domingo, 20 de septiembre de 2020

EL PECADO DE DAVID

 

2 Samuel 11 y 12.

            David fue un hombre conforme al corazón de Dios y en toda su vida procuró agradar a su Señor. Dios mismo pudo decir de él: “He hallado a David, hijo de Isaí, varón conforme a mi corazón, el cual hará todo lo que yo quiero” Hech. 13.22, y “David había hecho lo recto ante los ojos de Jehová, y de ninguna cosa que le mandase se había apartado en todos los días de su vida, excepto el negocio de Urías Heteo” 1 R. 15.5.

El carácter de David fue siempre dulce y apacible. Su prin­cipal anhelo fue agradar a Aquel que había aprendido a amar “atrás de las ovejas” y su corazón entero para Dios fue lo que le hizo ser el elegido por Dios mismo para guiar a su pueblo Israel. “Suave en cánticos”; “ungido del Dios de Jacob”; “varón que fue levantado alto” son las expresiones que él mismo da, para mostrar la gran misericordia de Dios para con él. Todos sus Salmos, indican el anhelo de su corazón de siempre vivir en la presencia de aquel que amaba y en quien dependía para todo su sostén. Si no hubiera sido flojo en su alma, per­mitiendo que la negligencia controlara su carácter, jamás hu­biera manchado su vida tan preciosa con el pecado que, hasta la fecha, tiene que ser recordado por todo el pueblo de Dios.

Por el espacio de diecisiete años David había gozado de una constante prosperidad; en cada guerra que hacía había tenido completo éxito, porque Dios era con él y hacía lo que Dios le indicaba hacer, pero el mismo buen éxito era un gran peligro, porque la confianza en sí mismo llegó a ser muy grande.

Lo que hizo fue en completa contradicción a la ley que Moisés había dado acerca de los reyes; “Cuando hubieres en­trado en la tierra que Jehová tu Dios te da...y dijeres; Pondré rey sobre mí...ni aumentará para sí mujeres, porque su corazón no se desvíe” Dt. 17.14-17. David, entrando como rey en Jerusalén, aumentó mujeres; “Y entendió David, que Jehová le había confirmado por rey sobre Israel, y que había ensalzado su reino por amor de su pueblo Israel. Y tomó David más con­cubinas y mujeres de Jerusalén después que vino de Hebrón, y naciéronle más hijos e hijas” 2 S. 5.12,13. Desde luego, lo hicieron quebrar aquella fortaleza de su carácter para aumen­tar en él mismo una costumbre de indulgencia sexual que le dejaba predispuesto a conseguir inmediata satisfacción a sus exigencias y le hizo, como resultado, caer en el pecado más grande de su vida. Fue también contrario a su espíritu valiente pues, en lugar de ir a la guerra en el tiempo en que los reyes iban, se quedó en su casa, indolente, dejando que Joab y sus siervos fueran a seguir la pelea. 2 S. 11.1,2.

 Una tarde el rey se levantó de su Cama y subiéndose al terra­do, divisó a una mujer que estaba bañándose, la cual era muy her­mosa. (A esa hora se refiere Natán el profeta cuando cuenta cómo llegó el caminante para satisfacer su hambre y el rico descendió a la casa de un hombre pobre para tomar de ella la única oveja que tenía, aunque él mismo tenía muchas más). David, sin el menor temor, mandó a traer á la mujer, que era, sin duda, cómplice de su pecado, puesto que debía haberse resis­tido por cuidado a ella misma, y para no ser infiel a su esposo ausente, sin embargo, las Escrituras no depositan en ella ningu­na culpa, porque era el rey el que había mandado a traerla y bien sabía ella que jamás podía oponerse a las órdenes de él, y, sin duda, pensó que era obligada a ceder.

