CAPÍTULO 3
Un marinero
asistió a una reunión en donde se predicaba el Evangelio. Lo que escuchó le
interesó vivamente y cuando la reunión terminó se fue a hablar al predicador.
Pero cada vez que se le presentaba el evangelio de una manera sencilla, siempre
respondía con estas palabras "No me doy por satisfecho". Pero el
predicador le contestó: —Mi querido amigo, poco importa que usted no esté
satisfecho; la gran cuestión es ésta: ¿Está Dios satisfecho?
Vamos a suponer
que yo fuera un deudor obligado por la justicia a pagar cierta cantidad de
dinero. Poco importaría que estuviese yo satisfecho o no; lo importante sería
que la persona a quien le debo el dinero quedara satisfecha con el pago... la
gran cuestión es ésta: ¿Está Dios satisfecho? El tiene cuentas con nosotros,
pero Jesús murió para pagarlas. ¿Está Dios satisfecho? Sí, mi estimado amigo;
Dios está eternamente satisfecho y lo probó resucitando de los muertos a Jesús,
nuestro Señor, y coronándole de gloria y honra.
Permíteme
insistir sobre este punto; y para aclararlo un poco más, usaré una comparación.
Supongamos que estoy a punto de ir a la cárcel por una deuda que no puedo
pagar. Un amigo mío, sabiendo que tengo muchas obligaciones con mi familia se
presenta y me dice generosamente: "Me ofrezco a ir a la cárcel en lugar
tuyo". Yo acepto con gratitud su generosa oferta y guardo constante
recuerdo de mi buen amigo.
Después de un
tiempo me lo encuentro en la calle, y exclamo sorprendido: " ¡La deuda ya
está completamente pagada!”¿Que cómo lo sé? "Ah, pues porque viste a tu
amigo en la calle", me dirás tú, y agregas aún más: "Bien sabes que
las leyes de la nación no le hubieran permitido la libertad si no hubiera dado
completa satisfacción o no hubiera liquidado la deuda". Tienes razón,
amigo lector. ¡Has hecho una muy buena observación! Sé, pues, que la deuda ha
sido pagada, porque he visto a mi amigo fuera de la cárcel, en completa
libertad.
Aplicando esta
comparación a la realidad, diré que yo, lo mismo que cada una de las personas
que lean este folleto... y, tú, amigo lector, habíamos contraído una gran deuda
con Dios; pero el Señor Jesús dijo: "Seré yo el Sustituto, moriré en la
cruz, sufriré de las manos de un Dios justo y santo toda la sentencia que a ustedes
iba a ser aplicada", y El caminó hasta la cruz. Muriendo exclamó:
"Consumado es", y su cuerpo fue puesto en el sepulcro. Al sepulcro
corresponde la figura de la cárcel; pero la piedra que lo cubría fue removida y
quitada de su lugar, no para que el Salvador pudiera salir, sino para que
pudiésemos mirar al interior del sepulcro, y ver que ¡el Salvador ha
resucitado!
La tumba abierta: Una
puerta a la felicidad eterna
El Señor pudo
salir del sepulcro a pesar del sello que había puesto el gobernador romano. La
piedra fue quitada para que pudiésemos mirar, y mirando, se desvanecieran
nuestras dudas y recelos y pudiéramos exclamar triunfantes: " ¡El Señor ha
resucitado verdaderamente!"
El resucitó por
la potencia de Dios y por su propio poder. ¿Qué conclusión, pues, sacamos de la
resurrección del Señor Jesús? Lo vemos en libertad y decimos que la deuda está
pagada. La justicia está satisfecha, puesto que Jesús ha resucitado; éste es el
punto central del cristianismo. Cristo Jesús no sólo murió por nuestros
pecados, sino que "resucitó al tercer día, conforme a las escrituras (I
Corintios 15:4) y de su muerte y resurrección depende nuestra salvación.
Llevemos
nuestra comparación un poco más allá: Al dirigirme a mi amigo, para decirle lo
contento que estoy de verle de nuevo, me doy cuenta de que mi antiguo acreedor,
es decir, la persona a quien debía yo el dinero, también le sale al encuentro.
El corazón me da un salto y comienzo a preguntarme si efectivamente todo está
cancelado y terminado. Pero luego me doy cuenta de que se saludan y empiezan
una amigable conversación. Desde aquel instante, quedo convencido, adquiero la
certeza de que mi deuda está totalmente cancelada, completamente pagada, no
sólo porque mi amigo está en libertad, sino porque mi acreedor habla con él
como si fueran amigos desde hace mucho tiempo.
