Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén. Mateo 28.18 al 20
“Ni en este monte, ni en Jerusalén”
Al final de cada evangelio el Señor
hace referencia a la evangelización. Antes de ausentarse El dejó a los suyos la
grandiosa obra de llevar el mensaje a todo el mundo. No hay sucesión apostólica,
pero Cristo sí cuenta con una sucesión de testigos fieles. “Dios entierra a sus
siervos, pero sigue con su obra”. Por ejemplo, leemos al comienzo del libro de
Josué que Jehová habló a Josué diciendo: “Mi siervo Moisés ha muerto; ahora,
pues, levántate”.
El escritor inspirado,
Mateo, tenía por delante la nación judaica y él desarrolla el tema del Rey de
los judíos. Sin embargo, la gracia de Dios desconoce frontera racial, y se ven
excepciones notables. Por ejemplo, observamos que en la genealogía de Jesús
figuran tres mujeres gentiles y dos judías. De las primeras, una no se nombra,
por cuanto fue infiel a su marido y su nombre está en deshonra.
En el capítulo 2 leemos de como Dios
tuvo que traer del oriente algunos magos con sus tesoros, ya que la nación
judaica no tenía nada que presentar a su Mesías. Aun los pastores, habiendo
sido avisados por ángeles que “os ha nacido” nadie menos que Cristo el Señor,
se presentaron con las manos vacías, sin siquiera un corderito que ofrecer.
La
gran comisión
Este evangelio termina con nuestro
Señor escogiendo un monte en “Galilea de los gentiles” para reunir a sus once
discípulos y encargarles la sagrada comisión que sería de importancia
universal. Siendo éste el evangelio del Rey, sus discípulos saldrían como
embajadores en nombre de Cristo a todas las naciones; 2 Corintios 5.20. Las
naciones se las ven aquí como rebeldes y en las filas de Satanás; su necesidad
es la de reconciliarse y entrar en las filas de nuestro Señor Jesucristo.
Es por la predicación
de Cristo crucificado y la recepción por la fe que se efectúa la gran obra: “A
vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra
mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por
medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles
delante de él”, Colosenses 1.21,22.
En el Evangelio según San Marcos, el
hombre es visto como un perdido. Por tanto, en la gran comisión en Marcos el
mensaje es: “El que creyere y fuere bautizado será salvo”. Pasando a Lucas, la
voluntad del Señor fue que predicasen en su nombre “el arrepentimiento y el
perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén”, Lucas
24.47. El Evangelio según Juan destaca que el hombre está “muerto”, y para el
tal el mensaje en el mismo Juan es que fue escrito “para que creyendo tengáis
vida en su nombre”, Juan 20.31.
Obediencia
en el bautismo
Hechos discípulos de Cristo, nos
corresponde el bautismo por inmersión en el nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo. Es de notar que el texto no dice “en los nombres”. Es uno en
tres y tres en uno. La preposición en abarca el ser incorporado, o sea, ser
unido en un vínculo inseparable con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En
este acto solemne, el creyente confiesa públicamente esta realidad maravillosa.
En Romanos capítulo 6
encontramos la doctrina del bautismo. Estamos muertos al pecado, dice el
versículo 2, y sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo. El
bautismo es un simulacro de la muerte; estamos muertos en cuanto al pecado y
sepultados en cuanto al mundo. Pero, como Cristo resucitó de los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros andamos en vida nueva. Este es el lado
positivo del bautismo. El apóstol Pablo anhelaba tener “el poder de su
resurrección” — el de Cristo — que resultó en una vida tan dinámica.
El bautismo cristiano no es meramente
una ceremonia que hay que cumplir. Es el recuerdo inolvidable del compromiso
que hemos contraído con el Señor de estar separados del mundo y de la carne.
Obediencia
en la asamblea
Además, el Señor dijo: “...
enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado”. En el capítulo 16
de este mismo evangelio, Él comunica a sus discípulos la verdad de la iglesia
en su aspecto universal, siendo ésta una obra indestructible; 16.18,19. En el
capítulo 18, versículo 20, El indica lo que constituye una iglesia local: dos o
tres congregados en su nombre, y El en medio de ellos. Diez días después de su
ascensión al cielo, tres mil almas fueron convertidas en el día de Pentecostés
bajo la fiel predicación de los apóstoles y en la presencia del Espíritu Santo.
Fueron bautizados y recibidos en la comunión. De allí la nueva asamblea iba
perseverando, y, a pesar de la persecución, hubo alegría en el Señor y
crecimiento cada día.
Es un privilegio
grande pertenecer a una asamblea, pero trae su correspondiente responsabilidad.
Pablo escribió a Timoteo de saber cómo debería conducirse en la casa del Dios
viviente, columna y baluarte de la verdad, 1 Timoteo 3.15.
Cada asamblea plantada en comunión con
el Espíritu Santo y de acuerdo con la Palabra de Dios, procura dirigirse por la
doctrina apostólica y es conocida como congregada en el nombre del Señor Jesucristo.
