SEGUNDA PARTE
La purificación del leproso
(Levítico capitulo 14)
"Muchos
leprosos había en Israel en tiempo del profeta Elíseo; pero ninguno de ellos
fue limpiado sino Naamán el Sirio" (Lucas 4,27); es el Señor, el que bien
lo sabía, que lo dijo, aunque un largo capítulo del Antiguo Testamento daba
las instrucciones precisas y detalladas del medio por el cual la lepra de un
israelita podía ser purificada. ¿Por qué no las aprovecharon?
Contestar
a esta pregunta es provocar otra: en nuestra época hay millares de pecadores
que podrían ser salvos, ¿por qué no lo son, ya que Dios ha provisto los medios
para su salvación?
"Y
habló Jehová a Moisés diciendo...: Con estas palabras Dios introduce el tema de
la purificación del leproso:' son las mismas con que ha introducido el diagnóstico
de la lepra, son las palabras del Dios viviente, fieles y verdaderas;
oigámoslas de todo corazón: "esta será la ley para el leproso cuando se
limpiare: será traído al sacerdote" (Levítico 14,2).
Después
el mal se extendió cubriéndote la cabeza, el cuerpo, los miembros, invadiéndolo
todo; "hazte vuelto todo blanco", ¡terrible condición cuando no se
puede pinchar un solo punto con un alfiler que no haya sido cubierto por la
lepra!
¿Qué
sucede entonces? Puede ser que un amigo te encuentra fuera del campamento triste,
abatido, sin esperanza. .. tu amigo te mira de arriba abajo, esboza una
sonrisa y te dice: "ven, te llevaré al sacerdote; estás todo cubierto de
lepra, pues puedes ser limpiado...
Tú
respondes:
— No, no hay
esperanza para mí, estoy peor que nunca; no hay ningún leproso tan enfermo como
yo. Mira, estoy todo cubierto.
— Es cierto,
bien lo veo —responde tu amigo—, es por eso que te hallas en condición de ser
purificado; ven pues enseguida al sacerdote.
Y
tú, lector cristiano, ¿tienes parientes o amigos que no han sido todavía
salvos? ¿Has rogado por ellos? ¿Los has llevado a escuchar el evangelio en
alguna oportunidad? Estos son los benditos privilegios que tenemos, los que
hemos sido limpiados, y que demasiado poco usamos. Que nos conceda el Señor ser
cada vez más fieles para con nuestros amigos inconversos, que no son en
realidad más que pobres leprosos alejados de la presencia de Dios.
En
relación con el supuesto encuentro del leproso y su amigo, no puedo resistir al
deseo de evocar la pequeña pero deliciosa escena en la cual vemos a un discípulo
ocupado precisamente en ese servicio; es Andrés. Conoció al Señor una noche, y
¿qué aconteció después? "Halló primero a su hermano Simón" (Juan
1,41). ¡Cuánto me agrada esta expresión: primero! Hacía tiempo que había
pasado la décima hora, mas Andrés no se preocupa por ir a comer, ni para
descansar. Va en busca de su propio hermano; y cuando lo halla ¿qué hace?
"lo lleva a Jesús".
No
se habla mucho de Andrés en los evangelios, pero Simón Pedro, su propio hermano
a quien él condujo a Jesús, es el discípulo que tanto bien nos ha hecho.
Andrés parece haberse especializado en esta clase de trabajo; lo volvemos a
encontrar en el capítulo 6,8 del mismo evangelio, introduciendo a un joven en
la presencia de Jesús. Y más tarde lo vemos con Felipe, conduciendo a los
griegos al Señor, a quien deseaban ver. ¡Tarea feliz, fructífera! Que el Señor
nos dé de realizarla, llevándole almas una a una. ¡Cuán importante es la
actuación del amigo que lleva a un leproso al sacerdote: desconocido, anónimo,
apenas mencionado, pero es el eslabón de la cadena sin el cual el pobre inmundo
no podría ser limpiado.