¡Qué lástima en David! Por un momento de indulgencia a sus pasiones desenfrenadas, manchó para siempre su carácter. Su paz se desvaneció y los fundamentos de su reino fueron puestos en peligro, Dios se desagradó y dio ocasión a los enemigos de Jehová para blasfemar, ¡Nunca pensamos en todo lo que una caída puede traer! Satisfacemos nuestros deseos, muchas veces en conocimiento de todo lo que puede traernos como consecuencia, pero levantando nuestros hombros en indiferencia, lo hacemos. Hermanos, tengamos cuidado de las horas de relajamiento en las cuales damos placer a nuestros deseos, porque esas horas de indulgencia serán pagadas bien caras; no solamente nuestro Dios será perfecto para tratarnos aún en misericordia, pero nos dolerá hasta lo profundo de nues­tro ser. David tenía más de cincuenta años, pero esto no lo hizo inmune a las tentaciones que son, más bien, de la juventud. Un paso en falso y toda nuestra carrera de valor y fe, puede ser arruinada en un momento, y por años y años traer las consecuencias vergonzosas y tristes de aquel momento de floje­dad y lascivia.

Un día le llegó al rey la noticia que la compañera de pecado no podía más esconder las consecuencias. David se encon­tró bien turbado en su alma sabiendo que, por la ley de Moisés, el castigo para los dos era la muerte “Y el hombre que adul­terare con la mujer de otro, el que cometió adulterio con la mujer de su prójimo, indefectiblemente se hará morir al adúl­tero y a la adúltera” Lev. 20.10. Inmediatamente David tomó medidas para ocultar su pecado y mandó a traer a Urías Heteo, el marido de Betsabé. Cuando éste llegó David procuró que fuera a su casa y al salir de su presencia, mandó comida real atrás de él. Dios que conocía las astucias del corazón de David, permitió que Urías manifestara dolor por el arca de Dios que estaba en el campo de batalla, y lo oímos decir: ‘‘El arca, e Israel y Judá, están debajo de tiendas; y mi señor Joab, y los siervos de mi señor sobre la haz del campo: ¿y había yo de entrar en mi casa para comer y beber, y dormir con mi mu­jer? Por vida tuya, y vida de tu alma, que yo no haré tal cosa” 2 S. 11.11. David procuró que Urías Heteo descendiera a su casa y aún la segunda noche lo embriagó para forzarlo a ir, pero el espíritu de aquel siervo de Dios mostró que no podía estar tranquilo en su casa y con su mujer, mientras que sus compañeros estaban en el campo de la batalla, por lo tanto, no descendió y los planes del rey fueron completamente frus­trados.

Precisaba que Urías muriera, porque los muertos no pueden contar las cosas. Iba a nacer un niño y los labios de aquel muerto no contarían que aquel niño no era de él. David escribió una carta y el mismo Urías es mandado a llevarla a Joab, el general del ejército. En aquella carta se decía que debía ser puesto Urías en el lugar donde se ponían a los ¡hombres más valientes, pero con el propósito de que fuera desamparado y fuera muerto en la batalla. Así David, con otras manos, mandó a matar a un hombre completamente justo y, cuando las nue­vas fueron dadas a David de que Urías había muerto, todavía dijo: “No tengas ningún pesar de esto, que de igual manera suele consumir la espada: esfuerza la batalla contra la ciudad hasta que se rinda. Y tú aliéntale” 2 S. 11.25. ¡Qué astucia! po­dríamos decir, pero, cuando pensamos que nosotros mismos podríamos hacerlo, se asusta el corazón de la maldad de él. Probablemente Betsabé nada supo de esto, cre­yendo que la muerte de su marido era casual y opor­tuna. Hizo duelo por su marido como era costumbre, y al mismo tiempo, sin duda, se congratulaba por la coincidencia acaecida, Pasados siete días, fue mandada a traer para ser llevada al palacio, donde se sentía abrigada y aliviada de sus pesares y de la an­siedad que, sin duda, sentía por el nacimiento del que iba a venir. Todo eso parecía muy bien dispuesto, pero había un fracaso en todo ello, y era que, "todo esto que David había hecho, fue desagradable a los ojos de Jehová" 2 S, 11.27. ¡Oh, la tristeza amarga de aquel que se había propuesto a andar con Dios con un corazón perfecto, teniendo toda la facultad de mantenerse en comunión con Dios! ¡Qué tristeza ha de haber traído a su alma el pensar en toda su vida de atrás tan hermosa y tan llena de victorias sobre los enemigos que le cercaban tan de lleno y la ayuda tan perfecta de su Dios, y hallarse vencido ahora por su propia tentación y caída!  ¡Todo su carácter tan bello, tan correcto, arruinado completamente y pisotea­do, solamente para satisfacer! sus propias pasiones! ¡Oh, amados hijos de Dios, oremos que Él nos ayude y nos dé su presente poder y gracia para acabar la carrera de nuestra vida sin ninguna mancha como la de David, para poder llegar a su santa presencia con una vida intachable! Cuanto más caro es el cristiano, tanto más paga por su caída y sus deleites. Por el espacio de un año, David, el pecador real, guardó en su pecho su pecado, y no quiso confesarlo, pero el Salmo 32 nos da un relato de todo lo que pasó en aquel año. Él dice allí: ‘‘Mientras callé, envejeciéronse mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; volvióse mi ver­dor en sequedades de estío”.

