"Por fe Abraham, habiendo sido llamado, para que
saliera a un lugar que había de recibir como herencia, obedeció; y salió sin
saber a dónde iba. Por fe habitó como extranjero en la tierra de la promesa,
como en tierra extraña, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la
misma promesa: porque esperaba la ciudad que tiene los cimientos, cuyo
arquitecto y hacedor es Dios" (v. 8-10).
Seguidamente,
el apóstol se ocupa de otro punto: la manifestación activa y práctica del poder
de la fe. Era lo que fortalecía a Abraham; él confiaba, por así decirlo,
ciegamente en Dios. El Señor le llamó por su gracia y él "salió sin saber
a dónde iba". Hay, en este acto, algo más que aceptar un testimonio:
manifiesta una confianza implícita en Dios. Cuando alguien dice: «Si yo supiera
qué consecuencias me sobrevendrían al hacer esto, entonces sí que confiaría en
Dios», no actúa como obraba Abraham. Es preciso andar sin saber a dónde vamos,
pero teniendo puesta nuestra confianza en Aquel que nos conduce. Dios
suministrará bastante luz para que podamos dar el primer paso, aunque no
podamos distinguir cuál ha de ser el segundo; más cuando hayamos doblado la esquina,
veremos lo que se encuentra al otro lado o más allá del camino.
Luego,
cuando demos un paso, comprobaremos por experiencia que Dios no nos procurará
nunca total satisfacción en este mundo. El nos bendice, pero no nos garantiza
la satisfacción o la consecución de bienes o seguridades materiales. Cuando
Abraham llegó al país que más tarde debía ser su herencia ¿qué es lo que recibió?
Nada. Siempre fue un advenedizo; un «extranjero y transeúnte sobre la tierra».
Esto es lo que desagrada al corazón humano y lo que a menudo hace que se desilusione.
Tenemos nuestros propios pensamientos acerca de las esperanzas que nos forjamos
para el porvenir, y a veces nos preocupamos de lo que haremos dentro de veinte
años, mientras Dios nos conducirá a su reposo.
Dios
guió a Abraham a la tierra prometida y después comenzó a dirigir sus
pensamientos hacia otra patria. Ahora, Abraham se ha acercado a Dios y está
colocado en un punto de vista de fe lo suficientemente elevado, para ver que
todo está aún por delante de él en esperanza, no en realidad que se pueda tocar
y palpar. El Señor se revela al patriarca en la comunión; le habla, le
manifiesta sus designios, y maravillado, Abraham adora como peregrino y
adorador está caracterizado por dos cosas: su tienda de campaña y su altar.
Dios hace lo propio con nosotros; nos hace cristianos, nos lleva a la tierra
prometida y nos muestra que todo está aún delante de nosotros, no de modo visible
y palpable, sino en esperanza. Ahora, pues, no es tiempo de descanso. Los
caminos de Dios se hacen más claros a nuestros ojos, y percibimos que tenemos
el privilegio de ser extranjeros y peregrinos con Dios, y que lo seremos hasta
que lleguemos a nuestra casa, en la morada de Dios.
Queridos
amigos: ¿En qué estado os encontráis en relación a lo que acabamos de exponer?
¿Podéis decir en verdad: «La morada de mi corazón está allá donde Dios mora; no
tengo ni busco ninguna otra?
Nada
hay que sea obstáculo entre nosotros y Dios; no hay pecado entre nosotros y él,
o —de lo contrario— Cristo no estaría en su presencia; mas está allí, porque él
abolió el pecado. Este y Cristo no pueden estar al mismo tiempo ante Dios.
Tocante a vuestra salvación, ¿podéis decir, por consiguiente, que descansáis
plenamente en el Señor Jesucristo, o —por el contrario—, os ocupáis todavía en
arreglar lo que ya está resuelto por el Señor? Que él os conceda creer en su
testimonio y tener fe en su poder.
Lo que
caracteriza a la fe es que ella cuenta con Dios no sólo a pesar de la
dificultad, sino incluso a pesar de lo imposible.
