«Tu cruz, del Padre santo hace brillar la
gloria...»
El Señor, que
se colocó bajo la maldición y la soportó, abre ahora las puertas de la alabanza
a todos aquellos a quienes atrae en pos de él sobre el terreno de la
resurrección. Se constituye un pueblo de adoradores. No olvidemos nunca que la
adoración es la parte más elevada del servicio actual de los cristianos y la
única parte de él que continuará eternamente, de manera que podemos repetir que
no hay testimonio rendido al Señor según su pensamiento, según su corazón, según
su gloria, sin que primeramente sea rendido el servicio de la alabanza. La
primera Persona -y se puede decir la única- que posee pleno derecho es Dios.
Jesús llevó a Dios a aquellos que fueron hechos suyos. De modo que ahora
nuestra parte es nada menos que contemplar la gloria de Dios revelada en la
Palabra, gozar de ella y, con el alma plena, bendecir a Dios por lo que es y
por lo que ha hecho y bendecir a Jesús, tanto a su persona como a su obra. ¡Qué
distinto a reunirse simplemente porque se está justificado! Nuestras
bendiciones son innumerables, incalculables, pero no nos reunimos para hablar
de ellas. La gloria de Dios debe ocuparnos antes que toda otra corriente de
pensamientos. Entonces, Dios está en el alma y la llena, Cristo llena el
corazón de su Iglesia, la gloria de Dios y la del Señor absorben los
pensamientos y los sentimientos. Y ¿qué es esta gloria de Dios que se celebra y
adora? Es él mismo. No sólo se adoran sus cualidades, sus atributos, sino que
se adora a alguien, el Ser perfecto, aquel que es amor y luz. Alabamos a Dios
porque es amor y no solamente porque somos los objetos de su amor; le alabamos
porque es luz y porque en él no hay tiniebla alguna, y lo hacemos en la medida
en que nuestro corazón esté lleno de luz, en que el corazón de la Iglesia esté
en consonancia con el de Cristo. Celebramos los atributos de Dios: él es justo,
santo, paciente, poderoso, supremo en majestad, sabio, fiel, invariable, pero,
sobre todo, le celebramos en su naturaleza misma: amor y luz.
Todos los actos,
todas las palabras, todos los servicios, todos los sufrimientos de Cristo
apuntaron a ese objetivo final que siempre tuvo ante él y por el cual soportó
la cruz: la gloria de Dios. El la reivindicó, la celebra y los santos la
celebran con él. Todos los servicios de los cristianos, individualmente y como
Iglesia, de igual manera deberían concurrir a ese solo y único objetivo: la
gloria de Dios, pues todo servicio que no tiene por finalidad la alabanza de la
gloria de Dios no es un servicio tal como lo concibe el Señor.
Al final del
salmo encontramos a Dios glorificado en una medida diferente por varias
categorías de rescatados que constituyen como un triple círculo, del cual
Cristo ocupa la posición central. En el versículo 22 vemos primeramente la
congregación, primera esfera constituida en un principio por el residuo
completamente judío que rodeaba al Señor después de su resurrección (Juan 20).
Este núcleo fiel fue refundido en la Iglesia , en el seno de la cual esta
primera alabanza, más extendida, continúa y reviste una forma mejor definida y
más profunda. Para las otras categorías, no encontramos el equivalente del
versículo 24, es decir, la presentación de un motivo profundo que esté ligado a
la liberación de Cristo tal como lo está en este primer círculo. La alabanza
derivada de este motivo corresponde a la Asamblea, ya que la cita del capítulo
2 de Hebreos hace que estos versículos le sean aplicables.
En la segunda
esfera —la de la grande congregación (v. 25 y 26)- podemos ver la reunión de
todo el pueblo de Israel restaurado, restablecido. Este pueblo, creado para la
alabanza, como dice Isaías: "Este pueblo he formado para mí mismo, para
que ellos cuenten mis alabanzas" (43:21), estará en ese momento en el
estado necesario para presentar esta alabanza, conducido por aquel que pagará
sus votos. En el momento de una angustia se podían hacer votos a aquel del que
se aguardaba la liberación, y, cuando esta liberación llegaba, se pagaban esos
votos haciendo lo prometido. Es lo que encontramos en el Salmo 66:13-14 y en el
Salmo 116:14.
Por último, el
tercer círculo (v. 27 y siguientes) es el de la alabanza universal que llenará
la tierra durante el período milenario, la cual también es consecuencia de la
obra de la cruz.
Para
caracterizar estas tres esferas en relación con la persona del Señor, se podría
decir que, en la primera, él se nos presenta como el Jefe del cuerpo, el Esposo
de la Iglesia; en la segunda, como el Mesías en relación con su pueblo; y en la
tercera, como el Hijo del hombre cuyo dominio se extiende sobre toda la tierra.
A estas tres
clases, además, se las encuentra en otros pasajes, especialmente en el capítulo
12 de Juan, en el cual la primera clase está representada por María al ofrecer
su perfume; luego, en la escena que sigue, vemos al Mesías que entra en
Jerusalén, aclamado por su pueblo; por último, en la tercera, desean verle los
griegos, gentes de las naciones. A su respecto, Jesús declara: "A menos
que el grano de trigo caiga en tierra y muera, queda solo; mas si muere lleva
mucho fruto" (v. 24). Lo dice porque todos los elegidos son el fruto de su
obra.
