Colosenses 4:12
Hay una
diferencia muy notable entre los anales inspirados del pueblo de Dios y todas
las biografías humanas. Se puede muy bien decir de los primeros, que abarcan muchas
cosas en pocas palabras, mientras que, de un gran número de las segundas,
se puede decir, verdaderamente, que utilizan muchas palabras para poca
cosa. La historia de uno de los santos del Antiguo Testamento —historia
que comprende un período de 365 años— se resume en estas dos breves frases:
“Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios” (Génesis
5:24). ¡Qué breves y, sin embargo, qué vastas y completas! ¡Cuántos volúmenes
habrían llenado los hombres con los detalles de una vida así! Y, sin embargo,
¿qué más habrían podido añadir? Andar con Dios es una expresión que comprende
todo lo que es posible decir de un individuo. Un hombre puede dar la vuelta al
mundo, puede predicar el Evangelio en todos los climas, puede sufrir por la
causa de Cristo, puede alimentar a los que tienen hambre, vestir a los que
están desnudos, visitar a los enfermos; puede leer, escribir, imprimir y publicar
libros de edificación; en una palabra, puede hacer todo lo que le sea posible
hacer al hombre y, con todo ello, su vida entera podría resumirse con esta
corta frase: “anduvo con Dios”. Y podrá sentirse dichoso si este resumen
refleja la verdad, pues uno podría hacer prácticamente todo lo que acabamos de
enumerar sin haber caminado ni una sola hora con Dios y ni siquiera haber
conocido lo que significa andar con Dios. Este pensamiento, profundamente serio
y práctico, debería conducirnos a cultivar cuidadosamente la vida secreta,
apartada de la vista de los demás, sin la cual los servicios más vistosos
resultarán sólo en una llama fugaz y humo.
Hay
algo particularmente conmovedor en la manera en que el nombre de Epafras es
presentado por primera vez a nuestra atención en el Nuevo Testamento. Las
alusiones a este hermano son de lo más breves, pero, al mismo tiempo, de lo más
significativas. Parece haber sido el tipo de una clase de hombres cuya
necesidad se hace sentir vivamente en nuestros días. Sus trabajos —al menos en
cuanto a lo que el inspirado escritor nos ha informado— no parecen haber sido
muy llamativos ni atractivos. No eran de una naturaleza que atrajera las
miradas o las alabanzas de los hombres, y no por ello dejaban de ser de los más
preciosos, y hasta diría de incomparable valor. Eran trabajos hechos en la intimidad,
después de haber cerrado la puerta tras de sí, trabajos hechos en el santuario,
sin los cuales todo lo demás resulta, al final, estéril y sin valor. Él no nos
es presentado por el biógrafo sagrado como un poderoso predicador, como un
laborioso escritor, como un intrépido viajero, lo que podría haber sido si el
Señor lo hubiese querido y lo que, en su debido lugar, es verdaderamente útil
y precioso. El Espíritu Santo no nos dice que Epafras fuese uno de esos
hombres, sino que puso ante nuestras miradas ese carácter particularmente
interesante, a fin de conmover hasta las fibras más íntimas de nuestro ser
espiritual y moral. Nos lo presenta como un hombre de oración, de
oración solícita, ferviente, que se perece y combate por lograr su objetivo, de
oración no tanto por sí mismo como por los demás. Escuchemos al respecto el
testimonio inspirado:
“Os saluda Epafras, el cual es uno de
vosotros, siervo de Cristo, siempre rogando encarecidamente [gr.: ἀγωνίζομαι
(agonizomai), esto es, agonizando, combatiendo] por
vosotros en sus oraciones, para que estéis firmes, perfectos y completos en
todo lo que Dios quiere. Porque de él doy testimonio de que tiene gran
solicitud por vosotros, y por los que están en Laodicea, y los que están en
Hierápolis” (Colosenses 4:12-13).
