El log de
aceite.
"Asimismo tomará el sacerdote del log de aceite y
lo echará sobre la palma de su mano izquierda, y mojará su dedo derecho en el
aceite que tiene en su mano izquierda, y esparcirá del aceite con su dedo siete
veces delante de Jehová" (vers. 15-16).
Hasta aquí el sacerdote se ocupó continuamente
del leproso, ahora lo deja de lado por un momento en tanto que derrama el
aceite ante Jehová... Ya sabemos que en las Escrituras, el aceite es un símbolo
del Espíritu Santo, y lo que hace el sacerdote en este momento nos habla de las
delicias que Dios halló en la virtud del Espíritu Santo manifestada en la vida
y en la muerte de su amado Hijo; no olvidemos que el Espíritu Santo no es
solamente una influencia, es "el Dios vivo y verdadero". ¡Cuán precioso
es recordar que una persona divina perfectamente agradable a Dios está aquí en
la tierra, haciendo su voluntad por nosotros ahora, a gloria de Dios, como la
hizo en perfección por Cristo entonces. ¿Os acordáis cómo desde lo alto de los
cielos abiertos descendió el Espíritu Santo, en forma corporal de una paloma,
sobre Jesús, señalando Dios el Padre a su Hijo entre la muchedumbre reunida a
orillas del Jordán? (Mateo 3,16-17). Pues bien, ahora el mismo Espíritu Santo
quien desde Pentecostés habita en la Iglesia y en cada creyente, está aquí
abajo, más que nada, para glorificar a Dios reproduciendo unos rasgos de Cristo
por cada uno de aquellos que son su templo (1. Corintios 6,19).
"Y de lo que quedare del aceite que
tiene en su mano, pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del
que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie
derecho, encima de la sangre del sacrificio por la culpa" (vers. 17).
El "leproso" fue presentado a
Jehová llevando sobre sí la sangre del sacrificio por la culpa mientras el
sacerdote derramaba el aceite como aspersión delante de Jehová; ahora aplica el
aceite sobre el lóbulo de la oreja derecha del leproso, sobre su mano y su pie,
encima de la sangre. Esta aplicación del aceite representa la energía del
Espíritu Santo que nos presenta a Dios en la virtud del sacrificio de Cristo, y
que también nos revela el valor de su sangre, de su obra y su persona:
"éste me glorificará —dijo el Señor— porque tomará de lo mío y os lo hará
saber... él os guiará a toda verdad; porque no hablará de sí mismo, sino que
hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que han de venir"
(Juan 16,13-14). Además el Espíritu es el poder para que el creyente sirva a
Dios y le alabe; y bien sabemos que todas las variadas actividades de la
Iglesia, que es templo de Dios por el Espíritu, dependen de su presencia (Efesios
2,22; 1. Corintios 12).
"Y de lo que quedare del aceite que
tiene en su mano, el sacerdote lo pondrá sobre la cabeza del que se
purifica" (vers. 18). ¡Parece que el aceite no se agota nunca! Aunque haya
sido derramado siete veces delante de Jehová, puesto sobre la oreja, la mano, y
el pie del leproso, queda todavía para ungir su cabeza. Esto nos recuerda la
escena que leemos en 2. Reyes 4,1-7: mientras hay vasos que llenar, el aceite
no se agota; y en 1. Reyes 17,14, Elias el profeta dice: "la tinaja de la
harija no escaseará, ni se disminuirá la botija del aceite..." Pues Dios
no da el Espíritu por medida (Juan 3,34). Por grande que sea nuestra necesidad
de su poder, estemos seguros que el Espíritu de Dios es más que suficiente
para todo; y una vez nuestro ministerio para Dios y los hombres plenamente
cumplido por el Espíritu aquí abajo, quedará aún para alabar en los atrios
celestiales porque "estará con nosotros para siempre" (Juan 14,16).
Aquellos para quienes en Israel era prescripto
recibir el óleo de la unción, eran los sacerdotes, los reyes, en un solo caso
un profeta (1. Reyes 19,16)... y los leprosos purificados. ¡En qué
sorprendente y maravillosa compañía han sido introducidos! ¡Misterio
insondable: sacerdotes y pecadores salvados, adoran juntos! Tal es la posición
en la que desde ya el Señor ha introducido a sus rescatados: "nos hizo
reyes y sacerdotes para Dios y su Padre" (Apocalipsis 1,6). Además, el
Espíritu que hemos recibido es el Espíritu de adopción, "por el cual
clamamos: ¡Abba Padre!" (Romanos 8,15). ¡Cuánto sobrepasa todo esto
nuestra imaginación! Nadie hubiera pensado jamás que un ser vil, desterrado,
inmundo, haya podido ser introducido en una posición en la cual cualquier
común del pueblo israelita "en la carne" era excluido: la de
sacerdote, de rey, y la más excelente de todas, la de hijo de Dios; no podemos
sino prosternarnos en adoración ante el amor de nuestro Padre.