La
fe no se ocupa de los medios; cuenta con las promesas del Señor. A los ojos
del hombre natural, cuando se trata de medios para facilitar al hombre tal o
cual cosa, ya no es Dios quien obra; cuando uno se confía en los medios o
facultades materiales, ya no se trata de la obra de Dios. Cuando el hombre se
encuentra frente a lo imposible es preciso que Dios intervenga, y aquí se manifiesta
con mayor motivo el camino recto y bueno en que Dios sólo hace lo que él
quiere. Y la fe se atiene a su voluntad y no a otra; por tanto, no toma consejo
ni de los medios ni de las circunstancias. En otras palabras, la fe no consulta
"con carne ni sangre". Es evidente que si la fe es débil, el hombre
se apoyará principalmente en los medios exteriores mejor que en las obras de
Dios. Recordemos que cuando las cosas son factibles para el ser humano, cuando
están a su alcance, no hay necesidad de fe, porque no se precisa la energía del
Espíritu. Los cristianos actuamos mucho y logramos poco, ¿nos hemos preguntado
por qué?
Extranjeros
y transeúntes
"Conforme a la fe murieron todos éstos, no habiendo
recibido aún las promesas; pero las vieron y las saludaron desde lejos, y
confesaron que eran extranjeros y transeúntes sobre la tierra. Porque los que
tales cosas dicen manifiestan que están buscando la patria suya. Y en verdad,
si se acordaran de aquella de donde salieron, oportunidad tenían para volverse.
Ahora empero anhelan otra patria mejor, es decir, la celestial: por lo cual
Dios no se avergüenza de ellos, para llamarse Dios suyo, porque les tiene
preparada una ciudad" (v. 13-16).
No
sólo se dice de estos creyentes que son "extranjeros y transeúntes",
sino que "lo confiesan". A veces, uno consciente en ser "religioso"
en el corazón —en lo más escondido de su ser— pero a condición de no hablar de
ello; sobra decir que, en tal caso, no puede haber ninguna energía de fe. Si
reconocemos que el mundo está juzgado y perdido, si nuestras esperanzas están
cifradas en los cielos, debe resultar necesariamente de ello que pensemos y
obremos como extranjeros y transeúntes en esta tierra, y esto deberá
manifestarse durante toda la vida. Si nuestro corazón está ya arriba, en el
cielo, no le queda sino demostrarlo. Tal cosa evidentemente implica una
profesión pública y declarada, o sea: un claro testimonio para Cristo.
¿Estaríamos satisfechos de un amigo que no nos reconociera o no confesara su
amistad con nosotros cuando las circunstancias nos fueran adversas? Un cristiano
que se esconde, que oculta su fe, es evidentemente un mal cristiano.
Mirando
a Jesús por la fe, las cosas que hemos visto de lejos se hacen cercanas, como
si las estrecháramos ya entre nuestros brazos. Como creyentes ya no nos ocupamos
del país del cual hemos salido; nuestro corazón se vincula con esa otra patria
que está ante nosotros. Al surgir ciertas dificultades, si los afectos de
nuestro corazón no están puestos en Jesús, el mundo no tarda en recobrar su
imperio sobre nosotros.
Cuando
el apóstol Pablo declara que "aquellas cosas que me eran ganancia, yo las
he tenido por pérdida a causa de Cristo", no lo hacía en un momento de
exaltación para arrepentirse de ello a continuación; él estaba tan lleno de
Cristo que lo estimaba todo como basura: "más aún, todas las cosas las
tengo por pérdida a causa de la sobresaliente excelencia del conocimiento de
Cristo Jesús, Señor mío, por causa de quien lo he perdido todo y lo tengo por basura,
para que yo gane a Cristo" (Filipenses 3:7-8). La constancia del corazón
muestra que los afectos de un cristiano están dirigidos hacia lo que todavía
está por delante, esto es, que sus esperanzas están en las cosas celestiales, y
entonces el Señor no se avergüenza de ser llamado su Dios.
De
dos cosas una: o bien se manifiesta la "carne" o bien actúa la fe; a
la verdad es imposible que podamos detenernos entre ambas. El cristiano ha de
extenderse hacia lo que es del cielo; los anhelos, los deseos del hombre nuevo
son celestiales. Intentar vincularlos nuevamente al mundo, con el fin de
mejorarlo valiéndonos del cristianismo, es una cosa terrenal. No es éste el designio
del Señor, él quiere vincularnos al cielo; debemos poseer, pues, el cielo sin
el mundo, o el mundo sin el cielo. Aquel que nos prepara una ciudad no puede
querer para nosotros algo que se interponga entre ambos. El anhelo de una
patria mejor, es el deseo de una naturaleza que es enteramente celestial.