¡Ése
era Epafras! ¡Quisiera Dios que hubiera centenares de cristianos como él en
nuestros días! Estamos agradecidos por tener predicadores, agradecidos por
tener escritores piadosos, agradecidos por ver hermanos que viajan por la causa
de Cristo, pero carecemos de hombres de oración, de hombres de la intimidad, de
hombres como Epafras. Nos sentimos dichosos de ver hombres que predican a
Cristo, dichosos de ver que son capaces de manejar la “pluma de escribientes
muy ligeros” en favor de la noble causa, dichosos de verlos ponerse en camino
—con verdadero espíritu evangélico— hacia “lugares que están más allá de
nosotros” (2 Corintios 10:16), dichosos de verlos, con verdadero espíritu pastoral,
yendo repetidas veces a visitar a sus hermanos de distintos lugares. A Dios no
le place que despreciemos tan honorables servicios o que hablemos
desfavorablemente de ellos; al contrario, no sabríamos expresar con palabras la
alta estima que tenemos por tales hombres. Pero, así y todo, tenemos necesidad
de un espíritu de oración, de oración ferviente, perseverante, de oración
combativa, sin la cual nada puede prosperar. Un hombre sin oraciones es un
hombre sin savia. Un predicador sin oraciones es un predicador inútil. Un autor
sin oración no escribirá más que páginas ineficaces. Un evangelista sin
oración hará poco bien. Un pastor sin oración tendrá poco alimento para
distribuir entre el rebaño. Tenemos necesidad de hombres de oración, de
hombres como Epafras, de quienes las paredes de sus alcobas sean testigos de
sus trabajos, de sus combates. Indiscutiblemente, tales son los hombres que el
momento actual demanda sobre todas las cosas.
Hay
inmensas ventajas relacionadas con esos trabajos llevados a cabo en la intimidad,
ventajas muy particulares; ventajas para quienes se dedican a esos trabajos y
ventajas para quienes son objeto de ellos. Son trabajos tranquilos y modestos,
cumplidos en el retiro, en la santa y santificadora soledad de la presencia
divina, fuera de la vista de los hombres. Quizá los colosenses nunca habrían
conocido los trabajos de amor de Epafras con respecto a ellos si el Espíritu
Santo no hubiera hecho mención de los mismos. Es posible que a algunos les haya
parecido que él tenía poca solicitud y celo para con ellos; es probable que
haya habido entonces, como las hay hoy en día, personas que miden el interés y
la simpatía de un hermano por sus visitas o sus cartas. Ésa sería una falsa
medida. Habría sido preciso verlo de rodillas para conocer el grado de su
simpatía e interés por el bien de sus hermanos. Puede que el amor por
los viajes nos haga ir a visitar a los hermanos; puede que la
manía de escribir nos impulse a dirigir cartas a uno y otro lado,
mientras que nada, salvo un verdadero amor por las almas y por
Cristo, podrá jamás conducimos a combatir, como lo hacía Epafras, en favor
de los hijos de Dios, para que estuvieran “firmes, perfectos, y plenamente
asegurados en toda la voluntad de Dios”.
Además,
los preciosos trabajos de la intimidad no demandan un don especial, ni talentos
particulares, ni facultades intelectuales eminentes. Todo cristiano puede
dedicarse a ellos. Un hijo de Dios puede no tener capacidad para predicar,
para enseñar, escribir o viajar, pero todo cristiano puede
orar. A veces se oye hablar de un don de oración: una expresión
que no nos satisface en absoluto; al contrario, nos choca. Se la aplica a
menudo a una pura y fácil redundancia de ciertas verdades, muy conocidas, que
la memoria retiene y los labios repiten, lo que, después de todo, es algo de
muy poco valor. No ocurría así con Epafras, ni es lo que nos falta ni lo que
deseamos sobre todo ahora. Lo que nos falta es un verdadero espíritu de
oración, que se preocupe por todas las necesidades actuales de la Iglesia y
que sepa presentar esas necesidades a través de intercesiones perseverantes, fervientes
y plenas de fe ante el trono de la gracia. Este espíritu puede ejercitarse en
todo tiempo y circunstancia. Por la mañana, al mediodía, por la tarde o la
noche, toda hora es buena para aquel que trabaja así en la intimidad de su
cuarto; en todo tiempo el corazón puede elevarse al trono de Dios; el oído de
nuestro Padre está siempre abierto; su morada siempre es accesible.