Nombre aquí abarca la autoridad
suprema de Cristo en su iglesia, la cual cuenta en su operación con pastores,
maestros y evangelistas, y siempre hay una pluralidad en los oficios.
Reconocemos que una congregación puede ir en decadencia numérica hasta que, a
veces, la carga cae mayormente sobre los hombros de un solo individuo, pero él
no se llama el pastor ni acepta salario por su ministerio.
Obediencia en la cena
Otro
privilegio importante que se incluye en el mandato del Señor es la cena suya.
El mismo la instituyó, diciendo: “Haced esto en memoria de mí”. Tenemos ejemplo
apostólico para celebrar esta cena cada primer día de la semana, y no en
cualquier día ni cualquier lugar. En Hechos 20.6,7 Pablo y sus compañeros están
de viaje, navegando hacia Jerusalén, pero tocan puerto en Troas precisamente
para celebrar la cena con los santos en esa ciudad. Pablo era apóstol, pero no
usó su autoridad para cambiar la fecha y así economizar tiempo. No, él esperó y
se sometió a que fuese en el primer día de la semana, el día de la resurrección
de nuestro Señor. Es el día más importante para los cristianos y lleva el
nombre del Señor.
Escribiendo a la
iglesia en Corinto, este mismo apóstol hace referencia al primer día de la
semana, haciendo saber que es la ocasión cuando conviene a los creyentes
apartar su ofrenda material para el Señor. “Cada primer día de la semana, cada
uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado”. 1 Corintios 16.2.
Por esta razón es ocasión propicia para efectuar esta ofrenda después de la
cena, como un acto de adoración.
Obediencia
en la evangelización
Cuando nuestro Señor estaba para subir
al cielo, teniendo a sus once discípulos consigo, les encargó, como si fuera,
su último deseo: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el
Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y
hasta lo último de la tierra”, Hechos 1.8.
Después de la
formación de la asamblea en Jerusalén, la obra creció hasta que el número de
los varones alcanzó a cinco mil; Hechos 4.4. Pensaríamos que “los once”,
contando con esta gran multitud, se dedicarían seriamente al cumplimiento de la
comisión de su Señor, comenzando con la proclamación del mensaje en Judea y
Samaria.
Según Hechos 9.31, los
apóstoles habían visto almas convertidas y asambleas formadas en Judea, pero
nada leemos en cuanto a Samaria hasta que Felipe, lleno de fervor, salió en una
obra misionera. Él había sido uno de los escogidos para reemplazar a los
apóstoles en “servir mesas”, para que éstos pudieran emplear todo su tiempo en
la parte espiritual de la obra.
Estando solo, Felipe
dio principio a la obra samaritana, cansado por el camino y con sed. El Señor
bendijo grandemente los esfuerzos de su siervo fiel. Al saber del gran
movimiento, Pedro y Juan hicieron bien en visitarle. Muchos fueron convertidos
y bautizados, y los nuevos creyentes fueron confirmados en la fe, inclusive una
vez que los apóstoles hubiesen regresado a Jerusalén.
En Hechos 8.26
encontramos el relato de la conversión del tesorero de la reina de Etiopía. No
fue uno de los once quien fue escogido por Dios para evangelizar en este caso,
sino el mismo Felipe. Su nombre significa amador
de caballos, pero para él no hubo caballo en un viaje forzado por el
desierto; para alcanzar a quien viajaba en carro lujoso tirado por caballos,
hacía falta un hombre que sabía correr.
El tesorero extranjero
era hombre de categoría. Había conseguido un ejemplar de la profecía de Isaías
— en hebreo, por cierto — y al presentarse Felipe este hombre estaba leyendo el
capítulo 53. El evangelista se presentó oportunamente, pues el etíope tenía
problemas con los versículos 7 y 8. Preguntó: “¿De quién dice el profeta esto;
de sí mismo, o de algún otro?” Felipe se encontró preparado, y le contestó con
un solo tema: “Le anunció el evangelio de Jesús”.
El dio en el clavo como si fuera, y la
palabra se registró en un corazón preparado por el Espíritu de Dios. Llegaron a
un estanque de agua en el camino, y dijo el viajero: “Aquí hay agua; ¿qué
impide que yo sea bautizado?” Felipe respondió: “Si crees de todo corazón, bien
puedes”. Y la respuesta: “Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios”. Entonces,
descendieron ambos al agua y Felipe le bautizó. ¡Qué triunfo para el evangelio
fue aquel trofeo de la gracia divina! Sin duda ese hombre regresó a su tierra para
ser una luz brillante en medio de las tinieblas.
“¿A
quién enviaré?”
