domingo, 3 de agosto de 2014

EL SACERDOCIO CRISTIANO

“Más vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios,  para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9)



Invitamos al lector a abrir su Biblia y leer 1 Pedro 2:1-9. En este hermo­so pasaje, hallará tres vocablos en los que le rogamos que se detenga a meditar con nosotros por unos momentos. Son unas palabras de peso y poder: “viva”, “santo” y “real”, palabras que señalan tres grandes ramas de la verdad cristiana práctica, palabras que declaran a nuestro corazón un hecho que no podemos ponderar con la profundidad que se merece: que el cristianismo es una realidad viva y divina. No es una serie de doctrinas, por verdaderas que sean, ni un sistema de ordenanzas, por prescritas que estén, ni un cierto número de normas y reglas, por importantes que sean.
El cristianismo es mucho más que cualquiera de esas cosas y más que todas ellas juntas. Es una realidad viva, que alienta y habla, activa y pode­rosa, algo que debe verse en la vida de cada día, que debe sentirse, hora tras hora, en las escenas de la vida personal y familiar, algo que forma e influye, un poder divino y celestial, introducido en las escenas y cir­cunstancias en las que tenemos que movernos, como seres humanos, desde el domingo por la mañana hasta el sábado por la noche. No consiste en sos­tener ciertos puntos de vista, ciertas opiniones o principios, ni en ir a un lugar de culto o a otro.
El cristianismo es la vida de Cristo comunicada al creyente, en el que mora y del que fluye, en una infinidad de pequeños detalles que integran nuestra vida práctica diaria. No tiene nada de lo que huele a beatería o santurronería, sino que es algo cordial, puro, elevado, santo y divino. Eso es el cristianismo: Cristo morando en el creyente, y reproducido, por el poder del Espíritu Santo, en el curso práctico de la vida diaria del creyente.
Pero vayamos a nuestros tres vocablos. ¡Quiera el Espíritu Eterno decla­rar a nuestra alma su santo y profundo significado!
Tenemos primero el vocablo “viva“Allegándoos a él, como a piedra viva, rechazada en verdad de los hombres, más para con Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sois edificados” (1 Pedro 2:4-5, VM).
Aquí está lo que podemos llamar el fundamento del sacerdocio cristia­no. Es evidentemente una alusión a esa escena tan interesante de Mateo 16, a la que rogamos al lector que se vuelva por un momento. “Viniendo Jesús a la región de Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?1 Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas” (Mateo 16:13-14).
Había una especulación interminable, sencillamente porque no había un verdadero ejercicio de corazón respecto al bendito Salvador. Unos decían una cosa; otros, otra; y, como resultado, nadie se preocupaba de verdad sobre quién o qué era Él. Por eso, Jesús se desentiende de todas esas espe­culaciones frías, y hace a los Suyos la penetrante pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (v. 15). Deseaba saber lo que pensaban de él, qué evaluación habían hecho de él en sus corazones. “Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (v. 16).
Aquí tenemos la confesión verdadera. Éste es el sólido fundamento de todo el edificio de la Iglesia de Dios y de todo el verdadero cristianismo práctico: “Cristo, el Hijo del Dios viviente”. No más sombras vagas, no más formas sin poder, no más ordenanzas sin vida, todo debe ser penetra­do por esta nueva vida, por esta vida divina y celestial que ha venido a este mundo y es comunicada a todos los que creen en el nombre del Hijo de Dios.
“Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (v. 17-18).
Ahora bien, es evidente que el apóstol Pedro se refiere a esa porción tan magnífica del capítulo 2 de su primera epístola, cuando dice: “Allegándoos a él, como a piedra viva, rechazada en verdad de los hombres, más para con Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas [los mismos vocablos], sois edificados” (1 Pedro 2:4-5, VM). Todos los que creen en Jesús participan de la Roca viviente, de Su vida de resurrección y de victoria. La vida de Cristo, el Hijo del Dios viviente, fluye por todos sus miembros y por cada uno de ellos en par­ticular. Así tenemos al Dios vivo, la piedra viva, las piedras vivas. Todo ello es vida, vida que fluye de una fuente viva, a través de un canal vivo y es comunicada a todos los creyentes, haciéndolos piedras vivas.
