Es importante ver que hubo dos claras ocasiones en las que encontramos tablas de piedra, según el mandamiento de Dios, encomendadas, aunque de una manera diferente, al hombre. En la primera ocasión, como sabemos, había una ruina total; y cuando Dios pronunció Sus mandamientos, que después fueron escritos, no había ningún resplandor en el rostro en absoluto; no había un Moisés transfigurado por el poder de la gloria. La ley, pura y simple, nunca hizo resplandecer el rostro de un hombre; no es la intención de la ley; ni tampoco es el resultado de la ley. La ley, simplemente como tal, se caracteriza por la oscuridad y la tempestad, por el trueno y el relámpago, por la voz de Dios tratando con el culpable -más tremendo que todo junto. Y así fue en la primera ocasión cuando la ley fue anunciada por el propio Dios, y las tablas fueron quebradas (incluso antes de que llegaran al hombre) por el indignado legislador.
¡Qué diferencia en la segunda
ocasión! El legislador fue llamado a la presencia de Dios, quien en seguida se
agradó de dar una mezcla de gracia junto con la ley. Había un pacto hecho
expresamente de este carácter compuesto combinado. No era sólo la ley y no era
sólo la gracia, sino más bien la mezcla de la gracia junto con la ley. Porque
habría sido absolutamente imposible para Dios haber continuado con los tratos
con Israel, o incluso haberlos llevado a la tierra, a menos que hubiese habido
esta mezcla de gracia y misericordia con la ley. Por consiguiente, en esta
ocasión la ley todavía fue encomendada al hombre; pero estaba encerrada en el
arca, no expuesta con todos sus terrores antes los ojos de los hombres; estaba
puesta, como sabemos, en el testimonio.
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