Si uno se siente mal por su pecado, ¿es necesario confesarlo a Dios?
Timoteo Woodford
Empecemos con una definición de la confesión. La palabra
hebrea en el AT significa literalmente “extender las manos”. A veces se traduce
como “alabar” y a veces “confesar”, en el sentido de “retorcer las manos por
lamentación”. Hay dos palabras griegas en el NT. Una significa “hablar la misma
cosa” (p.ej. 1 Jn 1.9), y la otra, más fuerte, significa “hablar la misma cosa
abiertamente” (p.ej. Stg 5.16). En el primer caso, el pecado de Adán y Eva en
Génesis 3, Dios pide una respuesta audible al preguntarles sobre su pecado. Él
pregunta “¿qué has hecho?”, no por ignorar la situación, obviamente, sino más
bien porque quiere que ellos, por medio de la confesión abierta de sus hechos,
aprendan a enfrentar su pecado y tratar con él correctamente. Veamos el ejemplo
del rey David. Después de intentar esconder su grave pecado, es enfrentado y
luego se arrepiente y confiesa. En el Salmo 32 aprendemos de las consecuencias
de no confesar: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el
día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano” (vv 3-4). David no
puede disfrutar del perdón divino hasta que le confiesa su pecado abiertamente
a Dios: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis
transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado. Selah”, v. 5.
Qué miserable es aquel que busca encubrir su propio pecado, pero
“Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su
pecado” (¡por Dios!), v. 1. En su primera carta, Juan enseña en términos muy
claros la necesidad absoluta de la confesión abierta y honesta a Dios. Él
afirma que la intimidad con el Padre, el andar en luz, y el disfrutar del
perdón paternal no serán posibles aparte de la confesión frecuente. “Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados,
y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn 1.9).
No hay comentarios:
Publicar un comentario