Y como esta vida ha sido puesta a prueba por todos los medios posibles y ha salido victoriosa, nunca puede volver a tener que pasar por ningún proceso de prueba o de juicio en absoluto. Ha pasado por la muerte y el jui­cio. Ha descendido por debajo de todas las ondas y las olas de la ira de Dios y ha salido del otro lado en resurrección, en gloria y poder divinos; una vida victoriosa, celestial y divina, completamente fuera del alcance de todos los poderes de las tinieblas. No hay poder de la tierra, ni del infierno, ni de hombres, ni de demonios, que pueda tocar de ninguna forma la vida que posee la piedra más pequeña e insignificante en la Asamblea de Cristo.
Todos los creyentes son edificados sobre la Piedra viva: Cristo; y así son constituidos piedras vivas. Él los hace, en todo respecto, semejantes a sí mismo, excepto en su Deidad, naturalmente, que es incomunicable. ¿Es Él una piedra viva? Ellos son piedras vivas. ¿Es una piedra preciosa? Ellos son piedras preciosas. ¿Es una piedra rechazada? Ellos son piedras rechazadas y desechadas por los hombres. Están, en todo respecto, identificados con Él. ¡Inefable privilegio!
     Aquí, pues, repetimos, está el sólido fundamento del sacerdocio cristia­no, el sacerdocio de todos los creyentes. Antes de que una persona pueda ofrecer un sacrificio espiritual, debe venir a Cristo con fe sencilla y ser edificada sobre él, quien es la base de todo el edificio espiritual. Por lo cual también contiene la Escritura: “He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en ella, no será avergonza­do” (Isaías 28:16).
       ¡Qué preciosas son estas palabras! Dios mismo ha puesto el fundamen­to, y ese fundamento es Cristo; y todos los que creen sencillamente en Cristo, los que depositan en él toda la confianza de su corazón, todos los que están plenamente satisfechos con él, son hechos partícipes de su vida de resurrección y convertidos así en piedras vivas.
¡Qué sencillo es esto! No se nos pide que ayudemos a poner el funda­mento. No se nos llama para que le añadamos ni el peso de una pluma. Dios ha puesto el fundamento, y todo lo que tenemos que hacer es creer y descansar en ello; y él empeña su palabra fiel de que nunca seremos aver­gonzados. El más débil creyente en Jesús tiene la seguridad que Dios mismo le da en su gracia de que jamás será confundido, que jamás será avergonzado, que jamás vendrá a juicio. Está tan libre de todo cargo de culpa y de toda sílaba de condenación, como esa Roca viva sobre la que es edificado.
Querido lector, ¿está usted sobre ese fundamento? ¿Está edificado sobre Cristo? ¿Ha venido a Él como a la Piedra viva de Dios y ha depositado en él toda la con­fianza de su corazón? ¿Está enteramente satisfecho con el fundamento de Dios? ¿O está tratando de añadir algo de su propia cosecha: sus obras, ora­ciones, ordenanzas, votos y resoluciones, sus deberes religiosos? Si es así, si está tratando de añadir al Cristo de Dios la más insignificante jota o tilde, puede estar seguro de que será avergonzado. Dios no soportará que se deshonre de tal forma a Su probada, escogida y preciosa Piedra angular. ¿Se figura usted que Él podría permitir que se colocase algo, sea lo que fuere, jun­to a Su Hijo amado, a fin de formar con Él el fundamento de Su edificio espiritual? Sólo pensarlo sería una impía blasfemia. ¡No! Tiene que ser sólo Cristo. Él basta para Dios, así que bien puede bastar para nosotros; y no hay cosa tan cierta como que todos cuantos rechacen o menosprecien el fundamento de Dios, se aparten de él o le añadan algo, serán cubiertos de confusión perpetua.
