domingo, 3 de marzo de 2013

Paz Con Dios


CAPÍTULO 3
Un marinero asistió a una reunión en donde se predicaba el Evangelio. Lo que escuchó le interesó vivamente y cuando la reunión terminó se fue a hablar al predicador. Pero cada vez que se le presentaba el evangelio de una manera sencilla, siempre respondía con estas palabras "No me doy por satisfecho". Pero el predicador le contestó: —Mi querido amigo, poco importa que usted no esté satisfecho; la gran cuestión es ésta: ¿Está Dios satisfecho?
Vamos a suponer que yo fuera un deudor obligado por la justicia a pagar cierta cantidad de dinero. Poco importaría que estuviese yo satisfecho o no; lo importante sería que la persona a quien le debo el dinero quedara satisfecha con el pago... la gran cuestión es ésta: ¿Está Dios satisfecho? El tiene cuentas con nosotros, pero Jesús murió para pagarlas. ¿Está Dios satisfecho? Sí, mi estimado amigo; Dios está eternamente satisfecho y lo probó resucitando de los muertos a Jesús, nuestro Señor, y coronándole de gloria y honra.
Permíteme insistir sobre este punto; y para aclararlo un poco más, usaré una comparación. Supongamos que estoy a punto de ir a la cárcel por una deuda que no puedo pagar. Un amigo mío, sabiendo que tengo muchas obligaciones con mi familia se presenta y me dice generosamente: "Me ofrezco a ir a la cárcel en lugar tuyo". Yo acepto con gratitud su generosa oferta y guardo constante recuerdo de mi buen amigo.
Después de un tiempo me lo encuentro en la calle, y exclamo sorprendido: " ¡La deuda ya está completamente pagada!”¿Que cómo lo sé? "Ah, pues porque viste a tu amigo en la calle", me dirás tú, y agregas aún más: "Bien sabes que las leyes de la nación no le hubieran permitido la libertad si no hubiera dado completa satisfacción o no hubiera liquidado la deuda". Tienes razón, amigo lector. ¡Has hecho una muy buena observación! Sé, pues, que la deuda ha sido pagada, porque he visto a mi amigo fuera de la cárcel, en completa libertad.
Aplicando esta comparación a la realidad, diré que yo, lo mismo que cada una de las personas que lean este folleto... y, tú, amigo lector, habíamos contraído una gran deuda con Dios; pero el Señor Jesús dijo: "Seré yo el Sustituto, moriré en la cruz, sufriré de las manos de un Dios justo y santo toda la sentencia que a ustedes iba a ser aplicada", y El caminó hasta la cruz. Muriendo exclamó: "Consumado es", y su cuerpo fue puesto en el sepulcro. Al sepulcro corresponde la figura de la cárcel; pero la piedra que lo cubría fue removida y quitada de su lugar, no para que el Salvador pudiera salir, sino para que pudiésemos mirar al interior del sepulcro, y ver que ¡el Salvador ha resucitado!

