Mejor es el fin del negocio que su principio (Eclesiastés 7:8)
El fin de una carrera es generalmente la parte más
difícil. Aparece la fatiga y decae la atención necesaria cuando ésta debe ser
más firme. Todo puede decidirse en los últimos pasos. Una caída a pocos metros
de la meta puede hacer perder la totalidad de la carrera y hacer vano todo el
esfuerzo llevado a cabo hasta allí. Pero a menudo, cuando la meta está a la
vista, el corredor toma nuevo aliento y reúne sus últimas fuerzas para cruzar
la línea de llegada como vencedor.
El capítulo 21 del libro de Números nos presenta a Israel
llegando al fin de la travesía por el grande y terrible desierto; no tenían más
que rodear el país de Edom para alcanzar finalmente la frontera de la tierra
prometida, objetivo muy próximo de ese interminable viaje. Sin embargo, allí,
cuando estaban llegando, el pueblo se desalentó (o se impacientó) en el camino.
¿Qué sucedió luego?: murmuraron y hablaron contra Dios y contra su siervo. ¿Y
cuál fue la causa de esto? Habían descuidado los recursos que Dios les proveía;
faltaba el apetito por el maná, al cual estimaban como un “pan liviano”; se
quejaban de que no había agua, ¡cuando habría sido suficiente hablar a la Peña
para que de ella brotase abundantemente!
Triste estado que
predispone a la caída y da ocasión a la serpiente —agente e imagen del enemigo—
para hacer morir “mucho pueblo”. Ellos “quedaron postrados en el desierto” (1 Corintios
10:5) cuando estaban a punto de llegar a la tierra prometida. Los esfuerzos de
cuarenta años, las privaciones, las largas jornadas, fueron pues completamente
inútiles para “los más de ellos”.
La Iglesia, considerada no
en su posición celestial, sino en su responsabilidad en la tierra, está en
marcha hacia la Ciudad celestial. No hablamos de lo que lleva el nombre de Iglesia
a los ojos de los hombres, sino únicamente de los verdaderos hijos de Dios.
Muchos de ellos corren el riesgo de ser atacados por la fatiga y el desaliento.
Quizá porque se han olvidado un poco de los recursos que tienen a disposición,
han dejado de saborear el pan del cielo o han buscado agua en las agrietadas cisternas
del mundo, en lugar de hablar a la Roca —Cristo— para pedírsela.
Las necesidades crecen cada
vez más y, al mismo tiempo, son cada vez menos sentidas. Entonces se instala la
insatisfacción y a ella le sigue la falta de firmeza, con lo cual se corre el
riesgo de que la serpiente aproveche para hacer caer a muchos. Al decir esto no
ponemos en duda la eterna seguridad del creyente; sabemos que Satanás no puede
arrebatar la salvación de nuestras almas; pero si en la última etapa alguno de
nosotros sufriese una caída por agotamiento ¡qué triste sería!
Todo manifiesta que estamos
a punto de arribar. Llegará un año que será el último para la publicación de
estos artículos. ¿Será el corriente? Nuestros predecesores, que ejercieron su
ministerio durante las pasadas generaciones, dirigiéndose a ellas, aún hablan
estando muertos (Hebreos 11:4).
Escuchémoslos por medio de
sus escritos e imitemos el ejemplo de fe que nos han dejado; es nuestro deber
para con ellos. No dejemos de saborear la Palabra que nos han enseñado a amar.
Y, más que nunca, perseveremos en la oración.
Conscientes de nuestra
debilidad, pero también de la inagotable gracia de Dios, miremos —como el
pueblo lo hacía en figura— a Aquel que fue levantado en la cruz por amor de
nosotros y que ahora, como Autor y Consumador de la fe, alcanzó el fin que se
había propuesto, el objetivo que también nosotros alcanzaremos a su debido
tiempo, quizá sólo dentro de un instante. De este modo, al contemplar el final
glorioso de nuestra carrera, donde ya está Aquel a quien amamos, hallaremos la
energía necesaria para terminar victoriosamente la última etapa.
- (Messager Évangélique,
1987)
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