Después de haber dado un vistazo al fundamento, fijémonos ahora en el edificio mismo que se levanta sobre él. Esto nos conducirá al segundo de nuestros tres vocablos tan importantes. “Allegándoos a él, como a piedra viva... vosotros también, como piedras vivas, sois edificados en un templo espiritual, para que seáis un sacerdocio santo; a fin de ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios, por medio de Jesucristo” (v. 5).
Todos los verdaderos creyentes son sacerdotes santos. Son hechos así por nacimiento espiritual, así como los hijos de Aarón eran sacerdotes por su nacimiento natural. El apóstol no dice: «Deberíais ser piedras vivas», ni: «Deberíais ser sacerdotes santos». Dice: “Como piedras vivas, sois edificados”. No cabe duda de que, al ser sacerdotes santos y piedras vivas, se nos manda que obremos consecuentemente; pero, antes que podamos cumplir con las obligaciones que pertenecen a tal posición, debemos estar primero en esa posición. Debemos estar primero en una determinada relación, antes que podamos conocer los afectos que surgen de ella. No nos hacemos sacer­dotes al ofrecer sacrificios, sino que, hechos ya sacerdotes por gracia, somos llamados a presentar el sacrificio.
Si viviéramos dos mil años y pasáramos todo ese tiempo trabajando de recio, nunca podríamos llegar mediante ese esfuerzo a la posición de sacer­dotes santos; pero tan pronto como creemos en Jesús —cuando nos llegamos a él con fe sencilla—, desde el momento mismo en que depositamos en él toda la confianza de nuestro corazón, nacemos de nuevo a la posición de sacerdotes santos y alcanzamos entonces el privilegio de acercarnos y ofrecer el sacrificio. ¿Cómo podía uno antiguamente constituirse a sí mismo hijo de Aarón? ¡Imposible! Pero, al haber nacido de Aarón, venía a ser así miembro de la casa sacerdotal. No hablamos ahora de capacidad, sino simplemente de posición. Esta última no se alcanzaba por esfuerzo, sino por nacimiento.
Examinemos ahora la naturaleza del sacrificio que, como sacerdotes santos, tenemos el privilegio de ofrecer: “sacrificios espirituales, acepta­bles a Dios por medio de Jesucristo”. También en Hebreos 13:15, leemos: “Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él (Jesús), sacrificio de alaban­za, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”.
Aquí, pues, tenemos la verdadera naturaleza y el carácter de ese sacrifi­cio que, como sacerdotes santos, hemos de ofrecer: es alabanza, “siempre a Dios... alabanza”. ¡Bendita ocupación! ¡Santo ejercicio! ¡Oficio celestial! Y esto no ha de ser cosa de una ocasión. No es sólo para algún momento singu­larmente favorable, cuando todo parece brillar y sonreír en torno nuestro. No ha de ser solamente en el medio de la llama y el fervor de alguna reunión especialmente poderosa, cuando la corriente del culto fluye de forma profunda, amplia y rápida. No; la expresión es: “siempre... alabanza”. No hay lugar ni tiempo para quejas o murmuraciones, mal humor y descontento, impaciencia e irritabilidad, lamentación por lo que nos rodea, sea lo que fuere, quejarse del mal tiempo, hallar faltas en los que están relacionados con nosotros, ya sea en público o en privado, ya sea en la congregación, en el negocio o en el círculo familiar.
Los sacerdotes santos no deberían tener tiempo para ninguna de estas cosas. Son traídos cerca de Dios, en santa libertad, paz y bendición. Respiran la atmósfera, y caminan a la luz del sol, de la presencia de Dios, en la nueva creación, donde no hay materiales que puedan servir de pasto para una mente avinagrada y descontenta. Podemos sentar como principio fijo —como un axioma— que dondequiera que oímos a alguien que echa por su boca una sarta de quejas sobre las circunstancias, su prójimo, etc., ese tal no comprende lo que es el sacerdocio santo y, como consecuencia, no muestra los frutos prácticos de tal sacerdocio. Un sacerdote santo se regocija “en el Señor siempre” (Filipenses 4:4), siempre está feliz y dispuesto para alabar a Dios. Es cierto que puede ser puesto a prueba de mil maneras; pero esas pruebas las trae a Dios en comunión, no a sus semejantes con quejas. «Aleluya» es la expresión apropiada del miembro más débil del sacer­docio cristiano.
