domingo, 1 de septiembre de 2013

Libertad

Este mes os será principio de los meses;  para vosotros será éste el primero en los meses del año  (Éxodo 12:2). Cuando Jesús hubo tomado el vinagre,  dijo: Consumado es.  Y habiendo inclinado la cabeza,  entregó el espíritu (Juan 19:30).


La libertad es el bien supremo de todo hombre según el pensamiento del mismo hombre, porque piensa que él es libre y que puede tomar las decisiones que le parezcan razonables.  En este marco, en casi todos los países que alguna vez fueron colonias de alguna potencia, buscó tener libertad para gobernarse a sí misma y regir su propio destino, sin importar si esto condujese a los hombres a una confrontación  belicosa con el gobierno que está en el poder, y esto acosta de gran cantidad de vidas humanas. La libertad tiene precio de sangre y de sangre abundantemente derramadas en aras de la libertad.
            Cuando se firma el acta de independencia, marca el inicio de la vida de esa nueva nación. Hasta  el presente todas las naciones que se han independizado tienen una de ella, resguardadas en algún lugar seguro. Esta acta es el testimonio de la voluntad soberana a regirse autónomamente y es el documento legal  que sindica que es una nación soberana y libre.
            En relación a la salida de Israel de Egipto, donde estaban esclavizados ferozmente, también tenemos presente este proceso de independencia.  Ellos postularon a Faraón el deseo de Jehová que saliese el pueblo en su totalidad a la tierra prometida (Éxodo 3:16-17; 5:1). A lo cual Faraón se negó a esta petición  y le aumentó la carga de modo que no pudieron satisfacer la demanda del tirano (Éxodo 5:1ss).
            Dios demostró su poder sobre Faraón y la nación Egipcia enviado las plagas, siendo la última la que marcaría el punto culminante del juicio de Dios sobre este rey pagano. 
            La libertad  de una nación siempre ha implicado muertes de personas antagonistas. Dios había dicho: “Este mes os será principio de los meses;  para vosotros será éste el primero en los meses del año” (Éxodo 12:2).  Y Dios había ordenado que un cordero (o una cabra) fuese sacrificado ya sea para una familia  o dos según fuese el número de integrantes. La sangre de este sacrificio debía colocarse en el dintel de la puerta y en los dos postes. 
            El juicio que vendría, era sobre todos, incluso sobre las bestias (Éxodo 12:12). Si hubo algún israelita que no cumplió el mandato divino, sufrió la consecuencia de este juicio. Es más, si un egipcio hubiese sacrificado este cordero, la sangre de ese sacrificio hubiese salvado al hijo primogénito de esa familia.
            La noche del día fijado llegó, y Jehová demostró su poder.  El ángel de la muerte pasó casa por casa, y donde había sangre del cordero en los postes y el dintel de la puerta, pasaba de largo. Hubo un sacrificio (símbolo de un sacrificio mayor y perfecto), un ser que derramó su vida por el primogénito de esa familia. Visitó todas las casas y no hubo ninguna que no hubiese lloro por la muerte de un ser querido (cf. Éxodo 12:29-30).
            De este modo tenemos que en ambos bandos  hubo muertes, por el lado de Israel  un cordero, por el lado de Egipto, el hijo primogénito.
            Como cristiano, no estamos ajenos a este mismo hecho. Nuestra libertad del pecado y, por consiguiente, de la condenación eterna, también hubo derramamiento de sangre y muerte. Hemos dicho que Dios ordenó a Moisés (y por consiguiente a Israel) sacrificar un cordero que debía ser perfecto. En el Señor Jesucristo tenemos  al cordero sin mancha y perfecto.
            Si leemos en el Salmo 14, vemos lo que Dios ve sobre la tierra: Seres  que niegan a Dios para realizar sus obras abominables. Sus pensamientos son de continuo el mal. Nada bueno había en la tierra, ningún ser que hiciera lo bueno.  Pero para que se cumpliese la voluntad de Dios, de que  su pueblo se salvase, un cordero debía ser sacrificado y la sangre derramada ser puestas en “los postes y dinteles”  del corazón de todo aquel que creyese en la Salvación que Dios estaba otorgando.  Pero al mismo tiempo, la sangre en el dintel y los postes nos recuerda la cruz del calvario, al Señor con los brazos abiertos y su cabeza sangrando.
            Así como en Egipto, el juicio de Dios cayó, pero en su misericordia, no cayó sobre los primogénitos como debió haber sido, sino en su Hijo, su único hijo (Juan 3:16), el primogénito de toda creación (Colosenses 1:5). En Egipto, muchas madres lloraron la muerte de sus hijos, en el monte Gólgota había una sola madre que lloraba la muerte del Hijo de Dios, que había dado la vida  por todos.
            En toda nación se tiene un día de independencia, y todo creyente tiene su día en que comenzó a ser libre, el día en que se convirtió al Señor, en ese día pasó de muerte a vida, de esclavitud a libertad.  Pero en un nivel más global, en un nivel más inconmensurable, a un nivel más grandioso,  el día de la independencia  comenzó cuando el Señor gritó: “Consumado es” (Juan 19:30). ¡Sí! Es como si hubiese gritado: “¡Libertad! El resultado de su obra es que la deuda ha sido saldada, ya nada se debe nada, la justicia de Dios esta saciada, todo ha sido cancelado por la única obra que un ser humano perfecto y acepto había hecho. Por medio de un sacrificio, por medio de sangre derramada, por medio de una vida entregada,  dio la libertad a todo aquel que creyese en Él y lo aceptase como Salvador y Señor.
            Así como la libertad de las naciones significó sacrificios cruentos de cientos y miles de personas, en la obra de “independencia” de la esclavitud del pecado, la obra del Señor Jesucristo también significó que su vida fue entregada para el bien de su pueblo de una manera cruenta.

            ¡Cristiano!  ¡En Cristo Jesús tenemos libertad! ¡Demostremos que amamos a nuestro libertador, que nuestro andar sea digno del Señor, y añoremos encontrarnos pronto con Él!

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