La tumba abierta: Una puerta a la felicidad eterna
El Señor pudo salir del sepulcro a pesar del sello que había puesto el gobernador romano. La piedra fue quitada para que pudiésemos mirar, y mirando, se desvanecieran nuestras dudas y recelos y pudiéramos exclamar triunfantes: " ¡El Señor ha resucitado verdaderamente!"
El resucitó por la potencia de Dios y por su propio poder. ¿Qué conclusión, pues, sacamos de la resurrección del Señor Jesús? Lo vemos en libertad y decimos que la deuda está pagada. La justicia está satisfecha, puesto que Jesús ha resucitado; éste es el punto central del cristianismo. Cristo Jesús no sólo murió por nuestros pecados, sino que "resucitó al tercer día, conforme a las escrituras (I Corintios 15:4) y de su muerte y resurrección depende nuestra salvación.
Llevemos nuestra comparación un poco más allá: Al dirigirme a mi amigo, para decirle lo contento que estoy de verle de nuevo, me doy cuenta de que mi antiguo acreedor, es decir, la persona a quien debía yo el dinero, también le sale al encuentro. El corazón me da un salto y comienzo a preguntarme si efectivamente todo está cancelado y terminado. Pero luego me doy cuenta de que se saludan y empiezan una amigable conversación. Desde aquel instante, quedo convencido, adquiero la certeza de que mi deuda está totalmente cancelada, completamente pagada, no sólo porque mi amigo está en libertad, sino porque mi acreedor habla con él como si fueran amigos desde hace mucho tiempo.
De igual modo me hallo doblemente convencido de estar redimido de mis pecados. Primeramente, porque Cristo salió triunfante del sepulcro, y en segundo lugar, porque Le veo, por fe, sentado a la diestra de Dios. El y el gran acreedor que es Dios, son amigos. Dios está satisfecho, y esto es lo que da paz a mi alma. ¿Esta maravillosa certeza también da paz a tu alma? ¿Dudas todavía ante las patentes y seguras pruebas que Dios te da para estar satisfecho de la obra de Cristo?
¿Qué puede hacer Dios ahora sobre la base de la obra consumada de la muerte y la resurrección de nuestro Señor Jesucristo? Dios puede, querido amigo mío, justificar al pecador que cree, "Justificados pues por la fe, tenemos paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo".
Hay personas que dicen: ¡Ah, si yo pudiera sentirlo! La Biblia no dice: "Justificados pues por los sentidos…"; ni tampoco: "Justificados pues por las obras"; lo que dice es: "Justificados pues por la fe".
¿Qué hace Dios con los que creen en Aquel que resucitó de los muertos, a saber, en Jesús Señor nuestro? Ponga mucha atención, amigo; mire aquí la respuesta: ¡Les atribuye justicia divina! Sí, son justificados ante los ojos de Dios. Son, lo repetimos, justificados por la fe; la justicia les es contada por creer en Dios, El que resucitó a Jesús Señor nuestro, como está escrito: "Justificados pues por la fe, tenemos paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo".
Voy a poner dos ejemplos de paz. Miremos un caso bíblico: el de David y Goliat (véase I Samuel 17). Forma un cuadro en tu imaginación. Saúl, cuya cabeza y hombros sobresalían entre los demás, por su estatura, está entre sus guerreros, que forman el ejército de Israel. Sin embargo, todos tiemblan. ¿Por qué?
Goliat de Gat, varón de gran tamaño y formidable aspecto, hace ya cuarenta días que desafía al ejército de los israelitas, pidiendo que le manden uno para pelear con él. La propuesta es la siguiente: Cada uno de los contendores representa a su respectiva nación; el vencedor no será, según el trato, vencedor del hombre sino del pueblo por él representado. El que perdiere la pelea está indicando con eso, que junto con él será vencido todo su pueblo y éste, en consecuencia, pasará a ser esclavo del vencedor. Saúl es alto, el más alto del pueblo y sin embargo tiene miedo.
Aparece por fin el campeón que todos necesitaban en ese momento, el campeón ansiado en la persona del pequeño David. Era éste un joven hermoso, que poco antes apacentaba las ovejas de su padre. Saúl le pone su armadura, pero David la rechaza diciendo: "No puedo andar con esto porque nunca lo practiqué".
El no era más que un joven pastor, pero había tenido la oportunidad de probar el poder de Dios, en el caso del león y el oso (I Sam. 17:34-36), y por lo tanto dijo: "Llevaré mi zurrón, mi cayado y mi honda, y unas pocas piedras, y confiaré en el Dios vivo". Y David con su honda y su cayado descendió al valle, mientras que Goliat lo esperaba equipado con sus armas de guerra. David, el joven pastorcillo llevaba sólo cinco piedras lisas en su zurrón; pero corre valientemente hacia el enemigo, porque confía en Dios; pone una piedra en la honda (especie de cauchera) y dispara la piedra contra su enemigo.
Todavía le quedan cuatro más, pero no las necesita; una sola le basta. Dios la dirige hacia su destino. Hiere al gigante, se la clava en la frente y lo derriba. Rueda por tierra mortalmente herido. Corre David hacia él, le quita la espada y con su propia arma le corta la cabeza.
Ahora observa esto, amigo mío. Aquellos israelitas estaban llenos de dudas y temores, pero al volver David de la pelea, ¿tuvieron paz y tranquilidad, o no? Sí, tuvieron paz, porque al volver David, traía en su mano el trofeo de su victoria, la cabeza del temido gigante.
Si pudiéramos preguntar a los que componían el pueblo de Israel, desde el asustadizo niño, a la débil mujer, como al valiente guerrero, si todavía abrigaban temor alguno del gigante, todos a una voz darían igual respuesta; todos dirían que no. Y si les dijéramos: "¿Ustedes se sintieron como una tímida y débil criatura. ¿No es verdad? "Sí", nos hubieran contestado: "... pero al gigante no le tememos ya, porque está muerto. David ha vuelto del campo con esa horrible cabeza en su mano".
El caso no admite dudas. Escucha esto, amigo mío: El Señor Jesús descendió al valle de la muerte; pero ¿cómo descendió?
Jesús dijo que el Padre le daría más de doce legiones de ángeles, si El las pedía; pero El no pidió esto. El no se hizo acompañar de un poderoso ejército angelical: fue solo. Descendió sin armas al valle de la muerte, donde resolvió la gran cuestión del pecado. Descendió pobre, humilde, manso. Los hombres le hicieron cuanto pudieron, pero esto es todavía poco si se considera que Jesús fue desamparado por su Padre. Sin armas de ninguna clase, ni ayuda de nadie. El ganó la batalla. El volvió del valle, retornó de la muerte y nosotros los cristianos podemos decir: "Estamos seguros que la victoria fue ganada. Sabemos que la fuerza del pecado y Satanás fueron vencidos; nuestro Salvador volvió resucitado de los muertos, y Le vemos sentado sobre el trono de Dios, coronado de gloria y honra".

