domingo, 7 de julio de 2019

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (34)


El paso del Jordán


Entre los ejércitos de los israelitas y la Tierra Prometida, el Canaán, pasaba el Río Jordán. Si bien en algunas estaciones del año no es tan ancha ni difícil de pasar, en aquellos días que nos interesan estaba crecido, o fuera de madre, como dicen.
Las cosas imposibles para los hombres no lo son para con Dios. Josué, el nuevo generalísimo de Israel, había recibido mandamiento de Dios de pasar el Jordán, y en tal caso la fe no tiene en cuenta los obstáculos. Aunque el río se desbordaba y corría con fuerza, todos los israelitas se prepararon para pasar al otro lado. Llegaron a la orilla y reposaron. Entonces Josué proclamó al pueblo: “Santificaos, porque Jehová hará mañana entre vosotros maravillas”.
Los israelitas ya habían probado el poder de Dios en su favor cuando abrió paso para sus padres por el Mar Rojo, cuando les dio agua de la roca para su sed y cuando les dio pan del cielo para comer. Sin embargo, esta era una experiencia nueva, tal que se les dijo: “No habéis pasado antes de ahora por este camino”. Así son las experiencias de la vida cristiana. Aunque hayamos probado el poder y la gracia del Señor de tantas maneras, nos vienen oportunidades nuevas para probar su suficiencia.
El arca del pacto era el objeto central del tabernáculo en que adoraban los israelitas, pero no era el objeto de su adoración, como algunos creen. Los querubines de oro, que eran de una sola pieza con la cubierta del arca, no eran para el culto del pueblo. Tal cosa sería la idolatría, cosa prohibida en el segundo de los diez mandamientos: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso”, Éxodo 20.4,5.
El arca no era más que el símbolo de la presencia de Dios con su pueblo redimido. Ostentando las tablas de la santa ley adentro y el oro puro y brillante por encima, es figura de nuestro Señor Jesús. El culto de cualquier objeto visible ha sido y es terminantemente prohibido como idolatría.
Aunque no adoraban el arca, los israelitas la respetaban como el símbolo de la presencia divina, y fueron ordenados a guardar una distancia de dos mil codos (aproximadamente un kilómetro) de ella, mientras hacía el rio Jordán.
Al mojarse en el agua los pies de los sacerdotes que llevaban el arca, se pararon esperando mientras el Señor efectuara un gran milagro. “Las aguas que venían de arriba se pararon como un montón bien lejos de la ciudad de Adam … y las que descendían a la mar de los llanos … se acabaron y fueron partidas; y el pueblo pasó en derecho a Jericó”, 3.16.
Los sacerdotes no salieron del fondo del río hasta haber pasado a salvo todos los ejércitos de Israel. Entonces los doce hombres diputados a ello levantaron un monumento de doce piedras en el fondo del río, donde quedan hundidas hasta el día de hoy, y alzando otras doce las sacaron del fondo del río y las asentaron en memoria en la orilla donde iban.
El Jordán es figura de la muerte y el justo juicio de Dios. Para salvarnos de tan merecido castigo nuestro Señor Jesucristo bajó a la muerte, experimentando los más hondos sufrimientos. Y ninguno de los que creen en él de corazón será condenado. Las olas de la ira divina no pueden llegar hasta los tales, porque han agotado su furia en Aquel que se puso a sí mismo por medio para salvarlos.
Las doce piedras dejadas en el fondo del Jordán, cada una representando una tribu de Israel, son figuras y nos enseñan que todos los que son salvos por la fe en Cristo son considerados como muertos, y perdidos de vista, por haber sido muertos en Cristo, su representante. Dios no cuenta más con ellos como hombres en la carne; son muertos.
Se cuenta que una vez Napoleón, el Emperador, llamaba a los franceses a las armas por medio de la conscripción. Le tocó a un joven padre de familia ir, pero otro que no fue alistado le tuvo compasión y se ofreció para ir en su lugar. En cierta acción éste cayó muerto. Pasando el tiempo fue llamado otra vez el primero, pero rehusó ir, diciendo que era muerto ya. ¿No había sufrido la muerte su representante?
Los oficiales reportaron la cosa a Napoleón, quien convino en lo que decía el hombre. Según las leyes de Francia ese padre de familia se consideraba muerto.
Cristo murió, no por sus propios pecados, sino en nuestro lugar.
Pero no solamente dejaron doce piedras en el fondo del río Jordán; también sacaron otras doce al otro lado. Los creyentes en Cristo son considerados no solamente como muertos con Cristo, sino también como resucitados con él a vivir una nueva vida. Si tú has escapado la muerte eterna por la muerte de Cristo, te conviene mostrar tu gratitud por una nueva vida. “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”, 2 Corintios 5.17.

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