Consideremos ahora por un momento el tercer y último vocablo de nuestro tema. Es el término tan altamente expresivo: “real”. Pedro continúa diciendo: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio... para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admi­rable” (v. 9).
Esto completa el hermoso cuadro del sacerdocio cristiano2. Como sacerdotes santos, nos acercamos a Dios y presentamos el sacrificio de ala­banza. Como sacerdotes reales, andamos delante de nuestros semejantes para anunciar las virtudes, las gracias, los admirables rasgos morales de Cristo, en todos los detalles de la vida práctica diaria. Cada uno de los movimien­tos de un sacerdote real debería emitir la fragancia de la gracia de Cristo.
Nótese de nuevo que el apóstol no dice: «Deberíais ser sacerdotes reales». Dice “sois”; y, como tales, debemos anunciar las virtudes de Cristo. A un miembro del sacerdocio real no le conviene ninguna otra cosa. Ocupar­me de mí mismo, discurrir sobre mi comodidad, mis propios intereses, mi disfrute personal, buscar mis propios objetivos y preocuparme de mis cosas, no es, en modo alguno, obra de un sacerdote real. Cristo jamás obró de esa manera; y yo soy llamado a anunciar sus virtudes. En este tiempo de su ausencia, Él, bendito sea su Nombre, concede a los suyos el privilegio de anticiparse al día en que se manifestará como Sacerdote real, se sentará en su trono y extenderá hasta los últimos confines de la tierra el bené­fico influjo de su dominio. Nosotros somos llamados a ser la expresión actual del reino de Cristo, la expresión de él mismo.
Que nadie suponga que las actividades de un real sacerdote se limitan al asunto de dar. Sería un error grave. Sin duda, un sacerdote real dará, y dará generosamente, si puede; pero limitarlo al asunto de dar equivaldría a pri­varle de algunas de las funciones más preciosas de su posición. El mismo apóstol Pedro, que escribió las palabras que estamos considerando, dijo en una ocasión —y lo dijo sin avergonzarse por ello—: “No tengo plata ni oro”; con todo, en aquel mismo momento, actuaba como real sacerdote, al hacer que la virtud preciosa del Nombre de Jesús obrase en el inválido (Hechos 3:1-10). El propio adorable Maestro no poseía dinero, como sabemos, pero anduvo haciendo bienes; y así debiéramos hacer nosotros, sin que necesite­mos dinero para ello. De hecho, sucede con mucha frecuencia que, en lugar de bien, hacemos daño con nuestra plata y nuestro oro. Podemos sacar a la gente del terreno en que Dios los colocó, del terreno de un oficio honesto y hacer que dependan de limosnas. Más aún, con el uso imprudente de nuestro dinero, los hacemos con frecuencia hipócritas y parásitos.
Por consiguiente, que nadie se imagine por eso que no puede actuar como sacerdote real sin riquezas terrenales. ¿Qué riquezas necesitamos para decir una palabra amable, para derramar una lágrima de compasión, para ofrecer una mirada confortante y cordial? Ninguna, excepto las riquezas de la gracia de Dios, las inescrutables riquezas de Cristo, todas las cuales están a disposición del miembro más desconocido del sacerdocio cristiano. Puedo ir vestido con harapos, sin un céntimo en el bolsillo y, con todo, comportarme como sacerdote real, difundiendo en torno mío la fragancia de la gracia de Cristo.
El modo más apropiado de terminar estas pocas consideraciones sobre el sacerdocio cristiano quizá sea mostrando un ejemplo muy expresivo, saca­do de las páginas inspiradas, el relato de dos amados siervos de Cristo que recibieron poder para comportarse como sacerdotes santos y reales en las circunstancias más angustiadoras.
