“Más vosotros
sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por
Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las
tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9)
Invitamos al
lector a abrir su Biblia y leer 1 Pedro 2:1-9. En este hermoso pasaje, hallará
tres vocablos en los que le rogamos que se detenga a meditar con nosotros por
unos momentos. Son unas palabras de peso y poder: “viva”, “santo” y “real”,
palabras que señalan tres grandes ramas de la verdad cristiana práctica,
palabras que declaran a nuestro corazón un hecho que no podemos ponderar con la
profundidad que se merece: que el cristianismo es una realidad viva y divina.
No es una serie de doctrinas, por verdaderas que sean, ni un sistema de
ordenanzas, por prescritas que estén, ni un cierto número de normas y reglas,
por importantes que sean.
El cristianismo
es mucho más que cualquiera de esas cosas y más que todas ellas juntas. Es una
realidad viva, que alienta y habla, activa y poderosa, algo que debe verse en
la vida de cada día, que debe sentirse, hora tras hora, en las escenas de la
vida personal y familiar, algo que forma e influye, un poder divino y
celestial, introducido en las escenas y circunstancias en las que tenemos que
movernos, como seres humanos, desde el domingo por la mañana hasta el sábado
por la noche. No consiste en sostener ciertos puntos de vista, ciertas
opiniones o principios, ni en ir a un lugar de culto o a otro.
El cristianismo
es la vida de Cristo comunicada al creyente, en el que
mora y del que fluye, en una infinidad de pequeños
detalles que integran nuestra vida práctica diaria. No tiene nada de lo que
huele a beatería o santurronería, sino que es algo cordial, puro, elevado,
santo y divino. Eso es el cristianismo: Cristo morando en el creyente, y
reproducido, por el poder del Espíritu Santo, en el curso práctico de la vida
diaria del creyente.
Pero vayamos a
nuestros tres vocablos. ¡Quiera el Espíritu Eterno declarar a nuestra alma su
santo y profundo significado!
Tenemos primero
el vocablo “viva”. “Allegándoos a él, como a
piedra viva, rechazada en verdad de los hombres, más para con Dios
escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas,
sois edificados” (1 Pedro 2:4-5, VM).
Aquí está lo
que podemos llamar el fundamento del sacerdocio cristiano. Es evidentemente
una alusión a esa escena tan interesante de Mateo 16, a la que rogamos al
lector que se vuelva por un momento. “Viniendo Jesús a la región de Cesárea de
Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el
Hijo del Hombre?1 Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista;
otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas” (Mateo 16:13-14).
Había una
especulación interminable, sencillamente porque no había un verdadero ejercicio
de corazón respecto al bendito Salvador. Unos decían una cosa; otros, otra; y,
como resultado, nadie se preocupaba de verdad sobre quién o qué era Él. Por
eso, Jesús se desentiende de todas esas especulaciones frías, y hace a los
Suyos la penetrante pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (v. 15).
Deseaba saber lo que pensaban de él, qué evaluación habían hecho de él en sus
corazones. “Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios viviente” (v. 16).
Aquí tenemos la
confesión verdadera. Éste es el sólido fundamento de todo el edificio
de la Iglesia de Dios y de todo el verdadero cristianismo práctico:
“Cristo, el Hijo del Dios viviente”. No más sombras vagas, no más
formas sin poder, no más ordenanzas sin vida, todo debe ser penetrado por esta
nueva vida, por esta vida divina y celestial que ha venido a este mundo y es
comunicada a todos los que creen en el nombre del Hijo de Dios.
“Entonces le
respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo
reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te
digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi
iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (v. 17-18).
Ahora bien, es
evidente que el apóstol Pedro se refiere a esa porción tan magnífica del
capítulo 2 de su primera epístola, cuando dice: “Allegándoos a él, como a
piedra viva, rechazada en verdad de los hombres, más para con Dios escogida
y preciosa, vosotros también, como piedras vivas [los mismos
vocablos], sois edificados” (1 Pedro 2:4-5, VM). Todos los que creen en Jesús
participan de la Roca viviente, de Su vida de resurrección y de
victoria. La vida de Cristo, el Hijo del Dios viviente, fluye por
todos sus miembros y por cada uno de ellos en particular. Así tenemos al Dios
vivo, la piedra viva, las piedras vivas. Todo ello es vida, vida
que fluye de una fuente viva, a través de un canal vivo y es comunicada a todos
los creyentes, haciéndolos piedras vivas.
