sábado, 1 de noviembre de 2014

Estamos En Cristo

La Palabra de Dios testifica que los hijos de Dios poseen el perdón de sus pecados, pero que “el pecado” está todavía en ellos. La expresión “el pecado” significa la naturaleza caída, corrompida, según lo prueban muchos pasajes de la Escritura. Se llama también “la carne” o “el pecado en la carne”, como lo leemos en Gálatas 5:17 y Romanos 8:3-9.
Pero ¡qué felicidad saber por esta misma Palabra que “nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él (Cristo)”! (Romanos 6:6). Además, “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). Por la crucifixión de Cristo, el juicio de Dios pasó sobre la pecaminosa naturaleza del creyente, la muerte pasó en juicio sobre él.        Dios lo ha separado judicialmente de su estado caído de hijo de Adán. “Habéis muerto”, dice el apóstol Pablo a los creyentes de Colosas (Colosenses 3:3). Naturalmente, esto no quiere decir que hayan estado muertos físicamente, sino que su posición “en la carne” había hallado su fin en la muerte de Cristo.
Por eso, la Escritura dice expresamente a los creyentes: “Mas vosotros no vivís según la carne” (Romanos 8:9). Ésta era su condición anterior, al igual que todos los hijos de Adán, y es por ello que el apóstol dice a todos los elegidos: “Mientras estábamos en la carne” (7:5). De modo que, así como por la muerte de Cristo Dios libró a los creyentes de su posición caída, así también los vivificó en su Hijo, dándoles en él, el resucitado, una nueva posición (Romanos 6:5-11; Colosenses 2:13; 3:1).
Dios ve ahora a los creyentes en Cristo. El apóstol nos lo enseña al decir: “Por él estáis vosotros en Cristo Jesús”, es decir, por Dios, por sus consejos y su obra en Cristo Jesús (1 Corintios 1:30). Además: “Si alguno está en Cristo, es una nueva creación” (2 Corintios 5:17, V.M.). “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1).
De modo que, aunque “la carne” mora todavía en nosotros, no estamos en la carne, sino en Cristo. Entonces somos exhortados así: “Hijitos míos, estas cosas os escribo, para que no pequéis”. Esta amonestación es necesaria y conforme al pensamiento de Dios, porque “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 2:1; 1:5). Pero, bendito sea Dios, verdad es también que nosotros estamos en Cristo, y el Espíritu de Dios nos recuerda por el apóstol: “Vosotros estáis completos en él” (Cristo) (Colosenses 2:10). Y aún más: “Como él es (Cristo), así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17).
El apóstol dice en Romanos 5:8 que éramos pecadores. Pero Dios ya no nos considera como tales; llama a los suyos: “Hijos amados” (Efesios 5:1), aunque la carne está todavía en ellos y necesitan ser guardados, exhortados, y mantenerse vigilantes durante su permanencia en este mundo. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15); “hermanos santos, participantes del llamamiento celestial” (Hebreos 3:1); “casa espiritual y sacerdocio santo”; “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:5 y 9).
El Espíritu Santo mora en todos los creyentes (2 Timoteo 1:14), quienes, por haber creído en el Hijo de Dios, han venido a ser hijos de Dios (Gálatas 3:26; 4:6). Por la Palabra, el Espíritu nos hace notar la maravillosa posición que tenemos en el Hijo y nos capacita para disfrutar de ella. El Espíritu Santo en nosotros es el sello y el testimonio de que somos hijos, “y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”. Por el mismo Espíritu clamamos: “¡Abba, Padre!” (Romanos 8:17 y 15). Por el Espíritu Santo vinimos a ser también “verdaderos adoradores” a quienes Dios, el Padre, busca (Juan 4:23).
El Espíritu Santo está profundamente contristado (Efesios 4:30) por el hecho de que muchos creyentes verdaderos no reciben el testimonio de Dios y de su Palabra tan explícita en cuanto a su maravillosa posición en Cristo. Hasta llegan a la conclusión de que es una prueba de humildad decir diariamente que son pobres pecadores.
A ellos, el verdadero significado de los pasajes de la Escritura que testifican que somos trasladados, por la fe en el Señor Jesús, a una posición nueva y eterna para con Dios, les es desconocido o velado. Solamente les recuerdo unas palabras del Señor: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). Compárese este pasaje con lo que el apóstol dice en Colosenses 1:12-13.