Vayamos a Hechos 16:19-34, donde tenemos a Pablo y Silas, arrojados al calabozo más hondo de la cárcel de Filipos, con las espaldas cubiertas de heridas y teniendo los pies bien sujetos con el cepo en la oscuridad de la noche. ¿Qué hacían? ¿Quejarse y murmurar? ¡Ah, no! Tenían algo mejor y más radiante que hacer. Eran dos “piedras vivas”, y no había en la tierra ni en el infierno ninguna cosa que pudiera obstaculizar la vida que había en ellos expresándose con sus propios acentos.
¿Qué hacían, repetimos, estas dos piedras vivas? ¿En qué se ocupaban estos participantes de la Roca viva, de la victoriosa vida de resurrección de Cristo? En primer lugar, como sacerdotes santos, ofrecían a Dios el sacrificio de alabanza. En efecto, “a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios”. ¡Qué precioso es esto! ¡Qué glorioso! ¡Cuán refrescante! ¿Qué son las heridas, el cepo, las paredes de la cárcel o las noches lúgubres para las piedras vivas y los sacerdotes santos? Nada más que un trasfondo oscuro donde resalta en relieve brillante y hermoso la gracia viva que hay en ellos. ¡Hablar de circunstancias! ¡Ah, qué poco sabemos de circunstan­cias aflictivas ninguno de nosotros! ¡Somos tan poca cosa, que las moles­tias insignificantes de la vida diaria son, con frecuencia, más que suficientes para hacernos perder el equilibrio mental! Pablo y Silas estaban realmente en circunstancias difíciles, pero estaban allí como piedras vivas y sacerdotes santos.
Y estaban igualmente como sacerdotes reales. ¿Cómo se muestra eso? No ciertamente distribuyendo plata y oro. No es probable que los amados siervos de Cristo tuviesen mucho de eso, pero tenían algo mejor: “las vir­tudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). ¿Dónde brillan esas virtudes? En las conmovedoras palabras dirigidas al carcelero: “No te hagas ningún mal”. He ahí los acentos de un sacerdo­te real, así como el cántico de alabanza era la voz del sacerdote santo. ¡Gracias a Dios por ambas cosas! La voz de los sacerdotes santos subió directamente al trono de Dios e hizo allí su obra. Las palabras de los sacer­dotes reales fueron directamente al duro corazón del carcelero e hicieron allí su obra. Dios fue glorificado y el carcelero fue salvo por medio de dos hombres que desempeñaban correctamente las funciones del sacerdocio cristiano.

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NOTAS
1 Note bien el lector este título “Hijo del Hombre”. Es infinitamente precioso. Es un título que indica no sólo el rechazo de nuestro Señor como el Mesías, sino que nos introduce en esa esfera amplia y universal sobre la que está destinado, en los consejos de Dios, a gobernar. Es mucho más amplio que «Hijo de David» o «Hijo de Abraham», y tiene para nosotros un encanto peculiar, ya que lo coloca ante nuestro corazón como el Desconocido solitario y rechazado; y, sin embargo, como Aquel que se vincula a nosotros, en todas nuestras necesidades en perfecta gracia; Aquel cuyas pisadas podemos trazar a tra­vés de este árido desierto. “El Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Lucas 9:58). Pero como Hijo del Hombre vendrá pronto a ejercer el dominio universal que le está reservado según los eternos consejos de Dios (véase Daniel 7:9-14).

2 El lector inteligente no necesita que se le diga que todos los creyentes son sacerdo­tes ni que no hay tal cosa en la tierra como un sacerdote, excepto en el sentido en que todos los cristianos verdaderos son sacerdotes. La idea de un cierto grupo de hombres que se llaman a sí mismos sacerdotes en contraste con los demás, una casta que se dis­tingue del común de los cristianos por el título o el modo de vestir, no es en modo alguno cristianismo, sino judaísmo o algo peor aún. Para todos los que lean la Biblia y se inclinen ante su autoridad, todas estas cosas estarán perfectamente claras.

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