La Palabra de
Dios testifica que los hijos de Dios poseen el perdón de sus pecados, pero que
“el pecado” está todavía en ellos. La expresión “el pecado” significa la
naturaleza caída, corrompida, según lo prueban muchos pasajes de la Escritura.
Se llama también “la carne” o “el pecado en la carne”, como lo leemos en
Gálatas 5:17 y Romanos 8:3-9.
Pero ¡qué
felicidad saber por esta misma Palabra que “nuestro viejo hombre fue
crucificado juntamente con él (Cristo)”! (Romanos 6:6). Además, “los que son de
Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). Por
la crucifixión de Cristo, el juicio de Dios pasó sobre la pecaminosa naturaleza
del creyente, la muerte pasó en juicio sobre él. Dios lo ha separado judicialmente de su estado caído de hijo
de Adán. “Habéis muerto”, dice el apóstol Pablo a los creyentes de Colosas
(Colosenses 3:3). Naturalmente, esto no quiere decir que hayan estado muertos
físicamente, sino que su posición “en la carne” había hallado su fin en la
muerte de Cristo.
Por eso, la Escritura dice expresamente a los
creyentes: “Mas vosotros no vivís según la carne” (Romanos 8:9). Ésta era su
condición anterior, al igual que todos los hijos de Adán, y es por ello que el
apóstol dice a todos los elegidos: “Mientras estábamos en la carne” (7:5). De
modo que, así como por la muerte de Cristo Dios libró a los creyentes de su
posición caída, así también los vivificó en su Hijo, dándoles en él, el
resucitado, una nueva posición (Romanos 6:5-11; Colosenses 2:13; 3:1).
Dios ve ahora a
los creyentes en Cristo. El apóstol nos lo enseña al decir: “Por él estáis
vosotros en Cristo Jesús”, es decir, por Dios, por sus consejos y su obra en
Cristo Jesús (1 Corintios 1:30). Además: “Si alguno está en Cristo, es una
nueva creación” (2 Corintios 5:17, V.M.). “Ahora, pues, ninguna condenación hay
para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1).
De modo que,
aunque “la carne” mora todavía en nosotros, no estamos en la carne, sino en
Cristo. Entonces somos exhortados así: “Hijitos míos, estas cosas os escribo,
para que no pequéis”. Esta amonestación es necesaria y conforme al pensamiento
de Dios, porque “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 2:1;
1:5). Pero, bendito sea Dios, verdad es también que nosotros estamos en Cristo,
y el Espíritu de Dios nos recuerda por el apóstol: “Vosotros estáis completos
en él” (Cristo) (Colosenses 2:10). Y aún más: “Como él es (Cristo), así somos
nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17).
El apóstol dice
en Romanos 5:8 que éramos pecadores. Pero Dios ya no nos considera como tales;
llama a los suyos: “Hijos amados” (Efesios 5:1), aunque la carne está todavía
en ellos y necesitan ser guardados, exhortados, y mantenerse vigilantes durante
su permanencia en este mundo. “Como aquel que os llamó es santo, sed también
vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15); “hermanos
santos, participantes del llamamiento celestial” (Hebreos 3:1); “casa
espiritual y sacerdocio santo”; “linaje escogido, real sacerdocio, nación
santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:5 y 9).
El Espíritu
Santo mora en todos los creyentes (2 Timoteo 1:14), quienes, por haber creído
en el Hijo de Dios, han venido a ser hijos de Dios (Gálatas 3:26; 4:6). Por la
Palabra, el Espíritu nos hace notar la maravillosa posición que tenemos en el
Hijo y nos capacita para disfrutar de ella. El Espíritu Santo en nosotros es el
sello y el testimonio de que somos hijos, “y si hijos, también herederos;
herederos de Dios y coherederos con Cristo”. Por el mismo Espíritu clamamos:
“¡Abba, Padre!” (Romanos 8:17 y 15). Por el Espíritu Santo vinimos a ser
también “verdaderos adoradores” a quienes Dios, el Padre, busca (Juan 4:23).
El Espíritu
Santo está profundamente contristado (Efesios 4:30) por el hecho de que muchos
creyentes verdaderos no reciben el testimonio de Dios y de su Palabra tan
explícita en cuanto a su maravillosa posición en Cristo. Hasta llegan a la conclusión
de que es una prueba de humildad decir diariamente que son pobres pecadores.
A ellos, el
verdadero significado de los pasajes de la Escritura que testifican que somos
trasladados, por la fe en el Señor Jesús, a una posición nueva y eterna para con
Dios, les es desconocido o velado. Solamente les recuerdo unas palabras del
Señor: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me
envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a
vida” (Juan 5:24). Compárese este pasaje con lo que el apóstol dice en
Colosenses 1:12-13.