El sacerdote saldrá fuera
Acabamos
de ver al leproso y a su amigo apurados en el camino que los conduce al sacerdote;
mas detengámonos un instante, no olvidemos que el enfermo no puede pasar los
límites del campamento: es impuro. ¿Cómo pues podrá acercarse a la morada del
sacerdote que habita en la casa de Dios, en el centro mismo del campamento?
Pero ¡qué dicha! Dios mismo ha provisto de un medio para que el encuentro
pudiera tener lugar: "el sacerdote saldrá fuera del campamento..."
nos dice el versículo 3. El Señor Jesucristo, nuestro gran Sacerdote, salió
del seno de su gloria, descendió a este triste mundo de pecado, y como nos dice
el evangelio: "llevando su cruz, salió al lugar que se dice de la Calavera"
(Juan 19,17). Sí, pobre pecador manchado, el Sacerdote te vio venir y salió a
tu encuentro "fuera de la puerta" donde El padeció (Hebreos 13,12).
Príncipe de paz eterna, gloria a Ti, Señor Jesús,
De tu heredad paterna nos trajiste vida y luz;
Has tu majestad dejado, y buscarnos te has dignado;
Para darnos el vivir, en la cruz fuiste a morir...
"Entonces
el sacerdote le reconocerá y si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará
limpio al llagado; toda ella se ha vuelto blanca, y él es limpio" (vers.
13,13; 14,3).
Los
ojos llameantes del sacerdote te escrutan nuevamente; la primera vez te
escudriñó para descubrir si tenías una mancha de lepra, y confirmándolo, tuvo
que declararte inmundo. Ahora el sacerdote debe asegurarse que no tienes un
lugar sin lepra; y siendo así, puede declararte limpio: antes trataba de
descubrir si te hallabas exento del terrible mal, ahora debe asegurarse de de
que estás completamente cubierto de lepra.
El
Señor Jesús sondea a aquel que se le acerca: ¿vienes a El realmente como
pecador, culpable, sin esperanza o como el joven rico del Evangelio? (Marcos
10,17). ¿No tienes nada que argumentar a tu favor? ¿Estás lleno de pecado? El
te ve delante de él: El mismo había venido ya allí donde estás. Oyes la
pregunta que importa ahora: "¿quieres ser sano?" (Juan 5,6). Si eres
un pecador convencido de estar cubierto de tu mal, exclamarás como otrora el
apóstol: "yo sé que en mí no mora el bien. . . ¡Miserable hombre de mí!
¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?"... "El sacerdote lo
verá" y si te hallas realmente en este estado puedes ser limpio, salvo, en
presencia del Salvador exclamas: "gracias doy a Dios por Jesucristo Señor
nuestro". Es el instante en que el buen Pastor toma a su oveja perdida en
sus brazos, la pone sobre sus hombros, y gozoso emprende luego el camino de
regreso a casa.
El
leproso está curado desde el instante en que está absolutamente cubierto de
lepra; pero, para gozar ahora de esta curación debe someterse a los diferentes
actos de su purificación. Así es para el pecador; la absoluta convicción de
pecado lo lleva al arrepentimiento: "de oídas te había oído, mas mis ojos
te ven; por tanto me aborrezco y me arrepiento en el polvo y en la ceniza"
(Job 42,5). El pecador es salvo como el hijo pródigo cuando arrepentido y
sollozando se arroja a los brazos de su padre y exclama: "he pecado contra
el cielo y contra ti...". Luego el padre hace reemplazar los harapos de
su hijo por el vestido principal y lo introduce en su casa, como el pecador es
vestido de salud y rodeado del manto de justicia (Isaías 61,10), y tiene
entrada en la casa del Padre (Efesios 2,18). Tal es el sentido de la purificación
que tiene por objeto nuestra comunión con Dios en sus mismos atrios.