De igual modo
me hallo doblemente convencido de estar redimido de mis pecados. Primeramente,
porque Cristo salió triunfante del sepulcro, y en segundo lugar, porque Le veo,
por fe, sentado a la diestra de Dios. El y el gran acreedor que es Dios, son
amigos. Dios está satisfecho, y esto es lo que da paz a mi alma. ¿Esta
maravillosa certeza también da paz a tu alma? ¿Dudas todavía ante las patentes
y seguras pruebas que Dios te da para estar satisfecho de la obra de Cristo?
¿Qué puede
hacer Dios ahora sobre la base de la obra consumada de la muerte y la resurrección
de nuestro Señor Jesucristo? Dios puede, querido amigo mío, justificar al
pecador que cree, "Justificados pues por la fe, tenemos paz con Dios, por
medio de nuestro Señor Jesucristo".
Hay personas
que dicen: ¡Ah, si yo pudiera sentirlo! La Biblia no dice: "Justificados
pues por los sentidos…"; ni tampoco: "Justificados pues por las
obras"; lo que dice es: "Justificados pues por la fe".
¿Qué hace Dios
con los que creen en Aquel que resucitó de los muertos, a saber, en Jesús Señor
nuestro? Ponga mucha atención, amigo; mire aquí la respuesta: ¡Les atribuye
justicia divina! Sí, son justificados ante los ojos de Dios. Son, lo repetimos,
justificados por la fe; la justicia les es contada por creer en Dios, El que resucitó
a Jesús Señor nuestro, como está escrito: "Justificados pues por la fe,
tenemos paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo".
Voy a poner dos
ejemplos de paz. Miremos un caso bíblico: el de David y Goliat (véase I Samuel
17). Forma un cuadro en tu imaginación. Saúl, cuya cabeza y hombros sobresalían
entre los demás, por su estatura, está entre sus guerreros, que forman el
ejército de Israel. Sin embargo, todos tiemblan. ¿Por qué?
Goliat de Gat,
varón de gran tamaño y formidable aspecto, hace ya cuarenta días que desafía al
ejército de los israelitas, pidiendo que le manden uno para pelear con él. La
propuesta es la siguiente: Cada uno de los contendores representa a su
respectiva nación; el vencedor no será, según el trato, vencedor del hombre
sino del pueblo por él representado. El que perdiere la pelea está indicando
con eso, que junto con él será vencido todo su pueblo y éste, en consecuencia,
pasará a ser esclavo del vencedor. Saúl es alto, el más alto del pueblo y sin
embargo tiene miedo.
Aparece por fin
el campeón que todos necesitaban en ese momento, el campeón ansiado en la
persona del pequeño David. Era éste un joven hermoso, que poco antes apacentaba
las ovejas de su padre. Saúl le pone su armadura, pero David la rechaza
diciendo: "No puedo andar con esto porque nunca lo practiqué".
El no era más
que un joven pastor, pero había tenido la oportunidad de probar el poder de
Dios, en el caso del león y el oso (I Sam. 17:34-36), y por lo tanto dijo:
"Llevaré mi zurrón, mi cayado y mi honda, y unas pocas piedras, y confiaré
en el Dios vivo". Y David con su honda y su cayado descendió al valle, mientras
que Goliat lo esperaba equipado con sus armas de guerra. David, el joven
pastorcillo llevaba sólo cinco piedras lisas en su zurrón; pero corre
valientemente hacia el enemigo, porque confía en Dios; pone una piedra en la
honda (especie de cauchera) y dispara la piedra contra su enemigo.
Todavía le
quedan cuatro más, pero no las necesita; una sola le basta. Dios la dirige
hacia su destino. Hiere al gigante, se la clava en la frente y lo derriba. Rueda
por tierra mortalmente herido. Corre David hacia él, le quita la espada y con
su propia arma le corta la cabeza.
Ahora observa
esto, amigo mío. Aquellos israelitas estaban llenos de dudas y temores, pero al
volver David de la pelea, ¿tuvieron paz y tranquilidad, o no? Sí, tuvieron paz,
porque al volver David, traía en su mano el trofeo de su victoria, la cabeza
del temido gigante.
