — en hebreo, por cierto — y al presentarse Felipe este hombre estaba leyendo el capítulo 53. El evangelista se presentó oportunamente, pues el etíope tenía problemas con los versículos 7 y 8. Preguntó: “¿De quién dice el profeta esto; de sí mismo, o de algún otro?” Felipe se encontró preparado, y le contestó con un solo tema: “Le anunció el evangelio de Jesús”.

El dio en el clavo como si fuera, y la palabra se registró en un corazón preparado por el Espíritu de Dios. Llegaron a un estanque de agua en el camino, y dijo el viajero: “Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?” Felipe respondió: “Si crees de todo corazón, bien puedes”. Y la respuesta: “Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios”. Entonces, descendieron ambos al agua y Felipe le bautizó. ¡Qué triunfo para el evangelio fue aquel trofeo de la gracia divina! Sin duda ese hombre regresó a su tierra para ser una luz brillante en medio de las tinieblas.

“¿A quién enviaré?”

Pero hemos pensado que fue una lástima que aparentemente no hubo creyentes en Jerusalén encomendados a entrar en aquella puerta abierta para el evangelio en Etiopía, contando ya con aquel funcionario convertido y capaz de facilitarles modos de establecer cultos de predicación. No debemos criticar, sino confesar que nosotros también hemos dejado pasar oportunidades de entrar con el evangelio en puertas abiertas. Al contrario, a veces el gran adversario, el diablo, ha podido enviar a sus seguidores para difundir el error: “Mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo”, Mateo 13.25.

En Hechos 11 está conservada la historia interesante del principio de la obra en Antioquía. Dios utilizó la gran persecución en Jerusalén para redundar a su gloria, pues muchos hermanos y hermanas se vieron obligados a salir huyendo de sus enemigos. A medida que viajaban, ellos propagaban el evangelio en lugares no evangelizados. Los que eran de la raza judaica sólo hablaban la Palabra a sus paisanos, mientras que los de la raza “griega”, prosélitos a la religión judía pero ahora convertidos al Señor, la difundieron a los gentiles.

La mano del Señor estaba con ellos; gran número oyó, creyó y se convirtió al Señor. Noticias de esta obra llegaron a Jerusalén, de donde fue comisionado Bernabé para viajar a Antioquía. Al ver la gracia de Dios en los creyentes, él se regocijó, “y exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor”, 11.22 al 25.

Nos extraña que los apóstoles aparentemente estaban dejando pasar el tiempo sin movilizarse, ya que ellos habían recibido directamente del Señor la gran comisión de llevar el evangelio “hasta lo último de la tierra”. Si hubieran sabido que dentro de pocos años los ejércitos de la Roma imperial destruirían a Jerusalén, acabando con la iglesia en esa ciudad y sus actividades evangelísticas, sin duda ellos se hubieran esforzado en cumplir con la gran comisión.

Es una voz a nosotros. Somos más responsables que ellos, porque la última palabra de nuestro Señor desde el trono en el cielo es: “Ciertamente vengo en breve”. La contesta es: “Amén: sí, ven, Señor Jesús”. ¿Pero cómo nos encontrará el Señor? ¿Ocupados en su servicio y procurando glorificarle según sea nuestra capacidad, o como las cinco vírgenes prudentes que estaban dormidas al igual que las fatuas?

Tal fue la preocupación de nuestro Señor Jesucristo, ante la triste condición de tantos que estaban en las tinieblas y sombra de muerte, que El operó maravillosamente en la vida de Saulo de Tarso. Le salvó expresamente para que fuera vaso escogido para cumplir lo que otros apóstoles no habían hecho, y fue designado el apóstol a los gentiles. Por un solo hombre, y de los más humildes, el Señor podría revolucionar la obra misionera. Verdaderamente, la vida de Pablo es una inspiración a todo joven que tenga ejercicio en dedicar su vida a la obra del Señor. “Mirad los campos”, es el mensaje, “porque ya están blancos para la siega”, Juan 4.35.

El ausente que está presente

Este hermoso evangelio según Mateo termina con una nota mayor: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. La Versión Moderna lo traduce, “hasta la consumación del siglo”, o sea, la culminación de los propósitos de Dios en Cristo.

En el 1.23 hay una cita profética de Isaías 7.14 acerca del nacimiento virginal del Señor, la cual termina con estas palabras: “Llamarás su nombre Emanuel, que traducido es Dios con nosotros”. La promesa suya, “Estaré con vosotros”, ha infundido confianza, consuelo y coraje en sus fieles discípulos en todos los siglos desde ese momento hasta el presente. Ha dado valor a los mártires, aun tirados a los leones para quedar de ellos sólo los huesos, o quemados vivos hasta ser reducidos a cenizas. Lo que les ha sostenido en las pruebas más agudas ha sido esta preciosa afirmación de nuestro Señor.

En el tiempo de Daniel, cuando el rey Nabucodonosor levantó su enorme estatua de oro, hubo tres valientes jóvenes judíos que rehusaron obedecer su mandato de adorar la imagen. El rey, lleno de ira, mandó a echarles en un horno de fuego, calentado éste siete veces. Sus soldados murieron en el acto de lanzar los tres al fuego, tan calientes eran las llamas, pero el rey se asombró al ver “cuatro varones sueltos, que se pasean en medio del fuego sin sufrir ningún daño; y el aspecto del cuarto es semejante a hijo de los dioses”, 3.25.

¡Gracias al Señor! Su promesa de estar con los suyos es vigente todavía, y El la confirma al decir, “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguien me sirviere, mi Padre le honrará”, Juan 12.26.

Ved los millones que entre las tinieblas yacen perdidos, sin un Salvador. ¿Quién, quién irá las nuevas proclamando, que por Jesús Dios salva al pecador?

Santiago Saword

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