La esclavitud
No hay, quizá, una escena más triste en toda la Biblia que la de la
esclavitud de los israelitas en Egipto. Al principio de su estadía en el país,
todo les iba bien. Les fue dada la parte mejor del país donde apacentar sus
ganados y todo les sonría. Pero con el tiempo el nuevo rey Faraón empezó a
hacerles comprender que eran su propiedad, alma y cuerpo, sometiéndoles a duros
trabajos. Cada día debían hacer cierta cuenta de ladrillos, y con ellos
edificaban ciudades grandes y fuertes para los egipcios.
¡Cuán triste debe ser el cuadro de una multitud de
esclavos! Nuestros amigos misioneros en el África Central nos han contado cómo
los mahometanos suelen asaltar un pobre pueblo de indígenas, quienes por falta
de armas modernas no pueden defenderse, una vez que hayan matado a los que
resisten, amarran a los demás y parten para la costa. En la larga marcha las
pobres mujeres mal alimentadas, cargando sus criaturas, muchas veces se
desmayan y son dejadas al lado del camino para morir o ser devoradas por las
fieras. Los demás a la fuerza son obligados a aceptar la religión de Islam. Una
vez en el territorio de sus amos, jamás podrán salir.
Al sentir los israelitas el pesado yugo de la esclavitud
egipcia, comenzaron a clamar al Señor. Sus padres habían conocido al Dios vivo
y verdadero, y ahora los hijos no pensaron en invocar las innumerables imágenes
de Egipto, sino al Dios invisible.
Podían dudar al principio si fuesen oídos, porque en vez
de aliviarles la carga, Faraón se la agravó. Tuvieron que producir la misma
cuenta de ladrillos de antes, sin ser provistos de la paja necesaria. Pero
cuando se desmayaron por los látigos de sus amos, el Señor empezó a obrar,
mandando las plagas sobre los egipcios, hasta matar por último a todos los hijos
primogénitos de ellos. Solamente después de venir este azote consintieron en
dejar ir a los israelitas.
Cada hombre o mujer en este mundo se encuentra por
nacimiento natural bajo la esclavitud del pecado y Satanás, como los israelitas
que nacieron en Egipto lo eran a Faraón. La sentencia de una muerte eterna les
espera, y sólo los que reconocen su necesidad de un Salvador y vienen a él
arrepentidos, para ser lavados de sus pecados en su sangre, y regenerados por
su Espíritu, podrán escaparla.
Querido amigo, ¿no sientes el peso del yugo de tus
pecados? ¿No comprendes que Satanás te quiere arrastrar consigo al infierno?
Pero, si crees de corazón en Cristo, Él te dice: “El que oye mi palabra, y cree
que al que me envió, tiene vida eterna, y no vendrá a condenación, más ha
pasado de muerte a vida”, Juan 5.24.
Durante el tiempo de la esclavitud en los Estados Unidos,
algunos esclavos escaparon al Canadá, ayudados por amigos en un esquema de
asilos y orientación que se llamaba “el ferrocarril subterráneo”. Intentar tal
cosa era una empresa muy peligrosa, porque, al ser alcanzados por sus amos, no
pocas veces fueron muertos con azote. Si se habían escondido en los pantanos al
lado de los ríos, eran cazados con sabuesos —perros feroces— que por poco los
comían vivos.
Los pobres israelitas se encontraban en Egipto en igual
caso. ¿Qué podían hacer para ganar la libertad? Nada. Pero, la extremidad del
hombre es la oportunidad de Dios.
Por Moisés Dios enseñó a los israelitas la manera de
escapar el azote de la muerte de sus hijos primogénitos. Tenían que escoger un
cordero sin defecto y, al haberlo guardado por cuatro días, matarlo, recogiendo
la sangre en una vasija. Luego el padre de familia debía rociar con la sangre
del cordero el dintel y los dos postes de la puerta de su casa, entrando
entonces bajo ese arco de sangre para no morir. El mismo Señor les había dicho:
“Veré la sangre, y pasaré de vosotros”.
¡Qué preciosa figura es esta de la salvación que hay por
la sangre de Cristo! Nosotros, cual pecadores, estamos condenados todos a la
perdición eterna. Pero Cristo, el santo Cordero de Dios, ha venido para
redimirnos con su sangre vertida en la cruz del Calvario. Ninguna otra cosa
podía salvar a los israelitas. Rezar no les salvaba; el dinero no valía; buenos
o malos tenían un solo medio de escape: la sangre.
Lo mismo hoy día. Algunos se dirán más religiosos que
otros, pero todos corren un mismo peligro, y no hay más que un solo medio de
salvación. La sangre de Cristo limpia de todo pecado; 1 Juan 1.7.
Dirá alguno que Cristo ha derramado su sangre, y basta.
Pero la sangre del cordero de los israelitas, recogida en la vasija, no salvaba
a ninguno. Ellos debían aplicarla a la puerta. Esto corresponde a lo que
hacemos cuando, convictos del pecado y de nuestra necesidad de la redención,
ponemos toda nuestra confianza en la sangre de Cristo. No podemos confiar en
rezos, ni misas ofrecidas por otros, ni en dinero, ni en nuestra religión, sino
en la sangre del Hijo de Dios.
El lector habrá sabido de uno de los monarcas más renombrados
del Imperio Británico, la reina Victoria. Cuando ella estaba en la epopeya de
su fama, uno le preguntó en qué confiaba para la eternidad. La respuesta
inmediata fue: “Confío en la sangre de Cristo, en toda su singular dignidad”.
Quería decir que no agregaba, como medio de pagar sus pecados, otra cosa
alguna. Y el lector, ¿en qué está confiando? ¿En Cristo o en una iglesia? ¿En
la sangre o en las ceremonias?
Jamás podían olvidar los israelitas que la sangre del cordero les había
redimido de la esclavitud y muerte en Egipto. Los verdaderos cristianos jamás
olvidarán que todo lo deben a la sangre de Cristo. Su cántico eterno será “al
que nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre”, Apocalipsis
1.5.
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