Por este silencio guardado, su corazón se tornó duro y cruel. Trató al pueblo de Rabba con crueldad terrible, como que si hubiera estado cansado con el remordi­miento que sentía en su corazón. Así somos nosotros. Muchas veces, cuando el remordimiento de nuestro pecado embarga nuestro corazón, nos volvemos áspe­ros y crueles con los demás, aunque no tengan ellos la culpa. Pensamos que, justificándonos a nosotros mismos, y mostrando a los demás toda suerte de injusticia y dureza de corazón, será aplacado el remor­dimiento de nuestra conciencia intranquila. David dijo a Natán, cuando éste le contó lo de la injusti­cia del hombre que tomó la única oveja; "Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte”. 2 S. 12.5. ¡Qué listo estuvo para inmediatamente condenar el pecado en otro! David condenó al hombre a la muerte, aunque en la ley de Moisés solamente decía que el que robaba tenía que dar cuatro veces tanto, Ex. 22. 1. David se fue más allá de la ley. Al oír de los labios del profeta la historia de aquel pobre hombre que fue robado, la ira de David se enardeció en contra del que pudo hacer semejante injusticia, entonces, le cayó encima la breve y terrible acusación: "Tú eres aquel hombre” 2 S. 12.7. Eso reveló a David su pro­pio corazón, leyendo su historia en aquel espejo y lo llevó por fin a sus rodillas, entonces Natán le hizo recordar las misericordias de Dios para con él dicién- dole: "¿Por qué pues, tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos? A Urías Heteo heriste a cuchillo y tomaste por tu mu­jer a su mujer, y a él mataste con el cuchillo de los hijos de Ammón, Así ha dicho Jehová: He aquí yo levantaré sobre ti el mal de tu misma casa, y to­maré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo, el cual yacerá con tus mujeres a la vista de este sol”. David fue compungido de corazón y dijo: "Pequé contra Jehová” fueron las únicas pala­bras que pudieron salir de sus labios en el instante en que su corazón se abrió a la confesión.

En el Salmo 51, David expresó los más íntimos pensamientos de su corazón, yéndose no solamente al pecado cometido, sino a la raíz de él mismo y averi­guó que, a pesar de haber sido tan temeroso de Dios, tan exacto en todos los demás puntos, la dificultad consistía en que dentro de él mismo tenía lo que correspondía tan fácilmente a las exigencias de la maldad. Así le oímos decir: "Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia: conforme a la mul­titud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado”. “MI PECADO" está mencionado en este Salmo tres veces y hace diferencia entre "mis maldades" y "mis pecados”. Aquí revela que lo que más anhela­ba era limpieza de ese "mi pecado”, porque pensaba que sólo de esa manera podría él tener el ver­dadero corazón limpio y la renovación de un espíritu recto dentro de él. Muestra allí el dolor de su alma, la pérdida del gozo en ella, su temor de que el Santo Espíritu de Dios le fuera quitado. Al mismo tiempo se regocijaba profundamente de pensar que en medio de toda aquella vergüenza y confusión de alma, Dios aceptara un espíritu quebrantado y un corazón humi­llado, y que, aunque su pecado merecía que le fuera quitado su Espíritu, Dios no despreciaba aquel cora­zón, antes le era agradable como un sacrificio u holocausto de que se agradaba más que de los sacri­ficios de bueyes y ovejas quemadas delante de Él. Solo esas tiernas misericordias de Dios, podían traer descanso a su alma al recordar su crimen. Dios oyó las peticiones fervientes de esa alma abatida que realizaba la necesidad de estar verdaderamente pu­rificada y lavada, de ser nuevamente llenada del gozo del Señor y de la libertad de un espíritu limpio, que es lo que traería alegría para nuevamente poder ofrecer los sacrificios de justicia, para ofrecer también los becerros y cualquiera otra ofrenda quemada en el altar, y para enseñar a los pecadores el camino rec­to que Dios demandaba. Todas estas peticiones fue­ron dichas por aquel corazón que, sin duda, estaba cansado y débil por haberse mantenido tanto tiempo cerrado sin confesar su iniquidad.