Libres de un diluvio de juicio
Todavía voy a presentar otro caso que ilustre la enseñanza que me propongo dar. Dice la Biblia que cuando Noé y su familia estuvieron dentro del arca, "Jehová cerró la puerta" (Génesis 7:16). Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, y luego comenzó el agua a disminuir. Después de algún tiempo "quitó Noé la cubierta del arca, y miró, y he aquí que la faz de la tierra estaba seca". Observó Noé que el cielo estaba claro -— aquel cielo que durante tantos días estuvo sombrío — y mirando al suelo que tantos días permaneció cubierto por las aguas del diluvio, vio que estaba seco. ¿Sentiría Noé algún temor del diluvio después de esto? De seguro que me dirás que no, ¡porque las aguas habían desaparecido y la tierra estaba seca!
Observa pues, amigo mío: Jesús es nuestra Arca de salvación. ¿Confías en El? ¿Te hallas en refugio seguro con Cristo? El torrente de la justa ira divina contra el pecado cayó todo sobre nuestra Arca, nuestro Substituto el Señor Jesucristo, cuando estaba colgado en la cruz del Calvario. La tempestad acabó para nosotros los cristianos y ya podemos levantar la cubierta del Arca y ver que la tierra está seca. ¿Qué quiero decir con esto? Noé, para saber de dónde venía el castigo, miró arriba y no vio caer una sola gota; la sentencia había sido completamente ejecutada; no quedaba nube alguna, ni caía ninguna gota de agua. El castigo había pasado, el sol brillaba, la tierra estaba seca.
Confiemos en Jesús nuestra Arca. Podemos dirigir la vista atrás, a la cruz del Calvario y ver allí el lugar donde la justicia de Dios cayó sobre la cabeza de nuestro Salvador... La ira de Dios se descargó sobre El, y así como Noé estaba seguro en el Arca, de igual modo lo estará el creyente que confía en Jesús. Después de la cruz del Calvario ¿qué más vemos? El velo del templo rasgado de arriba abajo, los sepulcros abiertos, las rocas desquebrajadas; ¡pruebas éstas que la tempestad desapareció para siempre!
Nuestro privilegio es elevar nuestros ojos hasta el trono de Dios, y ver a Aquel sobre quien cayó toda la condenación divina, al cual vemos coronado de gloria y honra. Y al contemplar esto decimos: " ¡Gracias a Dios, que no quedó una sola gota de juicio por caer!" El firmamento que una vez estuvo oscurecido, por efecto del juicio, permanece límpido y sereno para nosotros. Jesús lo expió todo. Jesús pagó por todo. El exclamó: " ¡Consumado es!" La tierra está seca, y mirando arriba, vemos a Jesús sentado en el trono de Dios. ¿No te parece hermosamente sencillo?

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