Si pudiéramos
preguntar a los que componían el pueblo de Israel, desde el asustadizo niño, a
la débil mujer, como al valiente guerrero, si todavía abrigaban temor alguno
del gigante, todos a una voz darían igual respuesta; todos dirían que no. Y si
les dijéramos: "¿Ustedes se sintieron como una tímida y débil criatura.
¿No es verdad? "Sí", nos hubieran contestado: "... pero al
gigante no le tememos ya, porque está muerto. David ha vuelto del campo con esa
horrible cabeza en su mano".
El caso no
admite dudas. Escucha esto, amigo mío: El Señor Jesús descendió al valle de la
muerte; pero ¿cómo descendió?
Jesús dijo que
el Padre le daría más de doce legiones de ángeles, si El las pedía; pero El no
pidió esto. El no se hizo acompañar de un poderoso ejército angelical: fue
solo. Descendió sin armas al valle de la muerte, donde resolvió la gran
cuestión del pecado. Descendió pobre, humilde, manso. Los hombres le hicieron
cuanto pudieron, pero esto es todavía poco si se considera que Jesús fue
desamparado por su Padre. Sin armas de ninguna clase, ni ayuda de nadie. El
ganó la batalla. El volvió del valle, retornó de la muerte y nosotros los
cristianos podemos decir: "Estamos seguros que la victoria fue ganada.
Sabemos que la fuerza del pecado y Satanás fueron vencidos; nuestro Salvador
volvió resucitado de los muertos, y Le vemos sentado sobre el trono de Dios,
coronado de gloria y honra".
Libres de un diluvio de
juicio
Todavía voy a
presentar otro caso que ilustre la enseñanza que me propongo dar. Dice la
Biblia que cuando Noé y su familia estuvieron dentro del arca, "Jehová
cerró la puerta" (Génesis 7:16). Llovió durante cuarenta días y cuarenta
noches, y luego comenzó el agua a disminuir. Después de algún tiempo
"quitó Noé la cubierta del arca, y miró, y he aquí que la faz de la tierra
estaba seca". Observó Noé que el cielo estaba claro -— aquel cielo que
durante tantos días estuvo sombrío — y mirando al suelo que tantos días
permaneció cubierto por las aguas del diluvio, vio que estaba seco. ¿Sentiría
Noé algún temor del diluvio después de esto? De seguro que me dirás que no,
¡porque las aguas habían desaparecido y la tierra estaba seca!
Observa pues,
amigo mío: Jesús es nuestra Arca de salvación. ¿Confías en El? ¿Te hallas en
refugio seguro con Cristo? El torrente de la justa ira divina contra el pecado
cayó todo sobre nuestra Arca, nuestro Substituto el Señor Jesucristo, cuando
estaba colgado en la cruz del Calvario. La tempestad acabó para nosotros los
cristianos y ya podemos levantar la cubierta del Arca y ver que la tierra está
seca. ¿Qué quiero decir con esto? Noé, para saber de dónde venía el castigo,
miró arriba y no vio caer una sola gota; la sentencia había sido completamente
ejecutada; no quedaba nube alguna, ni caía ninguna gota de agua. El castigo
había pasado, el sol brillaba, la tierra estaba seca.
Confiemos en
Jesús nuestra Arca. Podemos dirigir la vista atrás, a la cruz del Calvario y
ver allí el lugar donde la justicia de Dios cayó sobre la cabeza de nuestro
Salvador... La ira de Dios se descargó sobre El, y así como Noé estaba seguro
en el Arca, de igual modo lo estará el creyente que confía en Jesús. Después de
la cruz del Calvario ¿qué más vemos? El velo del templo rasgado de arriba
abajo, los sepulcros abiertos, las rocas desquebrajadas; ¡pruebas éstas que la
tempestad desapareció para siempre!
Nuestro
privilegio es elevar nuestros ojos hasta el trono de Dios, y ver a Aquel sobre
quien cayó toda la condenación divina, al cual vemos coronado de gloria y
honra. Y al contemplar esto decimos: " ¡Gracias a Dios, que no quedó una
sola gota de juicio por caer!" El firmamento que una vez estuvo
oscurecido, por efecto del juicio, permanece límpido y sereno para nosotros.
Jesús lo expió todo. Jesús pagó por todo. El exclamó: " ¡Consumado
es!" La tierra está seca, y mirando arriba, vemos a Jesús sentado en el
trono de Dios. ¿No te parece hermosamente sencillo?
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