Y como esta
vida ha sido puesta a prueba por todos los medios posibles y ha salido
victoriosa, nunca puede volver a tener que pasar por ningún proceso de prueba o
de juicio en absoluto. Ha pasado por la muerte y el juicio. Ha descendido por
debajo de todas las ondas y las olas de la ira de Dios y ha salido del otro
lado en resurrección, en gloria y poder divinos; una vida victoriosa, celestial
y divina, completamente fuera del alcance de todos los poderes de las
tinieblas. No hay poder de la tierra, ni del infierno, ni de hombres, ni de
demonios, que pueda tocar de ninguna forma la vida que posee la piedra más
pequeña e insignificante en la Asamblea de Cristo.
Todos los
creyentes son edificados sobre la Piedra viva: Cristo; y así son
constituidos piedras vivas. Él los hace, en todo respecto, semejantes a sí
mismo, excepto en su Deidad, naturalmente, que es incomunicable. ¿Es Él una
piedra viva? Ellos son piedras vivas. ¿Es una piedra preciosa? Ellos son
piedras preciosas. ¿Es una piedra rechazada? Ellos son piedras rechazadas y
desechadas por los hombres. Están, en todo respecto, identificados con Él.
¡Inefable privilegio!
Aquí, pues, repetimos, está el sólido
fundamento del sacerdocio cristiano, el sacerdocio de todos los creyentes.
Antes de que una persona pueda ofrecer un sacrificio espiritual, debe venir a
Cristo con fe sencilla y ser edificada sobre él, quien es la base de todo el
edificio espiritual. Por lo cual también contiene la Escritura: “He aquí,
pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que
creyere en ella, no será avergonzado” (Isaías 28:16).
¡Qué preciosas son estas palabras! Dios
mismo ha puesto el fundamento, y ese fundamento es Cristo; y todos los que
creen sencillamente en Cristo, los que depositan en él toda la confianza de su
corazón, todos los que están plenamente satisfechos con él, son hechos
partícipes de su vida de resurrección y convertidos así en piedras vivas.
¡Qué sencillo
es esto! No se nos pide que ayudemos a poner el fundamento. No se nos llama
para que le añadamos ni el peso de una pluma. Dios ha puesto el fundamento, y
todo lo que tenemos que hacer es creer y descansar en ello; y él empeña su
palabra fiel de que nunca seremos avergonzados. El más débil creyente en Jesús
tiene la seguridad que Dios mismo le da en su gracia de que jamás será
confundido, que jamás será avergonzado, que jamás vendrá a juicio. Está tan
libre de todo cargo de culpa y de toda sílaba de condenación, como esa Roca
viva sobre la que es edificado.
Querido lector,
¿está usted sobre ese fundamento? ¿Está edificado sobre Cristo? ¿Ha venido a Él
como a la Piedra viva de Dios y ha depositado en él toda la confianza
de su corazón? ¿Está enteramente satisfecho con el fundamento de Dios? ¿O está
tratando de añadir algo de su propia cosecha: sus obras, oraciones,
ordenanzas, votos y resoluciones, sus deberes religiosos? Si es así, si está
tratando de añadir al Cristo de Dios la más insignificante jota o tilde, puede
estar seguro de que será avergonzado. Dios no soportará que se deshonre de tal
forma a Su probada, escogida y preciosa Piedra angular. ¿Se figura usted que Él
podría permitir que se colocase algo, sea lo que fuere, junto a Su Hijo amado,
a fin de formar con Él el fundamento de Su edificio espiritual? Sólo pensarlo
sería una impía blasfemia. ¡No! Tiene que ser sólo Cristo. Él basta para Dios,
así que bien puede bastar para nosotros; y no hay cosa tan cierta como que
todos cuantos rechacen o menosprecien el fundamento de Dios, se aparten de él o
le añadan algo, serán cubiertos de confusión perpetua.