Si retomamos el
tema de la alabanza para considerarlo en el tiempo, vemos que, según la
Escritura , el culto judío llegó a su fin y que el residuo judío creyente forma
el núcleo originario de la Asamblea , de modo que hoy, en el mundo, no hay,
respecto de Cristo, otra alabanza más que la cristiana. No hay más altar; Dios
no tiene más una religión terrenal. Esta alabanza del pueblo terrenal, cuyos
representantes fueron los apóstoles durante un tiempo, llegó a su fin para dar
lugar a una alabanza celestial, aunque esté realizada en la tierra. Pero Dios
no abandona este pensamiento de un culto terrenal en medio del pueblo elegido
y, llegado el momento, esta alabanza se reanudará. Entonces toda la tierra, la
que hoy en día no tiene nada que decir a Dios como alabanza y se preocupa poco
por la obra de Cristo, unirá su voz para bendecir a Dios cuando su gloria llene
la tierra "como las aguas cubren el mar" (Isaías 11:9).
Es éste un
precioso pensamiento. Cuando la voz de Israel está acallada con sangre a causa
del crimen de los judíos, es un hermoso pensamiento de gracia el que nos abre
la contemplación de este porvenir en el que la voz de Israel se hará oír de
nuevo y ello en virtud de la misma sangre de Cristo que los judíos vertieron.
La gracia triunfará allí donde el pecado y el crimen abundaron. Y el que
presentará los votos en medio del pueblo será el mismo a quien su pueblo dio
muerte. Uno puede regocijarse al pensar que, entre esos pobres judíos a menudo
hundidos en las tinieblas y la enemistad contra Dios, habrá un residuo. Estos
judíos, a quienes se unirá el resto de las diez tribus, reaparecerán para
alabar a Jehová, el Dios de los judíos, el Dios de Israel. Esto alcanza mayor
envergadura cuando recordamos que, antes de ese momento, los judíos -como
pueblo- después de haberse sometido al dominio y la conducción del Anticristo,
habrán atravesado una crisis más aguda que todas las que hayan conocido.
Os habéis
acercado -nos dice el pasaje de Hebreos 12 que define la posición de los judíos
convertidos- no al monte Sinaí, sino "a la sangre de aspersión, que habla
mejores cosas que la de Abel" (v. 24). Vemos así que la sangre de Jesús ha
hecho, para todas las clases de elegidos, acallar la voz del juicio y elevar la
voz de la alabanza. Sin embargo, comprendemos que las tres formas de alabanza
-todas ellas verdaderas- tienen distinta altura según el círculo de que se
trate. Durante el milenio los fieles no experimentarán que el velo fue desgarrado.
Ello es específicamente el privilegio cristiano (Hebreos 10: 19-20), como lo
es, por consecuencia, la alabanza en el lugar santísimo. Sabemos, además, que
en el tiempo de la gran congregación habrá de nuevo un templo con sacrificios
ofrecidos, los que serán conmemorativos del sacrificio de Cristo. Los
privilegios de estos fieles no serán, pues, tan elevados como los que son
conferidos a los cristianos. Los creyentes de la gran congregación habrán
recibido el Espíritu Santo -lo que será "la lluvia tardía" (Oseas
6:3)- pero no lo habrán recibido como el Espíritu de adopción y no habrán sido
bautizados por él para ser un solo cuerpo (1 Corintios 12:13). Ello también es
exclusivo de la Iglesia.
No se puede
olvidar tampoco que, si bien esta gran congregación debe regocijarse en Dios y
en su Mesías, también se regocijará -y legítimamente- en las cosas de la
tierra. Aquí son mencionados los opulentos de la tierra. Habrá alegrías y
bendiciones enteramente terrenales, las que igualmente serán el fruto de los sufrimientos
de Cristo. Se encuentran frecuentes alusiones a ese hecho en los salmos y los
profetas. Pero consideramos que ése es un terreno muy diferente de aquel que
nos ocupa. Ninguna bendición de la Iglesia es terrenal. El creyente es guardado
individualmente por Dios, quien le ayuda en su vida; pero las bendiciones
propias de la Iglesia y los motivos propios de su alabanza son puramente
celestiales. Se sabe bien que en el culto estaría fuera de lugar dar gracias a
Dios por habernos ayudado en nuestros asuntos materiales; mientras que, para el
judío, será perfectamente oportuno bendecir a Dios por todo. Así lo dice el
Señor en Mateo 5:5: "Bienaventurados los mansos; porque ellos heredarán la
tierra". Estos mansos, que tienen el carácter del residuo, los encontramos
en el versículo 26, al igual que en otros salmos. Ya no tendrán cruz que
llevar; tendrán la gloria y la tierra, la gloria milenaria y la tierra
acompañada, además, por una bendición espiritual, pero no del mismo orden que
aquella de la cual nosotros podemos gozar. Ellos gustarán de tal bendición
cuando hayan visto al Mesías después de su aparición. Habrán tenido pruebas y
una vida de fe antes de que el Señor aparezca, pero serán profundamente
ejercitados y hechos felices cuando hayan visto, mientras que la Iglesia ama al
Señor sin haberle visto.
El estudio
cuidadoso de la Palabra -y en particular de los salmos- nos preservará de
mezclar las distintas corrientes de pensamientos y de gracias que ella revela,
todos los cuales son para gloria de Cristo y para gloria de Dios Padre.
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