jueves, 3 de mayo de 2018

AUTORIDAD DE LA BIBLIA



"La espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios" (Efesios 6: 17)

Insistir ante los creyentes sobre el lugar de exclu­siva autoridad que le pertenece a la Palabra de Dios es más que nunca una necesidad imperiosa. La vigilancia no será nunca demasiado grande contra el deseo insi­dioso del Enemigo de mezclar los pensamientos de los hombres a esta Palabra, a fin de debilitar su potestad bajo pretexto de fortalecerla.
Es primordial no apartarse de declaraciones fun­damentales tal como éstas:
"Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios" (Romanos 10: 17).
"...la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes" (1 Tesalonicenses 2: 13).
"...la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santifica­dos" (Hechos 20: 32).
"Las palabras de Jehová son palabras limpias, como plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces" (Salmo 12:6).
Retengamos bien y pesemos las expresiones de Agur: "Toda palabra de Dios es limpia... No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso" (Proverbios 30: 5-6).
Al escribir estas líneas pensamos en algunos peli­gros precisos.
1) Uno de ellos es poner esta Palabra de Dios, en cualquier medida que sea, bajo la garantía de hombres eminentes, sabios, estadistas, filósofos, hombres ilus­tres, bienhechores de la humanidad. Con razón pode­mos estar agradecidos a Dios, porque conduce a estos hombres a dar testimonio a la acción de su Palabra, sobre todo si se trata de verdaderos creyentes. Pero la calidad de estos hombres no añade nada a la Palabra de Dios. La potestad de ésta es la misma que obra en el más humilde, el más ignorante y el más vil de sus seme­jantes. Para Dios todos están al mismo nivel, el estado natural como hijos de Adán es el mismo —enemistad contra Dios— y para ellos la necesidad de la gracia de Dios es la misma. El capítulo 2 de la primera epístola a los Corintios nos previene respecto de lo que se puede esperar de la sabiduría humana, aunque sea la más esti­mada. No nos gloriemos de estar enrolados bajo el mismo estandarte que un Faraday, un Cuvier, un Pas­cal, o tal «filósofo cristiano» moderno; pero gloriémo­nos en Aquel que nos ha enrolado a todos bajo su estandarte, y regocijémonos de que la gracia haya triun­fado sobre las barreras más fuertes que se oponen a la fe, es decir, todo lo que —como riqueza, notoriedad, autoridad, saber— tiene fama y pone a un hombre por encima de otros hombres. Le es más difícil a un hombre eminente pasar por la puerta estrecha, y la conversión de un rico siempre es el milagro más asombroso. "Mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es" (1 Corintios 1:26-28).
No apelemos a ninguna autoridad humana, por elevada que sea su moral o su intelecto, para fundamen­tar nuestra fe. Ella es un apoyo frágil que descansa sobre un suelo desmenuzable. Desconfiemos de la ten­dencia sutil, demasiado propagada, a acreditar al cris­tianismo por medio del hombre. ¡Qué miserable garantía de la verdad da el hombre, cualquiera que sea! La fe no es ni una adhesión a las convicciones de un director espiritual, ni un legado de las creencias de nuestros padres. Se nos invita a imitar la fe de los más grandes conductores del pasado (Hebreos 13: 7), y esa fe sólo tuvo efecto por y en la Palabra de Dios, "la Pala­bra de Cristo" (Colosenses 3: 16).
Hasta ahora no hemos hablado más que de los cris­tianos declarados, incluso más de uno en quienes la «creencia» apenas si excede de las aspiraciones deístas o de una simpatía más o menos viva por las enseñanzas de Jesús. Pero pronto seríamos llevados a apoyarnos en declaraciones de personajes relevantes en el mundo y pertenecientes totalmente a este mundo del cual los creyentes han sido retirados (Gálatas 1:4). Dios puede servirse de todo para instruirnos, incluso de escritos o de palabras de incrédulos, hasta de los «sabios» de otras civilizaciones distintas de la llamada cristiana; pero Dios no permitirá jamás que los suyos atribuyan a pensamientos humanos el valor de las revelaciones divi­nas. Ninguna amalgama es posible entre el pensa­miento de la "carne" y el pensamiento del "Espíritu" (Romanos 8: 5-7). Pidamos el discernimiento espiritual del cual tenemos necesidad constantemente. "Sata­nás se disfraza como ángel de luz" y "sus ministros... como ministros de justicia" (2 Corintios 11:14-15); pero Pablo descubre la acción de éstos en la publici­dad que le hacía la sirvienta de Filipos (Hechos 16: 16-18).
