jueves, 3 de mayo de 2018

EL CRISTIANO VERDADERO (Parte V)



Ahora que has llegado a ser hijo de Dios, te es posible gozar del mayor privilegio que existe para un ser humano: tener comunión con el Dios Omnipotente. ¡Comunión con Dios! La mera repetición de la frase lo llena a uno de asom­bro y de temor reverencial. ¿Cómo es posible que un ser pecaminoso tenga comunión con Dios? Únicamente lo es sobre la base de LA CRUZ. En la cruz un Dios santo y un hombre pecaminoso pueden encontrarse sobre un terreno común a ambos, ya que fue allí que Dios trató el asunto de nuestros pecados. Y es allí que Dios puede y quiere encon­trarse con nosotros.
En el Antiguo Testamento, se nos dice que se le ordenó a Moisés que construyese un tabernáculo para que en él habitara Dios. En dicho tabernáculo debía construir un lugar santísimo, y en él debía colocar el propiciatorio. Este era hecho de oro puro, y una vez por año la sangre de la ex­piación era rociada sobre él. Acerca de este propiciatorio, Dios dijo a su antiguo pueblo: “Y allí tendré entrevistas con­tigo” (Éxodo 25:22, Ver. Mod.) Dios podía entrevistarse con la nación de Israel en la persona de su sumo sacerdote, en el propiciatorio, porque la sangre de expiación que él había prometido aceptar, había sido rociada por ellos. Era la sangre de la expiación, que preparaba el terreno para una entrevista entre un Dios santo y el hombre pecador. Y es así con la sangre de la cruz. En la cruz, Dios está dispuesto a recibir a cualquier alma que ponga su confianza en la sangre que fue vertida en ella en expiación por sus pecados.
De allí que sea posible la comunión con Dios, debido a la cruz y a nuestra fe en la obra de ella. En el Nuevo Tes­tamento leemos: “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, por el ca­mino que él nos consagró nuevo y vivo, por el velo, esto es, por su carne; y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, lleguémonos con corazón verdadero, en plena certi­dumbre de fe” (Hebreos 10: 19-22). En otro pasaje de la misma epístola leemos: “Por tanto, teniendo un gran Pontí­fice, que penetró los cielos, Jesús el hijo de Dios... llegué­monos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcan­zar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro (Heb. 4: 14-16).
Es pues, sobre la base de la cruz y de nuestra fe en ella, que podemos tener comunión con Dios.
¿Cómo podemos cultivar esta comunión? Este compañeris­mo celestial se cultiva mediante la práctica habitual de la oración, y mediante una vida constante en una atmósfera de oración. Parecerá quizás una redundancia, pero la comu­nión se cultiva por medio de la comunión. Cuando visitas a una persona y pasas algún tiempo con ella, tu comunión se profundiza, y tu amistad adquiere caracteres de perma­nencia. Cuanto más tiempo paséis juntos, más rica ha de ser la comunión. Lo mismo acontece en cuanto a nuestra comunión con Dios. En lo que a Dios se refiere, todos los obstáculos han desaparecido, para todos aquellos que confían en la obra consumada de Cristo en la cruz. Cuidemos que no haya nada de nuestra parte que impida que tengamos co­munión con él.
No sólo puede cultivarse la comunión con Dios por me­dio de la oración, sino también por medio de la lectura de la Palabra de Dios. Cuando oramos, hablamos con Dios. Cuan­do leemos la Palabra, Dios nos habla a nosotros. Así, nuestra comunión con Dios se cultiva cuando pasamos un tiempo en oración y en el escudriñar de la Palabra. Más adelante dire­mos más acerca de la Biblia.
¿Cómo puede mantenerse esta comunión con Dios? A ve­ces el pecado nuestro la interrumpe y no disfrutamos de la presencia de Dios. La comunión se mantiene si nos propo­nemos en nuestros corazones andar apartados del pecado, y confesarlo y abandonarlo tan pronto como nos demos cuen­ta de él. El pecado no confesado siempre interrumpe la comu­nión con Dios. Pero tan pronto como hacemos nuestra con­fesión a Dios, y Él ve en nosotros un corazón quebrantado y contrito por el pecado y el fracaso, la comunión es restau­rada. David exclamó: “¡Al corazón contrito y humillado, no despreciarás tú, oh Dios!” Antes de escribir estas palabras, David había sido culpable de una grave combinación de pecados, y su comunión con Dios se había interrumpido de tal modo que clamó al Señor: “No me eches de delante de ti; y no quites de mí tu santo espíritu. Vuélveme el gozo de tu salud: y el espíritu libre me sustente.” Cuando Dios vio la contrición de su corazón y oyó su confesión de pecado, inmediatamente restauró a David haciéndole disfrutar nueva­mente de su comunión.
Como es natural, nadie puede mantener la comunión con Dios mientras anda en pecado. Aunque un creyente puede caer en pecado y hasta seguir en él durante algún tiempo, no puede, al hacerlo, seguir en comunión con Dios. La comu­nión con Dios sólo se mantiene mediante una, confesión con­tinua de todos los pecados conscientes. Así que, hermano, cuando te des cuenta de que has pecado contra Dios, ve a él inmediatamente, hazle tu confesión, y pídele perdón y restauración. El cumplirá su Palabra, y te ha de restaurar a la comunión consigo mismo.
Esta comunión con Dios en la vida cristiana es realmente algo indispensable. Sin ella, el cristiano no experimenta la verdadera alegría del Señor. El Señor quiere que su pueblo sea gozoso. Cristo les dijo a sus discípulos: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (Juan 15: 11). Pedro dice: “Al cual, no habiendo visto, le amáis; en el cual, creyendo, aunque al pre­sente no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorificado” (1 Pedro 1:8). El Apóstol Pablo escribió a los creyentes de Filipos: “Gozaos en el Señor siempre; otra vez os digo: que os gocéis” (Filipenses 4:4). En otra parte afirmó que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo por el Espíritu Santo” (Rom. 14: 17).

(Continuará)

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