Dos avecillas vivas y limpias
He
aquí pues al leproso bajo la mirada del sacerdote, quien no encuentra sobre su
cuerpo ni un solo lugar sin lepra. ¡Qué gozo, está curado! Amigo lector, tú has
seguido hasta aquí el camino del leproso en su desgracia, ¿quieres prestar
toda tu atención para saber lo que se debe hacer para su purificación? Escucha,
el sacerdote habla: "mandará luego que se tomen para el que se purifica,
dos avecillas vivas, limpias, y madera de cedro, grana, e hisopo" (vers.
4).
El
leproso es demasiado pobre para procurarse las avecillas y las demás cosas necesarias
para el sacrificio, por ese motivo no se las pide a él; el sacerdote ordena a
otro que las traiga. Aún a los ricos Dios no pide estos elementos que los puede
purificar porque no los poseen.
es por esta razón que un rico de la
antigüedad, Abraham, contestó a su hijo Isaac: "Dios se proveerá de cordero
para el holocausto" (Génesis 22,7-8). Es Dios quien provee siempre para el
sacrificio; nosotros, pobres pecadores, moriríamos en nuestros pecados si
tuviéramos que buscar el sacrificio conveniente porque nunca jamás lo
encontraríamos. Mas la Palabra de Dios dice: "el sacerdote mandará que se
tome para él..." el amor de Dios lo ha provisto todo para el pecador. El
procuró las dos avecillas vivas y limpias, tal como El es, un Dios vivo y
limpio; y las dos juntas forman una sola y llamativa figura de Aquel que
descendió del cielo, nuestro Salvador y Señor Jesucristo (Juan 3,13; Prov.
8,30).
Contemplemos
un momento esta escena: "y mandará el sacerdote matar la una avecilla en
un vaso de barro sobre aguas corrientes..." (vers. 5). Aquí el leproso
es solamente un espectador mientras otro ha procurado la avecilla y la
degüella también... Un vaso de barro, en este vaso una avecilla limpia, sin
defecto; los cielos son la esfera desde donde vino esa avecilla, era su lugar
natal. Mas descendió, dejó su habitación celestial por esta pobre tierra y en
ese vaso de barro es inmolada. ¡Sorprendente imagen de nuestro Salvador: El
dejó su morada celestial, dejó su trono de gloria, descendió a este pobre
mundo, tomó un cuerpo terrenal, "un vaso de barro". ¡Oh, cuánto nos
agrada contemplar a ese hombre celestial manifestado aquí abajo en un cuerpo
terrenal, y en ese mismo cuerpo recibir la muerte en una cruz donde su preciosa
sangre fue derramada!
Hasta la tierra bajó el cielo
De Dios misterio es Emmanuel;
Cubre a su gloria humano velo,
De hinojos, demos loor a El.
¿Quién este amor sondear nos diera?
De Dios, el Hijo, el Creador,
Para el perdido en esta tierra
Siervo fiel fue y buen Pastor.
Este amor que tanto se brinda
También amomos hasta el fin;
Sufre el Cristo y da su vida
Por un mundo perdido y ruin.
Pero
el vaso de barro estaba lleno de aguas corrientes y sobre estas aguas la
avecilla era degollada. En las Escrituras el agua es el símbolo, a menudo empleado,
para ejemplificar la vida divina que actúa con el poder del Espíritu Santo:
"el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás" (Juan
4,14). Pero aquí, esta agua viva o corriente, en contraste con el agua
estancada, estaba mezclada con la sangre de la avecilla muerta; es por eso que
también leemos en el evangelio: "el que bebe mi sangre tiene vida eterna,
porque mi sangre es verdadera bebida..." (Juan 6,54- 55).