Después de
haber dado un vistazo al fundamento, fijémonos ahora en el edificio mismo que
se levanta sobre él. Esto nos conducirá al segundo de nuestros tres vocablos
tan importantes. “Allegándoos a él, como a piedra viva...
vosotros también, como piedras vivas, sois edificados en un templo
espiritual, para que seáis un sacerdocio santo; a
fin de ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios, por medio de
Jesucristo” (v. 5).
Todos los
verdaderos creyentes son sacerdotes santos. Son hechos así por nacimiento
espiritual, así como los hijos de Aarón eran sacerdotes por su nacimiento
natural. El apóstol no dice: «Deberíais ser piedras vivas», ni: «Deberíais
ser sacerdotes santos». Dice: “Como piedras vivas, sois edificados”.
No cabe duda de que, al ser sacerdotes santos y piedras vivas, se nos manda que
obremos consecuentemente; pero, antes que podamos cumplir con las obligaciones
que pertenecen a tal posición, debemos estar primero en esa posición. Debemos
estar primero en una determinada relación, antes que podamos conocer los
afectos que surgen de ella. No nos hacemos sacerdotes al ofrecer sacrificios,
sino que, hechos ya sacerdotes por gracia, somos llamados a presentar el
sacrificio.
Si viviéramos
dos mil años y pasáramos todo ese tiempo trabajando de recio, nunca podríamos
llegar mediante ese esfuerzo a la posición de sacerdotes santos; pero tan
pronto como creemos en Jesús —cuando nos llegamos a él con fe sencilla—, desde
el momento mismo en que depositamos en él toda la confianza de nuestro corazón,
nacemos de nuevo a la posición de sacerdotes santos y alcanzamos entonces el
privilegio de acercarnos y ofrecer el sacrificio. ¿Cómo podía uno antiguamente
constituirse a sí mismo hijo de Aarón? ¡Imposible! Pero, al haber nacido de
Aarón, venía a ser así miembro de la casa sacerdotal. No hablamos ahora de
capacidad, sino simplemente de posición. Esta última no se alcanzaba por
esfuerzo, sino por nacimiento.
Examinemos
ahora la naturaleza del sacrificio que, como sacerdotes santos, tenemos el
privilegio de ofrecer: “sacrificios espirituales, aceptables a Dios por medio
de Jesucristo”. También en Hebreos 13:15, leemos: “Ofrezcamos siempre a Dios,
por medio de él (Jesús), sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que
confiesan su nombre”.
Aquí, pues,
tenemos la verdadera naturaleza y el carácter de ese sacrificio que, como
sacerdotes santos, hemos de ofrecer: es alabanza, “siempre a Dios... alabanza”.
¡Bendita ocupación! ¡Santo ejercicio! ¡Oficio celestial! Y esto no ha de ser
cosa de una ocasión. No es sólo para algún momento singularmente favorable,
cuando todo parece brillar y sonreír en torno nuestro. No ha de ser solamente
en el medio de la llama y el fervor de alguna reunión especialmente poderosa,
cuando la corriente del culto fluye de forma profunda, amplia y rápida. No; la
expresión es: “siempre... alabanza”. No hay lugar ni tiempo para quejas
o murmuraciones, mal humor y descontento, impaciencia e irritabilidad,
lamentación por lo que nos rodea, sea lo que fuere, quejarse del mal tiempo,
hallar faltas en los que están relacionados con nosotros, ya sea en público o
en privado, ya sea en la congregación, en el negocio o en el círculo familiar.
Los sacerdotes
santos no deberían tener tiempo para ninguna de estas cosas. Son traídos cerca
de Dios, en santa libertad, paz y bendición. Respiran la atmósfera, y caminan a
la luz del sol, de la presencia de Dios, en la nueva creación, donde no hay
materiales que puedan servir de pasto para una mente avinagrada y descontenta.
Podemos sentar como principio fijo —como un axioma— que dondequiera que oímos a
alguien que echa por su boca una sarta de quejas sobre las circunstancias, su
prójimo, etc., ese tal no comprende lo que es el sacerdocio santo y, como
consecuencia, no muestra los frutos prácticos de tal sacerdocio. Un sacerdote
santo se regocija “en el Señor siempre” (Filipenses 4:4), siempre está feliz y
dispuesto para alabar a Dios. Es cierto que puede ser puesto a prueba de mil
maneras; pero esas pruebas las trae a Dios en comunión, no a sus semejantes con
quejas. «Aleluya» es la expresión apropiada del miembro más débil del sacerdocio
cristiano.
