“Por esta causa también yo, habiendo oído de
vuestra fe en el Señor Jesús, y de vuestro amor para con todos los santos”
(Efesios 1:15)
“Vuestra fe”
En esta
epístola, pues, tenemos estas dos oraciones. Al introducir aquí la primera, el
apóstol dice: “Por esta causa también yo, habiendo oído de vuestra fe en el
Señor Jesús, y de vuestro amor para con todos los santos” (Efesios 1:15).
Puesto que nuestro amor sugeriría el pensamiento de algo de
parte del hombre que nos daría importancia a nosotros, el apóstol —aunque iba a
hablar del amor hacia los santos— introduce su tema por la “fe”, por cuanto eso
nos remite a Su amor por nosotros más bien que a nuestro amor por Él.
Un amor irrestricto
“Por esta causa” —dice el
apóstol— “habiendo oído de vuestra fe en el Señor Jesús”, y luego da
la consecuencia de esto: “y de vuestro amor para con todos los santos”. Ésta es
una palabra muy importante para juzgar respecto de nuestro amor. Todos tenemos
la tendencia a formar un círculo selecto aun entre los hijos
de Dios; a tener nuestros hermanos preferidos, a aquellos que más nos agradan,
cuyos pensamientos, sentimientos y costumbres son más o menos los mismos que
los nuestros, o, al menos, que no representan una prueba demasiado grande para
nosotros. Pero no es ése el amor hacia los santos. Hay en ello un amor más a
nosotros mismos que a ellos. A la carne le gusta lo que nos resulta agradable,
lo que no nos causa dolor, la gratificación, si cabe, de las amabilidades
naturales. Todo eso se encuentra fácilmente allí donde no existe un auténtico
ejercicio de la nueva naturaleza, ningún poder eficaz del Espíritu de Dios
operando en nuestros corazones. Siempre debemos probar nuestras almas, y
preguntarnos dónde estamos a este respecto. ¿Es el Señor Jesús el motivo
predominante y el objeto principal de nuestros corazones? Nuestros pensamientos
y sentimientos respecto de todos los santos, ¿los formamos con Cristo y por
Cristo?
Diversidad del amor y juicio del mal
Admito
plenamente que el amor hacia los santos no puede ni debe revestir la misma
forma hacia todos. Es menester que se ejerza en la energía y la inteligencia
del Espíritu, de manera variada según la naturaleza del llamado hecho al amor.
Si, por una parte, uno debe amar incluso a una persona que está bajo
disciplina, por otra parte sería un muy grave error suponer que nuestro amor
debe manifestarse de la misma manera que si tal persona no estuviera bajo
disciplina. Uno no deja de amarlo: en realidad, uno nunca está en la posición y
el espíritu correctos para ejercer la disciplina con el Señor en ausencia de
amor, sin que tenga lugar un justo aborrecimiento del pecado, y puede que
indignación, pero con una verdadera caridad hacia la persona. Si no estamos en este
estado de corazón, es mejor esperar, contando con Dios, hasta el momento en que
podamos ocuparnos del caso en un espíritu de gracia divina. Es necesario,
naturalmente, actuar con justicia, pero incluso cuando uno se ocupa de su
propio hijo, no debería castigarlo bajo el efecto de la pasión. Todo lo que no
es más que el resultado de un impulso súbito, no es un sentimiento que
glorifica a Dios respecto del mal. Ésta es la razón por la que, en los casos de
disciplina, debe haber juicio de sí mismo, y también una gran paciencia, a
menos que el asunto fuese tan flagrante que cualquier vacilación al respecto
sería una culpable debilidad, o una falta de decisión y de celo por Dios. Pues
algunos pecados son, en efecto, tan ofensivos contra Dios y los hombres, que,
si se tuviera profunda conciencia de Su santidad y de la obediencia que le es
debida, se vería la necesidad imperiosa de actuar al respecto con una energía
solemne, y, por decirlo así, inmediatamente. Dios quiere que el campo de
actividad del pecado, sea el lugar del juicio de este pecado, según Su
voluntad.
