jueves, 3 de mayo de 2018

LA ORACIÓN DEL SEÑOR (Parte II)



Las palabras iniciales apuntarían, de hecho, a la misma conclusión: "Padre nuestro que estás en los cielos." (Mateo 6:9). Esto requerirá una o dos palabras de sencilla explicación. Los creyentes bajo la antigua dispensación nacían de nuevo de la misma manera que los creyentes desde Pentecostés. Por tanto, ambos son, por igual, hijos de Dios. Pero hay dos diferencias que deben ser especificadas. El creyente judío jamás recibía, no podía recibir, el Espíritu de adopción, debido a que el Espíritu no había venido en aquel entonces, "porque Jesús no había sido aún glorificado." (Juan 7:39). El apóstol Pablo explica esto cuando dice, "Entre tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y curadores hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo. Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo." (Gálatas 4: 1 al 7; ver asimismo Romanos 8: 14 al 17). La segunda diferencia radica en el carácter del llamamiento. El santo judío tenía un llamamiento terrenal; es decir, su llamamiento de parte de Dios era para la tierra, y para bendiciones terrenales. Aun el futuro de ellos se caracterizaba por un Mesías en la tierra, reinando en la tierra en Su reino glorioso, asegurando perfecta bendición terrenal. Se puede leer el Salmo 72 como una ilustración de esto, así como también Isaías 60, Jeremías 33, etc. Pero con el cristiano todo cambia. Su llamamiento es un llamamiento celestial (véase Hebreos 3:1; Filipenses 3:14, donde debería decir, "llamamiento de Dios en lo alto”, y el versículo 20, "nuestra ciudadanía está en el cielo."). Conforme a esto, Dios no promete ahora bendiciones terrenales a los creyentes. Teniendo sustento y abrigo, nosotros somos exhortados a estar contentos. (1a. Timoteo 6:8). "Partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor." (Filipenses 1:23). Toda nuestra esperanza ha de estar puesta sobre el regreso de nuestro bendito Señor a tomarnos a Él mismo, para que donde Él está nosotros también estemos (Juan 14: 1 al 3; Filipenses 3: 20 y 21; Apocalipsis 22: 7, 12, 20). Por lo tanto, nosotros debemos vivir en la expectativa diaria de la consumación de esta esperanza nuestra y, en el entretanto, vivir bajo su influencia y poder, purificarnos, así como Él es puro. (1a. Juan 3: 2 y 3). Nosotros somos así, un pueblo celestial, con esperanzas celestiales, en lugar de ser, como eran los judíos, un pueblo terrenal, con esperanzas terrenales — cuyas esperanzas terrenales se cumplirán aún en la restauración y bendición de ellos en su tierra cuando el Señor aparezca con Sus santos para establecer Su reino.
La aplicación de estas distinciones será evidente. El Señor enseñó a Sus discípulos a decir "Padre nuestro"; los creyentes de la presente época de la gracia — es decir, del período de tiempo que comenzó con el descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés — claman "¡Abba, Padre!"; es decir, conocen a Dios como su Padre por medio del Espíritu Santo que mora en ellos. Nuevamente, era perfectamente apropiado para el santo Judío decir ""Padre nuestro que estás en los cielos", porque él era uno de los que componían el pueblo terrenal; pero el Cristiano, siendo él mismo, celestial, perteneciendo al cielo, con el privilegio de morar aun ahora en espíritu en la casa del Padre, no dice, cuando se le enseña, ""Padre nuestro que estás en los cielos", ni siquiera, nuestro "Padre Celestial", sino que dice, 'nuestro Dios y nuestro Padre', tal como encontramos en todas partes en las epístolas, y tal como el propio Señor enseñó a los Suyos, por medio de María, después de Su resurrección; porque añadir al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo las palabras "en el cielo", sería olvidar lo que Dios, en Su gracia maravillosa, nos ha hecho, y olvidar también el lugar pleno de bendición al cual hemos sido llevados mediante la muerte y resurrección de nuestro bendito Señor y Salvador. (compárese Juan 20:17 con Efesios 1:3, etc.).
Si nos volvemos nuevamente a la petición aludida, "perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores", esta conclusión se verá fortalecida. Como hemos mostrado, el perdón de pecados es la porción de todos los creyentes, y este perdón es eternal en su carácter. La eficacia de la sangre preciosa de Cristo, tal como es presentada en Hebreos 9 y 10, descarta la posibilidad de la imputación de culpa al creyente. El sacrificio único de Cristo es puesto, una y otra vez, en contraste con los recurrentes sacrificios anuales de la economía judía. "Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado." (Hebreos 9: 24 al 26). Una vez más, "Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados." (Hebreos 10: 11 al 14). Estos pasajes enseñan, más allá de la posibilidad de duda o pregunta, dos cosas inequívocas: en primer lugar, que el sacrificio único de Cristo tiene vigencia para siempre; y, en segundo lugar, que en el momento que nos situamos bajo su eficacia y sus beneficios (y todo creyente está en este lugar bienaventurado), nuestra culpa es quitada para siempre de la vista de Dios. Nosotros hemos 'sido hechos perfectos'. No hay "ya más conciencia de pecado", si comprendemos el valor de la sangre preciosa de Cristo. Somos absolutamente perdonados una vez y para siempre. Negar esto sería negar la eficacia del sacrificio único de Cristo.
Se puede replicar, «Sí, nosotros entendemos esto plenamente, como aplicado a nuestros pecados pasados; pero ¿qué sucede con los pecados que cometemos día a día después de la conversión?»
Hay dos respuestas a esta pregunta. Primero, la culpa de todos nuestros pecados — pasados, presentes, o futuros — es quitada por la sangre de Cristo. Cuando el Señor Jesús "llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (lenguaje que sólo los creyentes pueden adoptar) (1a. Pedro 2:24), nosotros no habíamos cometido pecados, en absoluto (puesto que no habíamos nacido aún). Por consiguiente, no pudo ser que Él llevase solamente una parte, o algunos, de nuestros pecados, o de lo contrario — y lejos esté este pensamiento — Él debe morir una segunda vez. No; todos nuestros pecados fueron puestos sobre Él en Su muerte en la cruz, y Él expió la culpa de todos; así que podemos regocijarnos delante de Dios, en el conocimiento de que "la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado" (1a. Juan 1:7), de que somos libertados, una vez y para siempre, de toda nuestra culpa y, por consiguiente, de que una vez limpios y hechos más blancos que la nieve, ni una sola mancha, o lunar, puede jamás profanar nuestra pureza perfecta a los ojos de Dios.

Edward Dennett

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