Muchas
veces habrás oído referir, lector, la muerte del Salvador, cómo de su costado
abierto por una lanza brotó sangre y agua; habrás visto, por así decirlo, esa
avecilla muerta en el vaso de barro, pero, ¿has realizado alguna vez que El
murió expresamente por ti? Su sangre y esa agua de vida corren a través de la
Palabra divina para comunicarte la vida y limpiar tus pecados mediante el
poder del Espíritu Santo. Es bebiendo esa Palabra viva que hará producir en ti
una fe viva y una nueva naturaleza, naciendo así de agua y de Espíritu.
Oí la voz del Salvador
Decir: "venid, bebed.
Yo soy la fuente de salud,
Que apago toda sed".
Con sed de Dios, del vivo Dios,
Al Calvario acudí,
Y de su herida, fuente fiel,
La vida yo bebí.
"Después
tomará la avecilla viva, el cedro, la grana y el hisopo, y los mojará con la
avecilla en la sangre de la avecilla muerta sobre las aguas corrientes"
(vers. 6).
Hemos
dicho que las dos avecillas juntas forman una sola imagen de nuestro Señor Jesucristo;
lo hemos visto descender del cielo, "el Hombre celestial" y en su
cuerpo terrenal ser crucificado por nosotros, y bajar a la tumba. Resucita
llevando las marcas de la muerte que sufrió, en sus manos, su costado y sus
pies... Así vemos a la avecilla viva ser sumergida en la sangre de la muerta y
en el agua viva, luego salir llevando en sus plumas las señales de la muerte
junto con la vida: "si no viere en sus manos la señal de los clavos —dijo
Tomás— y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su
costado, no creeré... mirad mis manos y mis pies -—dijo el Señor resucitado—
que yo mismo soy" (Juan 20,25; Lucas 24,39).
Juntamente
con la avecilla viva, el cedro, la grana y el hisopo debían ser sumergidas en
la sangre y el agua; estas cuatro cosas formaban un solo manojo en la mano del
sacerdote.
Como
lo vimos, la avecilla viva es figura de Cristo, el Hombre celestial.
El cedro es
el árbol que simboliza la magnificencia del Señor como Rey y Mesías. La madera
de cedro sirvió para la construcción del templo de Jehová en Jerusalén, para
la casa del bosque del Líbano, para el palacio de Salomón y su carroza real
(1. Reyes 7,2; 2. Crónicas 2,3-16; Cantar de los Cantares 3,9).
La grana o
púrpura es el color de los vestidos reales: es con un manto de grana que vistieron
a Jesús burlándose de su dignidad real (Mateo 27,28); la hallamos en la confección
de las cortinas del Tabernáculo de Jehová (Éxodo 26,1); era la grana propiedad
particular israelita: es un hilo de grana que señaló al primogénito de
Thamar, esposa de Judá (Génesis 38,28); es un cordón de grana dado por los
espías israelitas que colgaba de la ventana de Rahab (Josué 2,18).
El hisopo, a
su vez simboliza la humillación y la pequeñez; se empleó un manojo de hisopo
para untar el dintel y los postes con la sangre del cordero pascual (Éxodo
12,22); era con sangre, agua, grana e hisopo que Moisés roció y santificó a
Israel al pie del Sinaí (Hebreos 9,19); "purifícame con hisopo —exclama David
culpable— y seré limpio..." (Salmo 51,7). "Desde el cedro del Líbano
hasta el hisopo que nace en la pared disertó Salomón" (1. Reyes 4,33); es
decir desde los lugares más altos que ocupara Cristo hasta los más bajos
(Filipenses 2,6-11).
A
través del evangelio de Mateo aparece el cedro, la realeza del Señor como hijo
de David: su genealogía, su nacimiento, los honores recibidos en Belén, en la
casa de Betania. y después de su resurrección, todo lo proclama Rey. A través
de los evangelios de Lucas y Marcos por lo contrario, es el hisopo, es decir la
humillación del Señor que aparece con énfasis: es el hijo del hombre, el niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre, es su sumisión cual siervo de
Jehová, su obediencia hasta la muerte de cruz que el Espíritu de Dios presenta.