Mucho antes de que David hiciera confesión de su pecado delante de Dios, y que realizara profunda­mente lo que había hecho, ya Natán el profeta le había dado la seguridad del perdón de Dios con las palabras: "También Jehová ha remitido tu pecado" 2 S. 12.13. En el Salmo 32.5, David dijo: "Mi peca­do te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones a Jehová; y tú perdo­naste la maldad de mi pecado".

¡Alma arrepentida! ten valor para creer en el perdón instantáneo que Dios puede dar, solamente que realices verdaderamente tu pecado y que sientas el profundo anhelo de recibir el perdón. En el momento en que lo pidas, Dios te lo dará. Al momento en que tú confieses, encontrarás la certidumbre y la seguridad de ese perdón maravilloso que te restaurará al gozo de todos tus privilegios como hijo de Dios que eres, porque el Padre, aunque odia el pecado, jamás desprecia el corazón compungido y doliente por causa del pecado. Es triste y vergonzoso confesarlo y aun­que muchas veces es lo más duro y difícil poder abier­tamente decir "pequé”; sin embargo, Dios anhela restaurarte en toda su plenitud, aunque hayas vagado bien lejos de su presencia. Lo único que El pide es el "corazón contrito y humillado” pues, como dice en Job: "El que dijere: Pequé y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado; Dios redimirá su alma" Job. 33.27.

            El pecado es lo que llevó al Hijo de Dios al Cal­vario y lo que hirió su santo cuerpo. El pecado fue deshecho por El, para que nosotros tengamos libertad y favor con Dios, Jamás Él puede rechazar al que, arrepentido, busca su perdón. Al momento en que el corazón contrito y humillado busca a Dios, Él respon­de palabra de consolación, pues Él mismo ha dicho: ‘Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justó para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad" 1 Jn. 1.9.

            Estos capítulos que tratan del pecado de David, han sido leídos y releídos por millares y millares de los hijos de Dios que también han caído y se han hundido en ese mismo laberinto de pecado. Por las mismas palabras dichas, por la experiencia de un corazón arrepentido, también han hallado el camino de salida y ellos, como David, se han podido gozar al oír; “Tus pecados te son perdonados, vete en paz".

Veamos ahora, para nuestra admonición, algunas de las consecuencias de aquel pecado, para que nues­tros corazones puedan entender que, aunque la gracia perdona y olvida, sin embargo, el gobierno exacto de nuestro Padre y Dios es también maravilloso.

             Miramos el castigo de Dios para David. El hijo de Betsabé se enfermó gravemente; era el niño de pecado y vergüenza, pero los padres lo velaron por siete días. La madre lo cuidó con ternura y el padre clamó, humillado delante de Dios, sufriendo mil veces más al mirar el sufrimiento del niño que si hubiera sido personal su dolor. Nos duele más en el fondo de nuestro corazón cuando los inocentes sufren por nuestros crímenes que si pagáramos nosotros mis­mos el justo pago que merecemos. El niño murió. Dios no pudo contestar el clamor de David, porque al hacerlo hubiera tenido David un hijo bastardo y hubiera tenido que quedarse siempre afuera porque nunca era permitido que un hijo bastardo entrara en el templo para adorar. "No entrará bastardo en la congregación de Jehová: ni aun en la décima generación entrará en la congregación de Jehová" Dt. 23.2.