"Y hará el sacerdote propiciación por
él delante de Jehová..." (vers. 18). El aceite parece completar la
ofrenda, pero no es éste que ha expiado los pecados sino sólo la sangre derramada
del sacrificio por la culpa. Mas el aceite colocado sobre la sangre muestra con
claridad cuán íntimamente el Espíritu Santo está unido a la ofrenda sangrienta
de nuestro Salvador, y que solamente por ella podemos gozar de la presencia
del Espíritu, quien a su vez nos revela toda la excelencia de esta ofrenda.
El sacrificio por el pecado, el holocausto
y el presente de flor de harina
¿Qué más puede decirse? Agregar algo sería
quizás echar a perder este cuadro que nos parece perfecto ya, pero descubrimos
que faltan aún dos ofrendas; he aquí una: "ofrecerá luego el sacerdote el
sacrificio por el pecado y hará propiciación por el que se ha de purificar por
su inmundicia" (vers. 19). ¡Qué obra completa y perfecta realizó nuestro
Salvador en la cruz del Calvario! No solamente los pecados son todos borrados
para siempre por la sangre del sacrificio por la culpa, mas por el sacrificio
por el pecado ha sido juzgada nuestra vieja e incurable naturaleza adámica, la
"raíz" que produce !os pecados. Ya que esta naturaleza no puede ser
perdonada, ni mejorada, es juzgada, crucificada, sepultada (Romanos 6,6):
nuestro "Sacrificio" por el pecado lo ha hecho todo. Moisés en su
tiempo tuvo que conocer lo que el apóstol nos dice en el Nuevo Testamento de
esa vieja naturaleza que no es sino pecado, cuando Jehová le ordena poner la
mano en su seno, al retirarla está blanca de lepra. Mientras esperamos el
momento de estar en nuestra habitación celestial donde no seremos más turbados
por nuestra vieja naturaleza que tanto mal nos causa hasta hoy, podemos desde
ya tenerla por muerta al pecado (Romanos 6,11).
Aun un toque final y el cuadro es
perfecto: "y después degollará el holocausto y hará subir el sacerdote el
holocausto y la ofrenda sobre el altar. Así hará el sacerdote propiciación por
él y será limpio" (vers. 20).
Según la ordenanza establecida en el capítulo
4 del Levítico la persona que pecare debía posar su mano sobre la cabeza de la
víctima que traía por su culpa para que de esta manera sus pecados sean
transmitidos sobre el sacrificio, como cuando era ofrecido un holocausto
(capítulo 1,4) el adorador que lo traía ponía su mano sobre la cabeza del
sacrificio, y así toda la eficacia de la ofrenda se transmitía sobre él. El
holocausto (palabra que significa, enteramente quemado) expresa la perfección
del sacrificio de Cristo ofrecido a Dios en la cruz, y que por gracia nos es
comunicada; además el holocausto es la más alta expresión de lo que un
creyente puede ofrecer a Dios por Cristo en el servicio de la adoración y
consagración.
La ofrenda del presente hecha de flor de
harina, sustancia contenida en "el grano de trigo", suave, untuosa
al tocar, sin asperezas, con una blancura inmaculada, convenía muy bien como
símbolo de la humanidad perfecta de Cristo. En el capítulo 2 del Levítico tenemos
prescriptos los distintos modos de cocinar ese presente de flor de harina que
simboliza los distintos grados de los sufrimientos de Cristo, siempre más
intensos, a los cuales su vida perfecta fue sometida, para culminar en el
Gólgota. Con esa ofrenda del presente, la purificación del leproso es
consumada.
Él puede repasar en su espíritu su vida anterior
fuera del campamento, luego su purificación, su presentación a Jehová; ve
sobre él aquella sangre que borró todos sus pecados; es consciente de su nueva
y maravillosa posición de rey, de sacerdote y de hijo en la cual acaba de ser
introducido por el Espíritu; sus miradas siguieron el humo que subió de
"la ofrenda por el pecado" que lo ha purificado de su "yo"
incurable. . . ¡Qué historia la suya! ¡Qué gratitud debe brotar de su corazón!
¿Qué podría ofrecer ahora al que hizo
tanto por él? Su corazón desborda de alabanza, las que acompañan el holocausto
que ahora arde sobre el altar y que proporciona a Dios un anticipo del
"suave olor" que subió de la cruz... Ofrece también "el presente
de flor de harina", esa Vida, la de Cristo, pura y sin tacha, vida tan
diferente de la suya. Así el leproso limpiado no está aquí en la posición de
rey, sacerdote y de hijo solamente, sino en la de adorador también. Allí lo
dejaremos prosternado ante el holocausto cuya fragancia sube hacia Dios, y
podemos oírle exclamar como el salmista enajenado:
"ungiste mi cabeza con aceite, mi copa está rebosando"
Amigo lector creyente, estas experiencias,
este camino no son otra cosa que tus experiencias y tu camino; ¡gracia
infinita! Pueda ella inclinar nuestros corazones hacia un amor más ardiente
para Aquel que todo lo ha hecho a nuestro favor.
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