A nosotros, que por aspersión de sangre tenemos los corazones purificados de mala conciencia y lavados con agua limpia, a nosotros, que somos reconciliados por la sangre de Cristo, renovados interiormente mediante el lavamiento de agua por la Palabra de Dios, nacidos de nuevo, Dios nos exhorta a que no permanezcamos por más tiempo fuera del Lugar Santísimo, sino que penetremos en él con plena certidumbre de fe en la sangre de Jesús, ya que ha sido roto el velo (Hebreos 10:19-20). Para nosotros, el Lugar Santísimo es la comunión con Dios y su presencia radiosa y real.
De ahí resulta que, cuando esos creyentes pecan por falta de vigilancia, creen que deben recurrir por segunda vez a la eficacia de la sangre de Cristo. La aplicación y la aspersión de la sangre fueron hechas una vez para siempre. Aquel que creyó en el testimonio de Dios respecto a la eficacia y el poder de la sangre de Cristo y fue justificado por ella, no está más delante de Dios cual un pecador delante de su juez, sino como un hijo delante de su Padre. Esta posición permanece, es eterna.
Todos tenemos tendencia a dejarnos dirigir por nuestros sentimientos y a juzgar, según ellos, nuestra posición frente a Dios. Nuestros sentimientos no proporcionan la medida; en cambio, nos es válido lo que Dios hizo por nosotros y lo que dice de nosotros en su Palabra. La sola expresión “está escrito” tiene más precio que diez mil sentimientos; éstos nos engañan, ora de una manera, ora de otra, pero Dios nos muestra, por medio de varios tipos y expresiones claras, que, cuando el creyente falta o peca, ya no debe buscar refugio en la sangre de Cristo o convertirse de nuevo.
En el capítulo 8 del Levítico se nos narra cómo los sacerdotes, en el día de su consagración, eran enteramente lavados, y luego Moisés hacía aspersión sobre ellos con la sangre y el aceite de la unción. Sucedía esto una sola vez en sus vidas; pero cada día debían lavar sus pies y sus manos en la fuente de bronce (Éxodo 40:30-32), por la cual tenían que pasar cada vez que entraban en el Lugar Santo. No podían acercarse de otra manera. Esto es muy instructivo para nosotros, puesto que todos aquellos que creen de corazón en el Señor Jesús son sacerdotes para Dios (1 Pedro 2:5; Apocalipsis 1:5-6).
El lavamiento con agua es una imagen del nuevo nacimiento por la Palabra de Dios. El agua es una muy conocida figura de la Escritura, la que, por el poder del Espíritu Santo, purifica el alma, renovándola por la comunicación de la vida de Dios. (Compárese Juan 3:5; 4:10; 15:3; Efesios 5:26; Tito 3:5; Santiago 1:18; 1 Pedro 1:23; Isaías 55:10-11).
La sangre, con la cual se hacía aspersión sobre el sacerdote, habla de la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, la que nos purifica y nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7; Apocalipsis 1:5). El aceite es otro símbolo sumamente conocido: representa al Espíritu Santo, con el cual cada alma es ungida y sellada al haber sido purificada por la sangre de Cristo (2 Corintios 1:21-22).
Vemos entonces tres hechos: el nuevo nacimiento por la Palabra de Dios, la reconciliación por la sangre de Cristo y el sello por el Espíritu Santo. Estos hechos se efectúan una vez para siempre y no vuelven a repetirse. Ello no quiere decir que el creyente no pueda experimentar cada día mejor su significado, fuerza y bendición, cuando él se encuentra en el camino de la fidelidad. Pero, como lo he dicho, no hay más que un nuevo nacimiento y sólo una vez somos purificados y reconciliados por la sangre de Cristo; esto permanece eternamente.
El lavamiento de los pies del sumo sacerdote representa la purificación de toda inmundicia de carne y de espíritu de un alma regenerada. Esta restauración es diaria y no se verifica por la sangre, sino por la intercesión del Señor Jesús, quien es nuestro abogado para con el Padre, y por el agua, a saber, por la Palabra de Dios, porque en este caso no se trata de la justificación de un pecador perdido, sino de restaurar a un escogido en el gozo de la comunión con Dios.
En el capítulo 19 de los Números tenemos una hermosa ilustración de esta restauración y de este retorno a Dios. En este pasaje se nos habla del sacrificio de la vaca alazana, el cual no figura en el libro del Levítico en el cual todos los demás sacrificios son detallados. El libro de los Números nos habla de las diferentes experiencias que el redimido realiza en el desierto, y solamente allí encontramos el sacrificio de la vaca alazana. Esto nos demuestra que está íntimamente ligado al andar.
Por cierto que es preciso ahondar y meditar todo lo que antecede. ¡Que el Señor les guarde!

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