En el evangelio de Juan vemos al Hombre celestial, la "avecilla
viva", el Verbo hecho carne: "salí del Padre —dice el Señor— y he
venido al mundo; otra vez dejo al mundo y voy al Padre" (Juan 16,28).
Así los cuatro evangelios presentan al Señor en sus
cuatro aspectos como un solo manojo en la mano sacerdotal que debe pasar a
través de la muerte para rociar con su sangre a un pobre leproso, su mísera
criatura, el hombre que El mismo había creado. Notemos además que para obtener
el agua de purificación, según Números 19,1-7, el sacerdote debía echar en
medio del fuego en que ardía la vaca roja, cuya sangre había sido presentada a
Jehová, palo de cedro, hisopo y escarlata; luego se juntaba la ceniza para
mezclarla con agua corriente: otra figura elocuente del sacrificio de Cristo
presentado en los cuatro evangelios.
Sin
embargo, el cedro, la grana y el hisopo pueden representar también al ser
humano pecador, ocupando distintas escalas sociales: el hombre en eminencia
dotado de las más altas cualidades, la mujer distinguida, el más honesto y el
más humilde trabajador, todos, sin excepción, deben descender a ese flujo
purificador para obtener la salvación. Cedro, grana e hisopo, es decir todo
cuanto es de este mundo debe ser crucificado y sepultado en cuanto al creyente
(Gálatas 6,14).
Purificación inicial
"Y
rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra, y le declarará
limpio" (vers. 7). Contemplad un momento conmigo esta escena conmovedora:
el leproso ha sido traído de su proscripción, el sacerdote se acercó a él,
otro ha procurado las dos avecillas vivas y limpias, y degollada una de ellas
mezcló su sangre con aguas vivas en un vaso de barro; la avecilla viva, el cedro,
la grana y el hisopo, todo ha sido sumergido en la sangre y el agua que corren
ahora sobre el cuerpo del leproso. Una, dos, tres veces y siguiendo así hasta
seis veces el sacerdote hace aspersión, y todavía ningún cambio hubo en el
inmundo. Mas viene la séptima, cifra que indica la perfección de la obra, y el
hombre es declarado purificado: la sangre y el agua lo limpió, no existía otro
medio; y tampoco para nosotros sino sólo la sangre y el agua que corrieron del
costado abierto del Salvador en la cruz. "La sangre de Jesucristo, su
Hijo, nos limpia de todo pecado" (Hebreos 9,22; 1. Juan 1,7). Pero oíd, la
avecilla pura tuvo que morir para que el leproso inmundo pudiera ser purificado
con su sangre; ¡ah! comprended claramente esto; sólo la preciosa sangre de
Cristo puede lavar al más vil, al más sucio, al más repugnante pecador,
muriendo por él.
Más
aquí puede formularse una pregunta: ¿cómo puede saber el leproso que su purificación
se ha cumplido? ¿Desapareció la lepra en la séptima aspersión? ¿Ha cambiado su
cuerpo? No lo pienso; ni que se haya sentido en lo más mínimo diferente de
antes... ¿Cómo puede saber entonces que está limpio?
Después
de haber tenido lugar la séptima y última aspersión, el sacerdote lo declaró limpio.
Mientras contempláis esta maravillosa escena podéis oír la declaración
divina: "si la sangre de animales rociada a los inmundos, santifica para
la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el
Espíritu eterno se ofreció a sí mismo a Dios, limpiará vuestras conciencias.
. .? Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados;
y atestíguanos lo mismo el Espíritu Santo.. ." (Hebreos 9,13; 10,14). La
sangre de la avecilla ha limpiado al leproso, pero éste lo sabe por la palabra
del sacerdote; poco tiempo atrás, el que lo había declarado inmundo, es el
mismo que ahora lo declara limpio.