Supongamos que
se haya hecho algo en la asamblea públicamente, se introduce una falsa doctrina
en medio del pueblo de Dios; si hay poder de Dios, y si hay un corazón por Sus
derechos, habrá de ser un deber respecto a Su Majestad tratar el caso sin
demora. Esto queda bastante claro según la Palabra de Dios: en caso de
hipocresía positiva y mentira contra Dios, hallamos la prontitud de acción del
Espíritu Santo, por medio del apóstol, en la misma presencia de la Iglesia,
para juzgar inmediatamente el fraude que se intentaba respecto a Aquel que
tiene allí Su morada (Hechos 5). Niego que haya habido falta de amor en este
asunto: era más bien lo que debía necesariamente acompañar la acción del amor
divino, por el poder del Espíritu Santo, en la asamblea, o al menos por medio
de Pedro, como instrumento especial de Su poder en medio ella. Era, sin duda,
un juicio severo, pero era el fruto de un deseo profundo del bien de los santos
de Dios, y de un sentimiento de horror ante el pensamiento de que tal pecado
pudiera encontrar algún apoyo y refugio entre ellos, así como también de que el
Espíritu Santo pudiera ser deshonorado de manera tan vil, y entristecido, junto
con la Iglesia entera, si se toleraba este pecado.
Pero en los
casos ordinarios, este mismo amor espera, y deja tiempo para reconocer la falta
y arrepentirse. En nueve de cada diez casos, se cometen faltas cuando se actúa
precipitadamente, porque somos propensos a ser celosos de nuestra propia reputación.
¡Oh, qué poco hacemos realidad el hecho de que hemos sido muertos y
crucificados con Cristo! Experimentamos el escándalo, o lo que afecta los
pensamientos del público: pero no está allí el poder del
Espíritu Santo, sino sólo el egoísmo que opera en nuestros corazones. No nos
gusta perder nuestra reputación, ni participar del dolor y la vergüenza de
Cristo en aquellos que llevan Su nombre. Seguramente que no es cuestión de
tratar ligeramente lo que está mal: esa actitud jamás es conveniente, tanto en
lo que toca a asuntos graves como a asuntos menores. Nunca debiéramos
justificar tan siquiera el menor de los males, ni en nosotros, ni en los demás,
sino que debemos acostumbrar nuestras almas a tener el hábito de juzgar lo que deshonra
el nombre del Señor, aun si se tratase tan sólo de una palabra dicha con
precipitación. Si comenzamos a no tener cuidado con respecto a pequeñas faltas,
nada nos preservará de graves pecados, excepto la pura misericordia de Dios. Si
el amor hacia todos los santos obrase en nuestros corazones, habría menos
precipitación.
A veces
interpretamos erróneamente las cosas, e intentamos, en la medida de lo posible,
presentar un cuadro muy oscuro, mientras que el mal es sólo aparente.
Cuidémonos de juzgar según la primera impresión, cuando la realidad puede
revelarse de una manera totalmente distinta: ello no es un juicio justo.
Debemos procurar juzgar las cosas con una mejor medida, y a la luz de Dios. En
estos asuntos serios, tenemos el deber de estar seguros de las cosas, y no actuar
sobre la base de simples sospechas. Todo juicio, si es según Dios, debe
resultar de lo que es conocido y cierto, no de conjeturas, las cuales son
demasiado a menudo el efecto de una infundada pretensión de tener una
espiritualidad superior. La importancia de eso la vemos constantemente; si
nuestras almas fuesen más simples a este respecto, se cometerían menos faltas.
Cuando el
corazón es sincero, Cristo tiene el primer lugar; y luego, “todos los santos”
vienen a ser el objeto de nuestro amor. Si dos personas están en falta, siendo
una de ellas un favorito de primer orden, mientras que con la otra no
simpatizamos sino poco, huelga decir que esta última está en gran peligro de
ser eliminada. El objeto de mi aversión se verá envuelto de una nube que
oscurecerá la verdad, sin importar cuán evidente sea ésta para el más
desapasionado. Al contrario, el favorito encontrará de quien contrapesar las
pruebas de su culpabilidad en la reticencia de sus amigos a decir cualquier
cosa desfavorable a su respecto. En tales circunstancias, estos sentimientos,
por una y otra parte, están en completo desacuerdo con el pensamiento de Dios.
Tanto el favoritismo como los prejuicios son
condenados claramente por la preciosa Palabra de Dios. “La sabiduría que es de
lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de
misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía” (Santiago
3:17).