"Por fe Abraham, cuando fue probado, ofreció en sacrificio
a Isaac; es decir, el que había recibido gozosamente las promesas, iba a
ofrecer a su hijo unigénito, respecto de quien se le había dicho: En Isaac será
llamada tu descendencia; considerando que aun de entre los muertos podía Dios
resucitarle: de donde también le volvió a recibir en parábola" (v. 17-19).
Abraham
se aferraba a las promesas antes que a los afectos naturales. Para él, la
fuerza de la prueba consistía en que Dios había designado a Isaac como a la
descendencia aceptada, a la cual iban unidas las promesas. La fe cuenta con
Dios, y Dios detiene a Abraham y le confirma las promesas con respecto a su
descendencia iniciada en Isaac. Al obedecer, adquirimos un conocimiento de los
caminos de Dios, los cuales ignoraríamos sin dicha obediencia. La incredulidad
nos hace perder el gozo, el poder y la vida espiritual; en dicha condición, ya
no sabemos dónde estamos ni a dónde vamos.
"Por fe Moisés, cuando era ya hombre, rehusó ser
llamado hijo de la hija de Faraón; escogiendo antes padecer aflicción con el
pueblo de Dios que gozar de las delicias pasajeras del pecado; estimando por
mayor riqueza el vituperio de Cristo que los tesoros de Egipto; porque tenía su
mirada puesta en la remuneración" (v. 24-26).
El
corazón carnal se vale de la providencia de Dios para utilizarla contra la vida
de la fe. La providencia lleva a la hija de Faraón hasta Moisés niño,
colocándolo (así lo parece) en medio de la sabiduría del mundo, en la corte de
Faraón, para utilizar su influencia en favor de Israel. Ahora bien, lo primero
a que le obliga la fe es a abandonar todo aquello. Cabe que, gracias a su
influencia en la corte de Faraón, Moisés hubiera podido socorrer a Israel, pero
éste hubiera tenido que permanecer en la servidumbre de Egipto. La fe es
"imprudente", pero tiene esa prudencia eterna que confía en Dios y
nada más que en Dios. La fe discierne lo que es del Espíritu, pues lo que no es
del Espíritu no es de la fe, no es Dios. Atenerse a la providencia del modo
que ofrecen a primera vista los hechos que concurren en ella, es —en el fondo—
desear "gozar de las delicias pasajeras del pecado"; se ama al mundo
y se busca el apoyo en las circunstancias antes que en Dios, y no se trata de
una «buena providencia» cuando finalmente el hombre se ha de perder.
Moisés
parece inutilizarse a sí mismo al preferir el oprobio del pueblo de Dios, y del
pueblo de Dios en mala situación. Bien podía ver el pueblo en una triste condición,
pero la fe identifica al pueblo de Dios con las promesas del Señor y lo
considera, no según su estado, sino conforme a los pensamientos de Dios.
Enérgico contra el mal, Moisés cuenta sólo con Dios en lo que se refiere a su
pueblo.
"Por fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del
rey, porque persistía como si viera al que es invisible" (v. 27).
El
mundo desearía convencernos de que somos buenos cristianos, mientras actuemos y
caminemos como los demás. Llamada a la gloria, la fe, necesariamente, tiene que
dejar a Egipto, porque no es allí donde Dios ha colocado la gloria; estar a
gusto en el mundo no es estar a gusto en el cielo: "Todo lo que hay en el
mundo, la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la
vanagloria de la vida, no procede del Padre, sino que es del mundo" (1
Juan 2:16).
Dejar
el mundo cuando éste nos echa o aísla de sí, no es obrar por la fe, sino
mostrar que nuestra voluntad era la de permanecer en él tanto como hubiéramos
podido. La fe obra según las promesas de Dios y no porque se vea desechada por
el mundo. Moisés ve "al que es invisible"" y esto le fortalece y
reafirma. De igual modo, cuando nosotros experimentamos la presencia de Dios,
Faraón no es nada, y no porque las circunstancias sean menos peligrosas, sino
porque Dios está presente.
Cuando
disfrutamos de la comunión con el Señor, las circunstancias se convierten en ocasión
de una obediencia apacible; pero notemos que lo que manifiesta la obediencia
en Jesús es una piedra de tropiezo para Pedro. Cristo Jesús apura el cáliz de
su agonía que el Padre le envía, pero Pedro saca su espada. Donde no hay comunión,
hay flaqueza e indecisión.
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