Acerquémonos en cualquier momento, o por cualquier motivo: él está siempre
dispuesto a escuchar y listo para responder. Él es Aquel que oye, Aquel que
otorga, Aquel que ama la oración hecha con importunidad, con insistencia. No
hay palabras que él prefiera a éstas nuestras: “No te dejaré, si no me
bendices” (Génesis 32:26). Él mismo dijo: “Pedid... buscad... llamad” (Mateo
7:7); es necesario “orar siempre y no desmayar” (Lucas 18:1);
“todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo
21:22); “y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios”
(Santiago 1:5). Estas palabras son de aplicación general, pues van dirigidas a
todos los hijos de Dios y el más débil de ellos puede velar, orar, recibir una
respuesta y dar gracias.
Más
aún, nada es más adecuado para despertar en nosotros un vivo interés por el
bienestar de los demás que el hábito de orar constantemente por ellos. Epafras
tenía un profundo interés por los cristianos de Colosas, de Laodicea y de
Hierápolis. Su interés por ellos le inducía a orar y sus oraciones le inducían
a interesarse por ellos. Cuanto más nos interesemos por alguien, más oraremos
por él y, cuanto más oremos, más vivo y sincero será nuestro interés. Si somos
impulsados a orar por los hermanos, podemos regocijaros anticipadamente de sus
progresos en la fe y de su prosperidad espiritual. Asimismo, en cuanto a los
inconversos, cuando somos conducidos a presentarnos ante Dios en favor de
ellos, podemos esperar su conversión con profundos y ansiosos deseos, y luego,
cuando ella tenga lugar, saludarla con sincero reconocimiento. Eso debería
incitamos a imitar a Epafras, a quien el Espíritu Santo acuerda el honorable
epíteto de “siervo de Cristo” a causa de sus fervientes oraciones por el pueblo
de Dios (Colosenses 4:12).
Finalmente,
el motivo más elevado que pueda ser presentado para cultivar el espíritu de
Epafras es el hecho de que él está completamente en armonía con el espíritu de
Cristo, quien siempre vela por su pueblo y desea que todos sus rescatados estén
“firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere”, de manera que
aquellos que son llevados a orar con tal fin tienen el privilegio de estar en
santa comunión con el gran Intercesor. ¿No es maravilloso que a pobres y
débiles criaturas les sea permitido aquí abajo pedir a Dios precisamente lo que
ocupa los pensamientos y las simpatías del Señor de gloria? ¡Qué lazo poderoso
había entre el corazón de Epafras y el de Cristo cuando el primero trabajaba y
combatía por sus hermanos de Colosas!
Hermanos:
meditemos acerca del ejemplo que nos ha dejado Epafras, e imitémosle. Fijemos
nuestra atención en una ciudad cualquiera, como Colosas, y combatamos con
ardor, por medio de nuestras oraciones, a favor de los cristianos que se
encuentren en ella. El momento actual es muy solemne, pues todo parece
acercarse a una crisis: los caracteres se definen, los hombres toman partido, y
así debe ser. Nosotros no somos dejados en la incertidumbre respecto de
aquellos que desean servir al Señor y de aquellos que no lo desean. Pueda el
Señor tener acceso en el corazón de algunos y preparar a los suyos para sufrir
y hacer Su santa voluntad. Ello debe hacemos sentir profundamente nuestra urgente
necesidad de hombres que se asemejen a Epafras, que estén dispuestos a
trabajar, de rodillas, por la causa de Cristo, o a llevar con gozo, si fuera
preciso, las nobles “prisiones del Evangelio” (Filemón 13). Así fue Epafras.
Tres veces se habla de él en las epístolas de Pablo. La primera (Colosenses
1:7) como de un amado consiervo del apóstol, de un “fiel siervo de Cristo” a
favor de los colosenses, quien había llegado a Roma para dar a conocer al prisionero
Pablo el amor de ellos en el Espíritu. La segunda vez, como ya lo vimos,
esencialmente como de un hombre de oración (Colosenses 4:12). La última vez,
como “compañero de prisiones” del apóstol consagrado a los gentiles (Filemón
23).
Quiera
el Señor despertar en medio de nosotros un espíritu de ardientes oraciones y
de intercesión. Es de desear que pueda él suscitar muchos cristianos formados
en el mismo molde de Epafras. Son los hombres que hacen falta para los tiempos
de crisis.
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