Pero hemos pensado que fue una lástima
que aparentemente no hubo creyentes en Jerusalén encomendados a entrar en
aquella puerta abierta para el evangelio en Etiopía, contando ya con aquel
funcionario convertido y capaz de facilitarles modos de establecer cultos de
predicación. No debemos criticar, sino confesar que nosotros también hemos
dejado pasar oportunidades de entrar con el evangelio en puertas abiertas. Al
contrario, a veces el gran adversario, el diablo, ha podido enviar a sus
seguidores para difundir el error: “Mientras dormían los hombres, vino su
enemigo y sembró cizaña entre el trigo”, Mateo 13.25.
En Hechos 11 está
conservada la historia interesante del principio de la obra en Antioquía. Dios
utilizó la gran persecución en Jerusalén para redundar a su gloria, pues muchos
hermanos y hermanas se vieron obligados a salir huyendo de sus enemigos. A medida
que viajaban, ellos propagaban el evangelio en lugares no evangelizados. Los
que eran de la raza judaica sólo hablaban la Palabra a sus paisanos, mientras
que los de la raza “griega”, prosélitos a la religión judía pero ahora
convertidos al Señor, la difundieron a los gentiles.
La mano del Señor estaba con ellos;
gran número oyó, creyó y se convirtió al Señor. Noticias de esta obra llegaron
a Jerusalén, de donde fue comisionado Bernabé para viajar a Antioquía. Al ver
la gracia de Dios en los creyentes, él se regocijó, “y exhortó a todos a que
con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor”, 11.22 al 25.
Nos extraña que los
apóstoles aparentemente estaban dejando pasar el tiempo sin movilizarse, ya que
ellos habían recibido directamente del Señor la gran comisión de llevar el
evangelio “hasta lo último de la tierra”. Si hubieran sabido que dentro de pocos
años los ejércitos de la Roma imperial destruirían a Jerusalén, acabando con la
iglesia en esa ciudad y sus actividades evangelísticas, sin duda ellos se
hubieran esforzado en cumplir con la gran comisión.
Es una voz a nosotros.
Somos más responsables que ellos, porque la última palabra de nuestro Señor
desde el trono en el cielo es: “Ciertamente vengo en breve”. La contesta es:
“Amén: sí, ven, Señor Jesús”. ¿Pero cómo nos encontrará el Señor? ¿Ocupados en
su servicio y procurando glorificarle según sea nuestra capacidad, o como las
cinco vírgenes prudentes que estaban dormidas al igual que las fatuas?
Tal fue la preocupación de nuestro
Señor Jesucristo, ante la triste condición de tantos que estaban en las
tinieblas y sombra de muerte, que El operó maravillosamente en la vida de Saulo
de Tarso. Le salvó expresamente para que fuera vaso escogido para cumplir lo
que otros apóstoles no habían hecho, y fue designado el apóstol a los gentiles.
Por un solo hombre, y de los más humildes, el Señor podría revolucionar la obra
misionera. Verdaderamente, la vida de Pablo es una inspiración a todo joven que
tenga ejercicio en dedicar su vida a la obra del Señor. “Mirad los campos”, es
el mensaje, “porque ya están blancos para la siega”, Juan 4.35.
El
ausente que está presente
Este hermoso evangelio según Mateo
termina con una nota mayor: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo”. La Versión Moderna lo traduce, “hasta la consumación
del siglo”, o sea, la culminación de los propósitos de Dios en Cristo.
En el 1.23 hay una
cita profética de Isaías 7.14 acerca del nacimiento virginal del Señor, la cual
termina con estas palabras: “Llamarás su nombre Emanuel, que traducido es Dios
con nosotros”. La promesa suya, “Estaré con vosotros”, ha infundido confianza,
consuelo y coraje en sus fieles discípulos en todos los siglos desde ese
momento hasta el presente. Ha dado valor a los mártires, aun tirados a los
leones para quedar de ellos sólo los huesos, o quemados vivos hasta ser
reducidos a cenizas. Lo que les ha sostenido en las pruebas más agudas ha sido
esta preciosa afirmación de nuestro Señor.
En el tiempo de
Daniel, cuando el rey Nabucodonosor levantó su enorme estatua de oro, hubo tres
valientes jóvenes judíos que rehusaron obedecer su mandato de adorar la imagen.
El rey, lleno de ira, mandó a echarles en un horno de fuego, calentado éste siete
veces. Sus soldados murieron en el acto de lanzar los tres al fuego, tan
calientes eran las llamas, pero el rey se asombró al ver “cuatro varones
sueltos, que se pasean en medio del fuego sin sufrir ningún daño; y el aspecto
del cuarto es semejante a hijo de los dioses”, 3.25.
¡Gracias al Señor! Su
promesa de estar con los suyos es vigente todavía, y El la confirma al decir,
“Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi
servidor. Si alguien me sirviere, mi Padre le honrará”, Juan 12.26.
Ved los
millones que entre las tinieblas yacen perdidos, sin un Salvador. ¿Quién, quién
irá las nuevas proclamando, que por Jesús Dios salva al pecador?
Santiago Saword
No hay comentarios:
Publicar un comentario