Consideremos
ahora por un momento el tercer y último vocablo de nuestro tema. Es el término
tan altamente expresivo: “real”. Pedro continúa diciendo: “Mas vosotros sois linaje
escogido, real sacerdocio... para que anunciéis las virtudes de aquel
que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (v. 9).
Esto completa
el hermoso cuadro del sacerdocio cristiano2. Como sacerdotes santos, nos acercamos
a Dios y presentamos el sacrificio de alabanza. Como sacerdotes reales,
andamos delante de nuestros semejantes para anunciar las virtudes, las gracias,
los admirables rasgos morales de Cristo, en todos los detalles de la vida
práctica diaria. Cada uno de los movimientos de un sacerdote real debería
emitir la fragancia de la gracia de Cristo.
Nótese de nuevo
que el apóstol no dice: «Deberíais ser sacerdotes reales». Dice “sois”;
y, como tales, debemos anunciar las virtudes de Cristo. A un miembro del
sacerdocio real no le conviene ninguna otra cosa. Ocuparme de mí mismo,
discurrir sobre mi comodidad, mis propios intereses, mi disfrute personal,
buscar mis propios objetivos y preocuparme de mis cosas, no es, en modo alguno,
obra de un sacerdote real. Cristo jamás obró de esa manera; y yo soy llamado a
anunciar sus virtudes. En este tiempo de su ausencia, Él, bendito sea su
Nombre, concede a los suyos el privilegio de anticiparse al día en que se
manifestará como Sacerdote real, se sentará en su trono y extenderá hasta los
últimos confines de la tierra el benéfico influjo de su dominio. Nosotros
somos llamados a ser la expresión actual del reino de Cristo, la expresión de
él mismo.
Que nadie
suponga que las actividades de un real sacerdote se limitan al asunto de dar.
Sería un error grave. Sin duda, un sacerdote real dará, y dará generosamente,
si puede; pero limitarlo al asunto de dar equivaldría a privarle de algunas de
las funciones más preciosas de su posición. El mismo apóstol Pedro, que
escribió las palabras que estamos considerando, dijo en una ocasión —y lo dijo
sin avergonzarse por ello—: “No tengo plata ni oro”; con todo, en aquel mismo
momento, actuaba como real sacerdote, al hacer que la virtud preciosa del
Nombre de Jesús obrase en el inválido (Hechos 3:1-10). El propio adorable
Maestro no poseía dinero, como sabemos, pero anduvo haciendo bienes; y así
debiéramos hacer nosotros, sin que necesitemos dinero para ello. De hecho,
sucede con mucha frecuencia que, en lugar de bien, hacemos daño con nuestra
plata y nuestro oro. Podemos sacar a la gente del terreno en que Dios los
colocó, del terreno de un oficio honesto y hacer que dependan de limosnas. Más
aún, con el uso imprudente de nuestro dinero, los hacemos con frecuencia
hipócritas y parásitos.
Por
consiguiente, que nadie se imagine por eso que no puede actuar como sacerdote
real sin riquezas terrenales. ¿Qué riquezas necesitamos para decir una palabra
amable, para derramar una lágrima de compasión, para ofrecer una mirada
confortante y cordial? Ninguna, excepto las riquezas de la gracia de Dios, las
inescrutables riquezas de Cristo, todas las cuales están a disposición del
miembro más desconocido del sacerdocio cristiano. Puedo ir vestido con harapos,
sin un céntimo en el bolsillo y, con todo, comportarme como sacerdote real,
difundiendo en torno mío la fragancia de la gracia de Cristo.
El modo más
apropiado de terminar estas pocas consideraciones sobre el sacerdocio cristiano
quizá sea mostrando un ejemplo muy expresivo, sacado de las páginas
inspiradas, el relato de dos amados siervos de Cristo que recibieron poder para
comportarse como sacerdotes santos y reales en las circunstancias más
angustiadoras.
