Las palabras iniciales apuntarían, de hecho, a la misma
conclusión: "Padre nuestro que estás en los cielos." (Mateo 6:9).
Esto requerirá una o dos palabras de sencilla explicación. Los creyentes bajo
la antigua dispensación nacían de nuevo de la misma manera que los creyentes
desde Pentecostés. Por tanto, ambos son, por igual, hijos de Dios. Pero hay dos
diferencias que deben ser especificadas. El creyente judío jamás recibía, no
podía recibir, el Espíritu de adopción, debido a que el Espíritu no había
venido en aquel entonces, "porque Jesús no había sido aún
glorificado." (Juan 7:39). El apóstol Pablo explica esto cuando dice,
"Entre tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque
es señor de todo; sino que está bajo tutores y curadores hasta el tiempo
señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en
esclavitud bajo los rudimentos del mundo. Pero cuando vino el cumplimiento del
tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que
redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción
de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu
de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo;
y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo." (Gálatas 4: 1 al
7; ver asimismo Romanos 8: 14 al 17). La segunda diferencia radica en el
carácter del llamamiento. El santo judío tenía un llamamiento terrenal; es
decir, su llamamiento de parte de Dios era para la tierra, y para bendiciones
terrenales. Aun el futuro de ellos se caracterizaba por un Mesías en la tierra,
reinando en la tierra en Su reino glorioso, asegurando perfecta bendición
terrenal. Se puede leer el Salmo 72 como una ilustración de esto, así como
también Isaías 60, Jeremías 33, etc. Pero con el cristiano todo cambia. Su
llamamiento es un llamamiento celestial (véase Hebreos 3:1; Filipenses 3:14,
donde debería decir, "llamamiento de Dios en lo alto”, y el versículo 20,
"nuestra ciudadanía está en el cielo."). Conforme a esto, Dios no
promete ahora bendiciones terrenales a los creyentes. Teniendo sustento y
abrigo, nosotros somos exhortados a estar contentos. (1a. Timoteo
6:8). "Partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor."
(Filipenses 1:23). Toda nuestra esperanza ha de estar puesta sobre el regreso
de nuestro bendito Señor a tomarnos a Él mismo, para que donde Él está nosotros
también estemos (Juan 14: 1 al 3; Filipenses 3: 20 y 21; Apocalipsis 22: 7, 12,
20). Por lo tanto, nosotros debemos vivir en la expectativa diaria de la
consumación de esta esperanza nuestra y, en el entretanto, vivir bajo su
influencia y poder, purificarnos, así como Él es puro. (1a. Juan 3: 2 y 3).
Nosotros somos así, un pueblo celestial, con esperanzas celestiales, en lugar de
ser, como eran los judíos, un pueblo terrenal, con esperanzas terrenales —
cuyas esperanzas terrenales se cumplirán aún en la restauración y bendición de
ellos en su tierra cuando el Señor aparezca con Sus santos para establecer Su
reino.
La aplicación de estas distinciones será evidente. El
Señor enseñó a Sus discípulos a decir "Padre nuestro"; los creyentes
de la presente época de la gracia — es decir, del período de tiempo que comenzó
con el descenso del Espíritu Santo en el día de Pentecostés — claman
"¡Abba, Padre!"; es decir, conocen a Dios como su Padre por
medio del Espíritu Santo que mora en ellos. Nuevamente, era
perfectamente apropiado para el santo Judío decir ""Padre nuestro que
estás en los cielos", porque
él era uno de los que componían el pueblo terrenal; pero el Cristiano, siendo
él mismo, celestial, perteneciendo al cielo, con el privilegio de morar aun
ahora en espíritu en la casa del Padre, no dice, cuando se le enseña,
""Padre nuestro que estás en los cielos", ni siquiera, nuestro
"Padre Celestial", sino que dice, 'nuestro Dios y nuestro Padre', tal
como encontramos en todas partes en las epístolas, y tal como el propio Señor
enseñó a los Suyos, por medio de María, después de Su resurrección; porque
añadir al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo las palabras "en el
cielo", sería olvidar lo que Dios, en Su gracia maravillosa, nos ha hecho,
y olvidar también el lugar pleno de bendición al cual hemos sido llevados
mediante la muerte y resurrección de nuestro bendito Señor y Salvador. (compárese
Juan 20:17 con Efesios 1:3, etc.).
Si nos volvemos nuevamente a la petición aludida,
"perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros
deudores", esta conclusión se verá fortalecida. Como hemos mostrado, el
perdón de pecados es la porción de todos los creyentes, y este perdón es
eternal en su carácter. La eficacia de la sangre preciosa de Cristo, tal como
es presentada en Hebreos 9 y 10, descarta la posibilidad de la imputación de
culpa al creyente. El sacrificio único de Cristo es puesto, una y otra vez, en
contraste con los recurrentes sacrificios anuales de la economía judía.
"Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del
verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante
Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el
Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido
necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la
consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio
de sí mismo para quitar de en medio el pecado." (Hebreos 9: 24 al 26). Una
vez más, "Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y
ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los
pecados; pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio
por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante
esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque
con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados."
(Hebreos 10: 11 al 14). Estos pasajes enseñan, más allá de la posibilidad de
duda o pregunta, dos cosas inequívocas: en primer lugar, que el sacrificio
único de Cristo tiene vigencia para siempre; y, en segundo lugar, que en el
momento que nos situamos bajo su eficacia y sus beneficios (y todo creyente
está en este lugar bienaventurado), nuestra culpa es quitada para siempre de la
vista de Dios. Nosotros hemos 'sido hechos perfectos'. No hay "ya más conciencia
de pecado", si comprendemos el valor de la sangre preciosa de Cristo.
Somos absolutamente perdonados una vez y para siempre. Negar esto sería negar
la eficacia del sacrificio único de Cristo.
Se puede replicar, «Sí, nosotros entendemos esto
plenamente, como aplicado a nuestros pecados pasados; pero ¿qué sucede con los
pecados que cometemos día a día después de la conversión?»
Hay dos respuestas a esta pregunta.
Primero, la culpa de todos nuestros pecados — pasados, presentes, o futuros —
es quitada por la sangre de Cristo. Cuando el Señor Jesús "llevó él mismo
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (lenguaje que sólo los creyentes
pueden adoptar) (1a. Pedro 2:24), nosotros no habíamos cometido
pecados, en absoluto (puesto que no habíamos nacido aún). Por consiguiente, no
pudo ser que Él llevase solamente una parte, o algunos, de nuestros pecados, o
de lo contrario — y lejos esté este pensamiento — Él debe morir una segunda
vez. No; todos nuestros pecados fueron puestos sobre Él en Su muerte en la cruz,
y Él expió la culpa de todos; así que podemos regocijarnos delante de Dios, en
el conocimiento de que "la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo
pecado" (1a. Juan 1:7), de que somos libertados, una vez y para siempre,
de toda nuestra culpa y, por consiguiente, de que una vez limpios y hechos más
blancos que la nieve, ni una sola mancha, o lunar, puede jamás profanar nuestra
pureza perfecta a los ojos de Dios.
Edward Dennett
No hay comentarios:
Publicar un comentario