domingo, 1 de septiembre de 2013

La ley del Leproso y su purificación.

El log de aceite.
"Asimismo tomará el sacerdote del log de aceite y lo echará sobre la palma de su mano izquierda, y mo­jará su dedo derecho en el aceite que tiene en su mano izquierda, y esparcirá del aceite con su dedo siete veces delante de Jehová" (vers. 15-16).
Hasta aquí el sacerdote se ocupó continuamente del leproso, ahora lo deja de lado por un momento en tanto que derrama el aceite ante Jehová... Ya sabemos que en las Escrituras, el aceite es un símbolo del Espíritu Santo, y lo que hace el sacerdote en este momento nos habla de las delicias que Dios halló en la virtud del Es­píritu Santo manifestada en la vida y en la muerte de su amado Hijo; no olvidemos que el Espíritu Santo no es solamente una influencia, es "el Dios vivo y verda­dero". ¡Cuán precioso es recordar que una persona di­vina perfectamente agradable a Dios está aquí en la tierra, haciendo su voluntad por nosotros ahora, a glo­ria de Dios, como la hizo en perfección por Cristo en­tonces. ¿Os acordáis cómo desde lo alto de los cielos abiertos descendió el Espíritu Santo, en forma corporal de una paloma, sobre Jesús, señalando Dios el Padre a su Hijo entre la muchedumbre reunida a orillas del Jor­dán? (Mateo 3,16-17). Pues bien, ahora el mismo Espí­ritu Santo quien desde Pentecostés habita en la Iglesia y en cada creyente, está aquí abajo, más que nada, para glorificar a Dios reproduciendo unos rasgos de Cristo por cada uno de aquellos que son su templo (1. Corin­tios 6,19).
"Y de lo que quedare del aceite que tiene en su mano, pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho, encima de la sangre del sacrificio por la culpa" (vers. 17).
El "leproso" fue presentado a Jehová llevando so­bre sí la sangre del sacrificio por la culpa mientras el sacerdote derramaba el aceite como aspersión delante de Jehová; ahora aplica el aceite sobre el lóbulo de la oreja derecha del leproso, sobre su mano y su pie, enci­ma de la sangre. Esta aplicación del aceite representa la energía del Espíritu Santo que nos presenta a Dios en la virtud del sacrificio de Cristo, y que también nos revela el valor de su sangre, de su obra y su persona: "éste me glorificará —dijo el Señor— porque tomará de lo mío y os lo hará saber... él os guiará a toda verdad; porque no hablará de sí mismo, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que han de ve­nir" (Juan 16,13-14). Además el Espíritu es el poder para que el creyente sirva a Dios y le alabe; y bien sa­bemos que todas las variadas actividades de la Iglesia, que es templo de Dios por el Espíritu, dependen de su presencia (Efesios 2,22; 1. Corintios 12).
"Y de lo que quedare del aceite que tiene en su ma­no, el sacerdote lo pondrá sobre la cabeza del que se purifica" (vers. 18). ¡Parece que el aceite no se agota nunca! Aunque haya sido derramado siete veces delante de Jehová, puesto sobre la oreja, la mano, y el pie del leproso, queda todavía para ungir su cabeza. Esto nos recuerda la escena que leemos en 2. Reyes 4,1-7: mien­tras hay vasos que llenar, el aceite no se agota; y en 1. Reyes 17,14, Elias el profeta dice: "la tinaja de la harija no escaseará, ni se disminuirá la botija del aceite..." Pues Dios no da el Espíritu por medida (Juan 3,34). Por grande que sea nuestra necesidad de su po­der, estemos seguros que el Espíritu de Dios es más que suficiente para todo; y una vez nuestro ministerio para Dios y los hombres plenamente cumplido por el Espíritu aquí abajo, quedará aún para alabar en los atrios celes­tiales porque "estará con nosotros para siempre" (Juan 14,16).
Aquellos para quienes en Israel era prescripto reci­bir el óleo de la unción, eran los sacerdotes, los reyes, en un solo caso un profeta (1. Reyes 19,16)... y los le­prosos purificados. ¡En qué sorprendente y maravillosa compañía han sido introducidos! ¡Misterio insondable: sacerdotes y pecadores salvados, adoran juntos! Tal es la posición en la que desde ya el Señor ha introducido a sus rescatados: "nos hizo reyes y sacerdotes para Dios y su Padre" (Apocalipsis 1,6). Además, el Espíritu que hemos recibido es el Espíritu de adopción, "por el cual clamamos: ¡Abba Padre!" (Romanos 8,15). ¡Cuánto so­brepasa todo esto nuestra imaginación! Nadie hubiera pensado jamás que un ser vil, desterrado, inmundo, haya podido ser introducido en una posición en la cual cual­quier común del pueblo israelita "en la carne" era ex­cluido: la de sacerdote, de rey, y la más excelente de todas, la de hijo de Dios; no podemos sino prosternarnos en adoración ante el amor de nuestro Padre.
"Y hará el sacerdote propiciación por él delante de Jehová..." (vers. 18). El aceite parece completar la ofrenda, pero no es éste que ha expiado los pecados sino sólo la sangre derramada del sacrificio por la culpa. Mas el aceite colocado sobre la sangre muestra con cla­ridad cuán íntimamente el Espíritu Santo está unido a la ofrenda sangrienta de nuestro Salvador, y que sola­mente por ella podemos gozar de la presencia del Espí­ritu, quien a su vez nos revela toda la excelencia de esta ofrenda.