Dos años después, uno de los hijos de David tra­to igual a su hermana como David había tratado a la mujer de Urías. Nunca vemos tan claramente nuestro pecado como cuando se ve repercutido en un hijo, también en el pecado de Ammón, David pudo ver cómo eran sus mismas pasiones desenfrenadas, y en el asesinato del mismo Ammón, por su hermano Absalón, otra vez pudo ver David reflejado su mismo pecado, puesto que él mandó a asesinar a Urías con el cuchillo dé los hijos de Ammón. Si David hubiera castigado a Ammón, por el pecado que hizo con su hermana, jamás hubiera Absalón llegado a cometer el pecado de asesinato, pero, ¿cómo podía David castigar a su hijo cuando él mismo había sido impuro y había querido evadir el castigo de Dios? Tampoco castia Absalón por su crimen, porque cuando él cometió el mismo pecado se había procurado zafar de la sentencia que le tocaba.

Pero lo que más le dolió a David, fue la rebelión de Absalón. porque su mismo amigo íntimo, Ahitofel, cuyos consejos eran como oráculos de Dios, la sancionó inmediata-mente. ¿Por qué? La razón fue que Ahitofel era el abuelo de Betsabé, según la genealogía en 2 S. 11.3 y 2 S. 23.34, además Ahitofel era camarada de Urías Heteo. En esta rebelión de Absalón, con toda astucia había ganado el corazón del pueblo por cuatro años, minando así el trono de su padre y el pueblo lo siguió tan fácilmente, porque, sin duda, al conocer el pecado de David había perdido toda su reverencia y amor para él. Su pecado los había decepcionado y alejado, por esa razón le pudieron abandonar tan pronto. Todos los sufrimientos de David en ese tiempo, que lo hicieron llorar tan amargamente, los podemos encontrar en esos capítulos de 2 Samuel del 11 al 20. Todas las tristezas, angustias y humillaciones por donde pasó, eran los látigos fieles de un amoroso y perfecto Padre hacia su hijo. Parecía que eran los hombres que en esa oportunidad mostraron la maldad de sus corazones en contra de él, pero David sabía que no eran ellos, sino que era la mano de su Padre que lo hacía beber la amarga copa que Él había preparado para él, Cuando a salir huyendo, Semei salió al camino para tirarle pie
dras y a maldecirlo, uno de los valientes que iban con él quiso matarlo, pero David contestó: “El maldice así, porque Jehová le ha dicho que maldiga a David: ¿Quién pues le dirá: Por qué lo haces así?...He aquí, mi hijo que ha salido de mis entrañas, acecha a mi vida: ¿cuánto más ahora un hijo de Benjamín? Dejádle que maldiga, que Jehová se lo ha dicho. Quizá mirará Jehová a mi aflicción, y me dará Jehová bien por sus maldiciones de hoy" 2 S. 16.5-14.


Nunca olvidemos que los demás pueden planear cosas duras para nosotros y ejecutarlas para causarnos dolor y angustia, pero conozcamos en todo eso la mano de nuestro Dios que nos hace cosechar la siem­bra del pecado que hicimos. Él, por medio de sufrimientos y humillaciones, saca un propósito en ense­ñarnos a ser fieles y fuertes en contra del pecado. Nos hará tener confianza para levantar nuestra mirada hacia Él y también sabremos que, en todas esas aflicciones, no solamente es el capricho de los hombres, sino que Dios lo permite porque nos está tratan­do como a sus hijos, para que aprendamos a no ver el pecado con flojedad. Sin tales castigos y aflicciones nunca entenderíamos que debemos desconfiar de nosotros mismos ni tendríamos mie-do y te­mor de caer en el pecado. “Las señales de las heri­das, son medicina para lo malo y, las llagas llegan a lo más secreto del vientre’’. Pr. 20.30.

Hermanos, Dios es un Dios de perfecta misericordia, pero no olvidemos que su gobierno también rige nuestras vidas que están bajo la gracia. Aprendamos a huir del pecado, porque las consecuencias de una caída pueden traernos lágrimas y sufrimientos atroces. No olvidemos que Él perdona, sí, con toda abundancia, pero es exacto en hacernos cosechar tarde o temprano los frutos de la caída pues Él ha dicho: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne se­gará corrupción; más el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna”. Ga. 6. 7.8.

M. K.

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