Vayamos a
Hechos 16:19-34, donde tenemos a Pablo y Silas, arrojados al calabozo más hondo
de la cárcel de Filipos, con las espaldas cubiertas de heridas y teniendo los
pies bien sujetos con el cepo en la oscuridad de la noche. ¿Qué hacían?
¿Quejarse y murmurar? ¡Ah, no! Tenían algo mejor y más radiante que hacer. Eran
dos “piedras vivas”, y no había en la tierra ni en el infierno ninguna cosa que
pudiera obstaculizar la vida que había en ellos expresándose con sus propios
acentos.
¿Qué hacían,
repetimos, estas dos piedras vivas? ¿En qué se ocupaban estos participantes de
la Roca viva, de la victoriosa vida de resurrección de Cristo? En primer lugar,
como sacerdotes santos, ofrecían a Dios el sacrificio de alabanza. En efecto,
“a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios”. ¡Qué precioso es
esto! ¡Qué glorioso! ¡Cuán refrescante! ¿Qué son las heridas, el cepo, las
paredes de la cárcel o las noches lúgubres para las piedras vivas y los
sacerdotes santos? Nada más que un trasfondo oscuro donde resalta en relieve
brillante y hermoso la gracia viva que hay en ellos. ¡Hablar de circunstancias!
¡Ah, qué poco sabemos de circunstancias aflictivas ninguno de nosotros! ¡Somos
tan poca cosa, que las molestias insignificantes de la vida diaria son, con
frecuencia, más que suficientes para hacernos perder el equilibrio mental!
Pablo y Silas estaban realmente en circunstancias difíciles, pero estaban allí
como piedras vivas y sacerdotes santos.
Y estaban
igualmente como sacerdotes reales. ¿Cómo se muestra eso? No ciertamente
distribuyendo plata y oro. No es probable que los amados siervos de Cristo
tuviesen mucho de eso, pero tenían algo mejor: “las virtudes de aquel que os
llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). ¿Dónde brillan esas
virtudes? En las conmovedoras palabras dirigidas al carcelero: “No te
hagas ningún mal”. He ahí los acentos de un sacerdote real,
así como el cántico de alabanza era la voz del sacerdote santo. ¡Gracias a Dios
por ambas cosas! La voz de los sacerdotes santos subió directamente al trono de
Dios e hizo allí su obra. Las palabras de los sacerdotes reales fueron
directamente al duro corazón del carcelero e hicieron allí su obra. Dios fue
glorificado y el carcelero fue salvo por medio de dos hombres que desempeñaban
correctamente las funciones del sacerdocio cristiano.
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NOTAS
1 Note bien el lector este título “Hijo del
Hombre”. Es infinitamente precioso. Es un título que indica no sólo el rechazo
de nuestro Señor como el Mesías, sino que nos introduce en esa esfera amplia y
universal sobre la que está destinado, en los consejos de Dios, a gobernar. Es
mucho más amplio que «Hijo de David» o «Hijo de Abraham», y tiene para nosotros
un encanto peculiar, ya que lo coloca ante nuestro corazón como el Desconocido
solitario y rechazado; y, sin embargo, como Aquel que se vincula a nosotros, en
todas nuestras necesidades en perfecta gracia; Aquel cuyas pisadas podemos
trazar a través de este árido desierto. “El Hijo del Hombre no tiene dónde
recostar la cabeza” (Lucas 9:58). Pero como Hijo del Hombre vendrá pronto a
ejercer el dominio universal que le está reservado según los eternos consejos
de Dios (véase Daniel 7:9-14).
2 El lector inteligente no necesita que se le
diga que todos los creyentes son sacerdotes ni que no hay tal cosa en la
tierra como un sacerdote, excepto en el sentido en que todos los cristianos
verdaderos son sacerdotes. La idea de un cierto grupo de hombres que se llaman
a sí mismos sacerdotes en contraste con los demás, una casta que se distingue
del común de los cristianos por el título o el modo de vestir, no es en modo
alguno cristianismo, sino judaísmo o algo peor aún. Para todos los que
lean la Biblia y se inclinen ante su autoridad, todas estas cosas
estarán perfectamente claras.
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