A nosotros, que
por aspersión de sangre tenemos los corazones purificados de mala conciencia y
lavados con agua limpia, a nosotros, que somos reconciliados por la sangre de
Cristo, renovados interiormente mediante el lavamiento de agua por la Palabra
de Dios, nacidos de nuevo, Dios nos exhorta a que no permanezcamos por más
tiempo fuera del Lugar Santísimo, sino que penetremos en él con plena
certidumbre de fe en la sangre de Jesús, ya que ha sido roto el velo (Hebreos
10:19-20). Para nosotros, el Lugar Santísimo es la comunión con Dios y su
presencia radiosa y real.
De ahí resulta
que, cuando esos creyentes pecan por falta de vigilancia, creen que deben
recurrir por segunda vez a la eficacia de la sangre de Cristo. La aplicación y
la aspersión de la sangre fueron hechas una vez para siempre. Aquel que creyó
en el testimonio de Dios respecto a la eficacia y el poder de la sangre de
Cristo y fue justificado por ella, no está más delante de Dios cual un pecador
delante de su juez, sino como un hijo delante de su Padre. Esta posición
permanece, es eterna.
Todos tenemos
tendencia a dejarnos dirigir por nuestros sentimientos y a juzgar, según ellos,
nuestra posición frente a Dios. Nuestros sentimientos no proporcionan la
medida; en cambio, nos es válido lo que Dios hizo por nosotros y lo que dice de
nosotros en su Palabra. La sola expresión “está escrito” tiene más precio que
diez mil sentimientos; éstos nos engañan, ora de una manera, ora de otra, pero
Dios nos muestra, por medio de varios tipos y expresiones claras, que, cuando
el creyente falta o peca, ya no debe buscar refugio en la sangre de Cristo o
convertirse de nuevo.
En el capítulo
8 del Levítico se nos narra cómo los sacerdotes, en el día de su consagración,
eran enteramente lavados, y luego Moisés hacía aspersión sobre ellos con la
sangre y el aceite de la unción. Sucedía esto una sola vez en sus vidas; pero
cada día debían lavar sus pies y sus manos en la fuente de bronce (Éxodo 40:30-32),
por la cual tenían que pasar cada vez que entraban en el Lugar Santo. No podían
acercarse de otra manera. Esto es muy instructivo para nosotros, puesto que
todos aquellos que creen de corazón en el Señor Jesús son sacerdotes para Dios
(1 Pedro 2:5; Apocalipsis 1:5-6).
El lavamiento
con agua es una imagen del nuevo nacimiento por la Palabra de Dios. El agua es
una muy conocida figura de la Escritura, la que, por el poder del Espíritu
Santo, purifica el alma, renovándola por la comunicación de la vida de Dios.
(Compárese Juan 3:5; 4:10; 15:3; Efesios 5:26; Tito 3:5; Santiago 1:18; 1 Pedro
1:23; Isaías 55:10-11).
La sangre, con
la cual se hacía aspersión sobre el sacerdote, habla de la sangre de
Jesucristo, el Hijo de Dios, la que nos purifica y nos limpia de todo pecado (1
Juan 1:7; Apocalipsis 1:5). El aceite es otro símbolo sumamente conocido:
representa al Espíritu Santo, con el cual cada alma es ungida y sellada al
haber sido purificada por la sangre de Cristo (2 Corintios 1:21-22).
Vemos entonces tres
hechos: el nuevo nacimiento por la Palabra de Dios, la reconciliación por la
sangre de Cristo y el sello por el Espíritu Santo. Estos hechos se efectúan una
vez para siempre y no vuelven a repetirse. Ello no quiere decir que el creyente
no pueda experimentar cada día mejor su significado, fuerza y bendición, cuando
él se encuentra en el camino de la fidelidad. Pero, como lo he dicho, no hay
más que un nuevo nacimiento y sólo una vez somos purificados y reconciliados
por la sangre de Cristo; esto permanece eternamente.
El lavamiento
de los pies del sumo sacerdote representa la purificación de toda inmundicia de
carne y de espíritu de un alma regenerada. Esta restauración es diaria y no se
verifica por la sangre, sino por la intercesión del Señor Jesús, quien es
nuestro abogado para con el Padre, y por el agua, a saber, por la Palabra de
Dios, porque en este caso no se trata de la justificación de un pecador
perdido, sino de restaurar a un escogido en el gozo de la comunión con Dios.
En el capítulo
19 de los Números tenemos una hermosa ilustración de esta restauración y de
este retorno a Dios. En este pasaje se nos habla del sacrificio de la vaca
alazana, el cual no figura en el libro del Levítico en el cual todos los demás
sacrificios son detallados. El libro de los Números nos habla de las diferentes
experiencias que el redimido realiza en el desierto, y solamente allí
encontramos el sacrificio de la vaca alazana. Esto nos demuestra que está
íntimamente ligado al andar.
Por cierto que
es preciso ahondar y meditar todo lo que antecede. ¡Que el Señor les guarde!
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