Mas
no es todo; la avecilla viva que está todavía en la mano del sacerdote, y que
no tenía aún la libertad para emprender el vuelo hacia su morada celestial, es
ahora soltada; la obra del sacrificio terminó, y no hay para qué retenerla aquí
abajo. Resucitado de entre los muertos, y después de un alto con sus
discípulos, nuestro Señor y Salvador ascendió a los cielos llevando en su
cuerpo las señales de la cruz que proclaman cumplida su obra redentora. Su
victoria asegurada, nuestros pecados quitados ante la presencia de Dios sin
quedar uno, pues él los había llevado todos en su cuerpo, él mismo es acepto y
nosotros con él, en los lugares celestiales: "está sentado a la diestra
de Dios..." (Hebreos 10,12). A su tiempo verá todo el fruto en sazón del
trabajo de su alma, se presentará a sí mismo a la Iglesia "sin mancha ni
arruga"; aún las heridas que ella sufrió en sus conflictos aquí abajo
habrán desaparecido, mientras las de su Señor, precio que ella le costó, las
verá indelebles en sus manos, sus pies y su costado.
Tu gloria aquí
fue velada
Por la sangre y
el llorar,
Mas pronto el
Resucitado
Su belleza ha
de mostrar.
¡Con qué inefables
delicias,
Tu mirada
puesta en mí,
Me dirá con tus
heridas:
"Yo morí
también por ti"!
Supongamos
que algún vecino encuentre al leproso purificado, y le dice:
—
¿Qué haces aquí? Eres leproso, ¡fuera del campamento!
— Sí,
responderá, yo era ciertamente leproso, pero gracias a Dios he sido limpiado.
— ¿Tú, limpiado?
No parece. Al contrario, estás peor que antes; estás cubierto de ese espantoso
mal.
— Es verdad, mas
el sacerdote ha hecho la aspersión sobre mí con la sangre de la avecilla
muerta y me declaró limpio. Sé que estoy sano porque él lo dijo.
— ¡Qué absurdo!
seguramente has comprendido mal sus palabras; ha debido decirte que eres
inmundo; todos pueden ver tu lepra.
— No, es
imposible que haya comprendido mal; primero fui rociado con la sangre y después
oí al sacerdote que me declaró limpio. Y no es todo, con mis propios ojos he
visto a la avecilla viva, cubierta de sangre, subir al cielo. ¿Conoces la ley?
Recuerda que la avecilla viva no puede remontar el vuelo hasta que el sacerdote
me haya declarado limpio.
— Pero, continuó
el vecino, ¿quieres decirme si te sientes purificado, ya que admites estar
cubierto de lepra?
— Amigo, no es
ese el asunto; el sacerdote dijo que yo estoy limpio, de modo que todo está en
regla; él, sólo él, está autorizado para hacer tal declaración. Me declaró
limpio y, por lo tanto, que lo sienta o no, creo que soy limpio.
El
vecino se alejó en tanto que el feliz leproso, seguro del triunfo de su
liberación, evoca todavía la escena de la avecilla viva remontándose
libremente hacia los cielos. Así sucede conmigo y contigo, pecadores lavados
en la sangre de Jesús, cuando con los ojos de la fe vemos a nuestro Señor y
Salvador volver a sus moradas celestiales después de haber muerto por
nosotros; bien sabemos que El fue acepto por Dios en el pleno valor de su obra
cumplida, y nosotros con El (Efesios l,6;2,6).
Ese
mismo Jesús vivo, vuelto al cielo, nos dice algo más aún; su resurrección y ascensión
proclaman que es el Conquistador de los dominios de la muerte y el Vencedor de
la tumba: "subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad..."
(Efesios 4,8). La más grande batalla del Universo ha sido librada y ganada:
"¿dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde oh sepulcro tu victoria?"
(1. Corintios 15:55).
Perdiste,
oh muerte, la suprema batalla.
Rota
está tu red, y abierta tu prisión;
Resucita
el Santo de Dios y se lanza
Desde
la tumba a la célica mansión.
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