El sacrificio por el pecado, el holocausto y el presente de flor de harina
¿Qué más puede decirse? Agregar algo sería quizás echar a perder este cuadro que nos parece perfecto ya, pero descubrimos que faltan aún dos ofrendas; he aquí una: "ofrecerá luego el sacerdote el sacrificio por el pe­cado y hará propiciación por el que se ha de purificar por su inmundicia" (vers. 19). ¡Qué obra completa y perfecta realizó nuestro Salvador en la cruz del Calva­rio! No solamente los pecados son todos borrados para siempre por la sangre del sacrificio por la culpa, mas por el sacrificio por el pecado ha sido juzgada nuestra vieja e incurable naturaleza adámica, la "raíz" que pro­duce !os pecados. Ya que esta naturaleza no puede ser perdonada, ni mejorada, es juzgada, crucificada, sepul­tada (Romanos 6,6): nuestro "Sacrificio" por el pecado lo ha hecho todo. Moisés en su tiempo tuvo que cono­cer lo que el apóstol nos dice en el Nuevo Testamento de esa vieja naturaleza que no es sino pecado, cuando Jehová le ordena poner la mano en su seno, al retirarla está blanca de lepra. Mientras esperamos el momento de estar en nuestra habitación celestial donde no seremos más turbados por nuestra vieja naturaleza que tanto mal nos causa hasta hoy, podemos desde ya tenerla por muerta al pecado (Romanos 6,11).
Aun un toque final y el cuadro es perfecto: "y des­pués degollará el holocausto y hará subir el sacerdote el holocausto y la ofrenda sobre el altar. Así hará el sacer­dote propiciación por él y será limpio" (vers. 20).
Según la ordenanza establecida en el capítulo 4 del Levítico la persona que pecare debía posar su mano so­bre la cabeza de la víctima que traía por su culpa para que de esta manera sus pecados sean transmitidos sobre el sacrificio, como cuando era ofrecido un holocausto (capítulo 1,4) el adorador que lo traía ponía su mano sobre la cabeza del sacrificio, y así toda la eficacia de la ofrenda se transmitía sobre él. El holocausto (palabra que significa, enteramente quemado) expresa la perfec­ción del sacrificio de Cristo ofrecido a Dios en la cruz, y que por gracia nos es comunicada; además el holocaus­to es la más alta expresión de lo que un creyente puede ofrecer a Dios por Cristo en el servicio de la adoración y consagración.
La ofrenda del presente hecha de flor de harina, sustancia contenida en "el grano de trigo", suave, un­tuosa al tocar, sin asperezas, con una blancura inmacu­lada, convenía muy bien como símbolo de la humanidad perfecta de Cristo. En el capítulo 2 del Levítico tene­mos prescriptos los distintos modos de cocinar ese pre­sente de flor de harina que simboliza los distintos gra­dos de los sufrimientos de Cristo, siempre más intensos, a los cuales su vida perfecta fue sometida, para culmi­nar en el Gólgota. Con esa ofrenda del presente, la purificación del leproso es consumada.
Él puede repasar en su espíritu su vida anterior fue­ra del campamento, luego su purificación, su presenta­ción a Jehová; ve sobre él aquella sangre que borró to­dos sus pecados; es consciente de su nueva y maravi­llosa posición de rey, de sacerdote y de hijo en la cual acaba de ser introducido por el Espíritu; sus miradas siguieron el humo que subió de "la ofrenda por el peca­do" que lo ha purificado de su "yo" incurable. . . ¡Qué historia la suya! ¡Qué gratitud debe brotar de su co­razón!
¿Qué podría ofrecer ahora al que hizo tanto por él? Su corazón desborda de alabanza, las que acompañan el holocausto que ahora arde sobre el altar y que pro­porciona a Dios un anticipo del "suave olor" que subió de la cruz... Ofrece también "el presente de flor de harina", esa Vida, la de Cristo, pura y sin tacha, vida tan diferente de la suya. Así el leproso limpiado no está aquí en la posición de rey, sacerdote y de hijo solamen­te, sino en la de adorador también. Allí lo dejaremos prosternado ante el holocausto cuya fragancia sube ha­cia Dios, y podemos oírle exclamar como el salmista enajenado:
"ungiste mi cabeza con aceite, mi copa está rebosando"

Amigo lector creyente, estas experiencias, este ca­mino no son otra cosa que tus experiencias y tu camino; ¡gracia infinita! Pueda ella inclinar nuestros corazones hacia un amor más ardiente para Aquel que todo lo ha hecho a nuestro favor.

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