Detalles sobre la manifestación del amor hacia
todos los santos
Hay un deber de
amor “para con todos los santos” porque son santos. Se manda a amarlos, porque
Dios los ha separado y los ha introducido en una relación eterna con él, y tal
es el único verdadero amor cristiano hacia los santos. La gran dificultad que
siempre enfrentamos consiste en hacer que todos nuestros pensamientos, nuestros
sentimientos y nuestros actos dimanen de esa base. Que no se me vaya a mal
interpretar. No quiero decir que esté mal tener amigos. Nuestro Señor los
tenía. Amaba a Juan como no amaba a los demás; pero bajo otro aspecto, amaba a
todos por igual; eran Sus santos y, por eso, eran incomparablemente preciosos a
Sus ojos. Podía apreciar la fidelidad de algunos de Sus siervos; podía tener
que animar, reprobar o corregir a todos los que le rodeaban. Es necesario dejar
lugar para todas estas cosas. La gran base del amor para con todos los santos
permanece en pie. Pero está claro que no estamos obligados a revelar nuestros
asuntos de carácter personal a todos los santos únicamente por el hecho de ser
santos. Los santos, por ejemplo, no son siempre los hombres más sabios. Y si
bien no debemos dejar de reconocer su posición de santos, no estamos obligados
a exponer nuestras dificultades a todos, ni tampoco a ir a buscar consejo en lo
que puede requerir de madurez de juicio espiritual, ante aquellos que pueden no
ser de ninguna ayuda en el asunto. El amor debe estar siempre presente.
Filipenses 2:3
Esto introduce
el valor del principio divino: “estimando cada uno a los demás como superiores
a él mismo” (Filipenses 2:3). Sostengo que esto es cierto de todos los santos.
Puede tratarse de uno que tenga poca idea de las cosas, pero que, sin embargo,
tiene a Cristo ante su alma. Quizá sea muy ignorante y muy tonto; quizá
demasiado precipitado en su espíritu, caracterizado por fuertes prejuicios,
pobre en simpatía, sin valor como consejero; pero si es, de manera evidente, un
alma que se aferra a Cristo, y que lo valora por sobre todas las cosas, ¿no
debo acaso considerarlo superior a mí mismo? ¿Es que no veo en él aquello que
reprende mi alma, aquello que me renueva y me edifica, mucho más que si fuese
simplemente el amigo más fiel y el consejero más sabio? En el menor de los
santos de Dios, está a la vez lo que alegra y lo que humilla nuestro corazón.
No debo estimar a una persona por las cualidades que no posee: Dios no nos hace
ver, ni puede hacernos ver, lo imaginario. Al contrario, qué bueno es acordarse
cuán preciosos son todos los santos como tales. Mostradme los más débiles y los
más difíciles de soportar de todos ellos; a pesar de ello, se puede y se debe
cultivar un respeto real y verdadero hacia ellos, como hijos de Dios. Lo
importante no es sólo que Dios es por ellos, sino lo que es de Cristo en ellos;
esto basta para recomendarlos, por encima de cualquier otra consideración, a
aquel que valora la comunión con el Padre y con el Hijo.
Cuando pensamos
en nosotros mismos, ¿no debiéramos, al contrario, examinar cuántas cosas hay en
nosotros que no son según Cristo? ¡Que podamos experimentar siempre aquello en
que faltamos y entristecemos al Espíritu de Dios! Eso tendría por efecto
rebajar, e incluso echar por tierra, la propia estima que tenemos de nosotros
mismos. ¿Podríamos tener un concepto tan elevado de nosotros mismos si
percibiésemos, como debiéramos, nuestros excesivos y, desgraciadamente, tan
frecuentes fracasos, en presencia de la rica y perfecta gracia de Dios para con
nuestras almas? En cuanto a los demás, si tuviéramos ante nosotros, no sus
defectos, sino el amor de Cristo por ellos, Su vida en ellos, y la gloria que
les está reservada, ¿cuál sería el efecto? “El amor para con todos los santos”.
Cristo discernido en los santos, he aquí el poder del amor que Él querría ver
expandirse hacia ellos. Puede haber ciertas circunstancias en las cuales
tuvimos confianza que Dios manifestaría a determinada persona como uno de Sus
santos, persona por la cual hemos orado y cuyo bien procuramos de todas las
formas posibles, y, sin embargo, he aquí que llega un momento y circunstancias
en las que sería un pecado asociarse a ella como cristiano. Hablo de un caso en
el cual la persona, por alguna mancha de carne o de espíritu, trajo deshonra
sobre el nombre del Señor. Pero aunque debamos, por algún tiempo, abstenernos
de toda expresión de relaciones de amor, sin embargo, el amor encuentra siempre
algún medio de mostrarse, aunque a veces sólo pueda hacerlo en la presencia de
Dios, fuera de los ojos de los hombres. Entonces, en cuanto a la manera de
mostrar el amor, debemos buscar en la Palabra de Dios. Pero el principio
general no puede ponerse en duda, a saber: que Dios quiere poner a todos los
santos en nuestro corazón. Él los lleva a todos en Su propio corazón, y quiere
que nosotros cultivemos esta anchura de afecto por la familia.
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