2) Las múltiples conquistas de la ciencia dan testi­monio de las altas facultades que Dios ha dado al hom­bre al que él hizo a su semejanza, y de una razón cuyo valor en la esfera de las cosas visibles no es cuestión de negar. Pero guardémonos con el mayor cuidado de soli­citar la revelación de Dios y deformarla para hacerla concordar a toda costa con las opiniones de esta cien­cia. Temamos transigir cada vez que los hombres ponen la Biblia en contradicción con tales opiniones. La Pala­bra de Dios es la verdad, ella es inmutable, no nos ha sido dada para satisfacer nuestra curiosidad en todas las esferas, sino para ponernos en relación con Dios. La ciencia humana, cualquiera sea el sentido en que se manifieste su esfuerzo, es eminentemente cambiante y limitada, como lo es el espíritu de la criatura humana.
Aun así, regocijémonos, por ejemplo, de que recientes descubrimientos arqueológicos y otros que están en curso, saquen a la luz hechos como la existen­cia de pueblos antiguos, ciudades y personajes que la Biblia menciona y de los que se dudaba a pesar de ésta.
Pero no es eso lo que hace creer, como tampoco los milagros realizados aquí abajo por el Señor hicieron creer en él con verdadera fe. La reconciliación de la Biblia y de la ciencia, de la cual se habla tanto, es un falso problema: no hay nada que reconciliar entre dos cosas fundamentalmente diferentes en sus respectivas acciones, objetivos y efectos, y cuyos niveles están tan alejados como los cielos lo están de la tierra. No hay conflicto; cada una tiene su esfera, pero en una Dios reina, en la otra deja al hombre a sus capacidades y res­ponsabilidades de criatura privilegiada pero caída. La ciencia debería ser lo bastante humilde como para reco­nocerlo. Pero el pecado fundamental del hombre es querer igualar a Dios. Satanás, el mentiroso desde el principio, le ha dicho y continúa diciéndole: "Seréis como Dios" (Génesis 3: 5). Él emplea, para hacer esto, los «progresos» de un conocimiento desligado de Dios. Y nosotros, los creyentes, nos deslizamos sin tener cuidado hacia un racionalismo disfrazado si no mantenemos la independencia de la esfera de la fe. Tanto mejor para la ciencia humana si se encuentra de acuerdo con la Palabra de Dios, pero no es este encuen­tro el que acredita a la Biblia. No invirtamos el orden de las cosas. Si la ciencia contradice a la Escritura, ello significa que, o bien ésta ha sido torcida —y es impor­tante asegurarse exactamente de lo que ella dice, sin añadir, según el sabio consejo de Agur (Proverbios 30:6), ni suprimir lo que sea— o bien la ciencia no tiene razón, y esto será manifestado un día u otro.
La Biblia, manantial y base constante de la fe, no procede por razonamientos; afirma hechos pasados, presentes o futuros; nosotros los creemos —incluso si no podemos explicárnoslos— por la autoridad de esta Palabra. Ella habla, no para detenernos sobre las cosas terrestres, sino para hacernos conocer a Dios y lo que somos delante de él. Utiliza las imágenes y los ejemplos del mundo visible para enseñarnos. La ciencia parte de hechos tenidos por indiscutibles porque observados por nuestros sentidos. Ella busca sus causas y deduce los efectos prácticos. No es cuestión de denigrarla. Su esfuerzo es válido en los límites de este mundo accesi­ble a nuestros sentidos; pero es incompetente desde que ella quiere remontarse a las causas primeras, pues entonces es detenida en el encadenamiento de sus razo­namientos, deductivos o inductivos, por la falta de esla­bones que supone son hechos inobservables y que ella no puede más que imaginar. ¡Así, pues, cuántas suposi­ciones e hipótesis son insensiblemente presentadas y recibidas como realidades! ¡La ciencia se hace cientifi­cismo, una verdadera religión!
Las obras de Dios en la creación dan buen testimo­nio, permanentemente, de "lo que de Dios se conoce" como "las cosas invisibles de él (que no pueden verse), su eterno poder y deidad (divinidad)" y que son "entendidas por medio de las cosas hechas" (Romanos 1:19-20).
Pero esta inteligencia ha sido viciada por el pecado. El hombre había sido creado como centro y jefe de una creación resplandeciente de belleza y armonía. Desde que cayó, lleva siempre el mundo en su corazón. Dios lo había puesto en el mundo, pero ahora es un mundo manchado y trastornado, y el hombre se obstina vanamente en comprender la obra de un Dios del que se ha desviado (Eclesiastés 3:9-11). Por apasio­nantes que le parezcan los resultados que obtiene, siem­pre erra: de la inmensidad poblada de astros, indefini­damente multiplicados a medida que sus instrumentos siempre más perfeccionados los descubren, a lo incon­cebiblemente pequeño todavía más asombroso. La obra que Dios ha hecho (la creación), y que es la esfera en la que se mueve el hombre, pone ante él enigmas cada vez más numerosos con respecto a la materia y a las rela­ciones de esta materia con las formas diversas de una energía que no sabe definir.

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