Ahora
que has llegado a ser hijo de Dios, te es posible gozar del mayor privilegio
que existe para un ser humano: tener comunión con el Dios Omnipotente.
¡Comunión con Dios! La mera repetición de la frase lo llena a uno de asombro y
de temor reverencial. ¿Cómo es posible que un ser pecaminoso tenga comunión con
Dios? Únicamente lo es sobre la base de LA CRUZ. En la cruz un Dios santo y un
hombre pecaminoso pueden encontrarse sobre un terreno común a ambos, ya que fue
allí que Dios trató el asunto de nuestros pecados. Y es allí que Dios puede y
quiere encontrarse con nosotros.
En
el Antiguo Testamento, se nos dice que se le ordenó a Moisés que construyese un
tabernáculo para que en él habitara Dios. En dicho tabernáculo debía construir
un lugar santísimo, y en él debía colocar el propiciatorio. Este era hecho de
oro puro, y una vez por año la sangre de la expiación era rociada sobre él.
Acerca de este propiciatorio, Dios dijo a su antiguo pueblo: “Y allí tendré
entrevistas contigo” (Éxodo 25:22, Ver. Mod.) Dios podía entrevistarse con la
nación de Israel en la persona de su sumo sacerdote, en el propiciatorio,
porque la sangre de expiación que él había prometido aceptar, había sido
rociada por ellos. Era la sangre de la expiación, que preparaba el terreno para
una entrevista entre un Dios santo y el hombre pecador. Y es así con la sangre
de la cruz. En la cruz, Dios está dispuesto a recibir a cualquier alma que
ponga su confianza en la sangre que fue vertida en ella en expiación por sus
pecados.
De
allí que sea posible la comunión con Dios, debido a la cruz y a nuestra fe en
la obra de ella. En el Nuevo Testamento leemos: “Así que, hermanos, teniendo
libertad para entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, por el camino
que él nos consagró nuevo y vivo, por el velo, esto es, por su carne; y
teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, lleguémonos con corazón
verdadero, en plena certidumbre de fe” (Hebreos 10: 19-22). En otro pasaje de
la misma epístola leemos: “Por tanto, teniendo un gran Pontífice, que penetró
los cielos, Jesús el hijo de Dios... lleguémonos pues confiadamente al trono
de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno
socorro (Heb. 4: 14-16).
Es
pues, sobre la base de la cruz y de nuestra fe en ella, que podemos tener
comunión con Dios.
¿Cómo
podemos cultivar esta comunión? Este compañerismo celestial se cultiva
mediante la práctica habitual de la oración, y mediante una vida constante en
una atmósfera de oración. Parecerá quizás una redundancia, pero la comunión se
cultiva por medio de la comunión. Cuando visitas a una persona y pasas algún
tiempo con ella, tu comunión se profundiza, y tu amistad adquiere caracteres de
permanencia. Cuanto más tiempo paséis juntos, más rica ha de ser la comunión.
Lo mismo acontece en cuanto a nuestra comunión con Dios. En lo que a Dios se
refiere, todos los obstáculos han desaparecido, para todos aquellos que confían
en la obra consumada de Cristo en la cruz. Cuidemos que no haya nada de nuestra
parte que impida que tengamos comunión con él.
No
sólo puede cultivarse la comunión con Dios por medio de la oración, sino
también por medio de la lectura de la Palabra de Dios. Cuando oramos, hablamos
con Dios. Cuando leemos la Palabra, Dios nos habla a nosotros. Así, nuestra
comunión con Dios se cultiva cuando pasamos un tiempo en oración y en el
escudriñar de la Palabra. Más adelante diremos más acerca de la Biblia.
¿Cómo
puede mantenerse esta comunión con Dios? A veces el pecado nuestro la
interrumpe y no disfrutamos de la presencia de Dios. La comunión se mantiene si
nos proponemos en nuestros corazones andar apartados del pecado, y confesarlo
y abandonarlo tan pronto como nos demos cuenta de él. El pecado no confesado
siempre interrumpe la comunión con Dios. Pero tan pronto como hacemos nuestra
confesión a Dios, y Él ve en nosotros un corazón quebrantado y contrito por el
pecado y el fracaso, la comunión es restaurada. David exclamó: “¡Al corazón
contrito y humillado, no despreciarás tú, oh Dios!” Antes de escribir estas
palabras, David había sido culpable de una grave combinación de pecados, y su
comunión con Dios se había interrumpido de tal modo que clamó al Señor: “No me
eches de delante de ti; y no quites de mí tu santo espíritu. Vuélveme el gozo
de tu salud: y el espíritu libre me sustente.” Cuando Dios vio la contrición de
su corazón y oyó su confesión de pecado, inmediatamente restauró a David
haciéndole disfrutar nuevamente de su comunión.
Como
es natural, nadie puede mantener la comunión con Dios mientras anda en pecado.
Aunque un creyente puede caer en pecado y hasta seguir en él durante algún
tiempo, no puede, al hacerlo, seguir en comunión con Dios. La comunión con
Dios sólo se mantiene mediante una, confesión continua de todos los pecados
conscientes. Así que, hermano, cuando te des cuenta de que has pecado contra
Dios, ve a él inmediatamente, hazle tu confesión, y pídele perdón y
restauración. El cumplirá su Palabra, y te ha de restaurar a la comunión
consigo mismo.
Esta
comunión con Dios en la vida cristiana es realmente algo indispensable. Sin
ella, el cristiano no experimenta la verdadera alegría del Señor. El Señor
quiere que su pueblo sea gozoso. Cristo les dijo a sus discípulos: “Estas cosas
os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”
(Juan 15: 11). Pedro dice: “Al cual, no habiendo visto, le amáis; en el cual,
creyendo, aunque al presente no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y
glorificado” (1 Pedro 1:8). El Apóstol Pablo escribió a los creyentes de
Filipos: “Gozaos en el Señor siempre; otra vez os digo: que os gocéis” (Filipenses
4:4). En otra parte afirmó que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino
justicia y paz y gozo por el Espíritu Santo” (Rom. 14: 17).
(Continuará)
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