La mayoría de los creyentes, incluso los jóvenes, conocen bien el versículo: "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9). Efectivamente, este es un versículo que toca nuestros corazones porque nos pone ante la misericordia de la cual Dios puede colmarnos al purificarnos gracias a "la sangre de Jesucristo, su Hijo" (v. 7).
No obstante, vemos en nuestros días que cada vez más se instala entre los cristianos una ligereza a la hora de considerar y tratar el pecado. Es bueno, pues, considerar lo que pasa cuando pecamos:
Mi pecado ofende a Dios
Este es un punto poco considerado. No olvidemos que el pecado ha entrado en el mundo porque el hombre ha creído en las mentiras del diablo y no en las declaraciones de su Dios y Creador. El diablo sugirió que Dios había mentido, no queriendo el bien del hombre. Y el hombre, creado a imagen de Dios, ha sido inducido a creer públicamente delante de Dios, del diablo, de los ángeles y de toda la creación que Dios no sería ni luz ni amor. En consecuencia, el hombre ha hecho la amarga experiencia del conocimiento del bien y del mal (Génesis 3:5) y ¡deliberadamente prefirió el mal! Así ofendió y despreció la gloria del Dios santísimo, el que tiene "ojos demasiado puros para mirar el mal" (Habacuc 1:13, V.M.). Esto lo hizo debido a un solo pecado; y este único pecado fue suficiente para que la primera pareja, Adán y Eva, fuesen expulsados del huerto de Edén, de delante la presencia del Dios Creador.
Hasta hoy, ésta es la situación en la que se encuentran todos los seres humanos, descendientes de Adán.
Entonces, ¿qué puede hacer un hombre para la propiciación de sus pecados (es decir, para que sus pecados sean cubiertos)? Debemos llegar a la amarga constatación de que no hay nada en nosotros que pueda borrar nuestros pecados y que nuestras manos no pueden presentar nada a Dios que él pueda aceptar. "Nuestro Dios es fuego consumidor" (Hebreos 12:29). No es un ídolo pagano que espera cada tarde algo de comida en su altar para que su cólera no se inflame sobre nosotros. No obstante, a menudo lo tratamos así y de este modo lo ofendemos aun más. Pues actuando así, consideramos a la ligera la obra del Señor Jesús. ¿Nos damos realmente cuenta de que hasta por un solo pecado que cometamos, aun siendo creyentes, el Señor Jesús tuvo que venir a la tierra y morir sobre el infame madero del Gólgota como un maldito, castigado por Dios y afligido? Él fue hecho pecado por mí, ¡por un solo pecado que cometí! Dándome cuenta de esto en el fondo de mi corazón, ¿puedo todavía pensar en pecar para después «arreglar el asunto» pronunciando algunas excusas que simplemente salen de mi boca pero sin sentir la seriedad de mi acción delante de Dios?
El pecado me quita el gozo de la comunión con el Padre
Aunque mi hijo me desobedezca, sigue siendo mi hijo; sin embargo, falta la alegría entre los dos. Esto es así entre padres e hijos sobre toda la faz de la tierra.
En varias tribus de África, un hijo que deshonró a su padre no puede pedir perdón simplemente diciendo algunas bellas frases. Tal hijo deberá, según las costumbres, hacer un sacrificio que satisfaga las exigencias del padre. (Notemos que tal práctica está completamente en contradicción con la fe cristiana para la que existe sólo un sacrificio válido: el del Señor Jesús.)
Estos dos ejemplos ofrecen sólo un débil cuadro de lo que pasa entre mi Padre celestial y yo cuando cometo un solo pecado. El gozo de la comunión con mi Padre volverá solamente después de una confesión sincera de mi pecado. Tal confesión significa más que todo el estado de un corazón que llora por haber menospreciado los derechos de su Dios y su Salvador. No consiste en una mera serie de excusas simplemente pronunciadas por la boca.
Antes de escribir el versículo bien conocido: "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1:9), el apóstol Juan había dicho: "nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido" (v. 3-4). No hacer caso de estas instrucciones acarreará graves consecuencias, porque si no confieso mi culpa, me voy a acostumbrar al pecado y a la ausencia del gozo que encontraba antes en la comunión con el Padre y su Hijo. Llegaré a ser cada vez menos sensible a lo que deshonra a mi Señor y a mi Padre. Mi testimonio se debilitará de día en día y terminaré como Demas, que se alejó también exteriormente de Dios y se fue al mundo (2 Timoteo 4:10).
Mi pecado me aleja de los hijos de Dios
Este es otro punto importante: "Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él esta en luz, tenemos comunión los unos con los otros" (1 Juan 1:6-7). Vemos que el andar en la luz está íntimamente ligado a la comunión entre los hijos de Dios. (Esta enseñanza destaca sobre todo en las epístolas del apóstol Juan). Esto es lógico, porque un hijo de Dios no podrá aprobar los pecados que uno de sus hermanos comete y deberá entonces reprenderle. Si no escucha al que le reprende, se encontrará tarde o temprano lejos de la bendita comunión de la familia de Dios.
Dicha manera de actuar no sólo se limita a los hermanos y hermanas reunidos en el sólo nombre de Cristo, sino también a los hijos de Dios que se encuentran en cualquier iglesia. Por ejemplo, no podemos aceptar el pecado de una hermana en Cristo por el hecho de que se reúne en otra parte. Y los pecados que haya cometido un hermano de entre los que conocen la verdad de la unidad del Cuerpo de Cristo, también son una ocasión de caída para los hijos de Dios en las denominaciones.
Si, pues, alguien quiere volver al Señor después de haber pecado, deberá también reparar las consecuencias que produjo su pecado en la vida de los hijos de Dios, incluso de los que se reúnen en otro lugar.
Mi pecado me coloca bajo la disciplina de la asamblea
En la Palabra de Dios encontramos varias formas de disciplina ejercidas por la asamblea o iglesia local reunida en el Nombre del Señor Jesús. Esto comienza con formas de actuar de carácter pastoral, como la de restaurar a un hermano que ha sido sorprendido en alguna falta (Gálatas 6:1). Luego es preciso amonestar a los hermanos que andan desordenadamente (1 Tes. 5:14), o reprender a alguien públicamente (1 Timoteo 5:20). Si todos los cuidados pastorales para hacer volver a aquel que peca no han tenido un resultado positivo, la consecuencia es que debe ser puesto fuera por ser considerado un (hombre) "malo"(1 Corintios 5:13, V.M.), es decir, alguien que demuestra por su conducta que se ha enteramente identificado con el pecado que comete.
¿Con qué fin la asamblea debe ejercer la disciplina?
Primeramente, a causa del deber que le incumbe de responder a la santidad del Señor y de su Mesa. No se puede venir a la presencia del Señor cargado con pecados para participar del partimiento del pan (Malaquías 1:7; 1 Corintios 10:20; 1 Corintios 11:27-32). Incluso en el Antiguo Testamento, el animal que iba a ser sacrificado debía ser puro y sin defecto corporal, lo que nos habla de la pureza y de la perfección de lo que ofrezcamos a Dios. "Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza; es decir, fruto de labios que confiesan su nombre" (Hebreos 13:15). Y los versículos de 2 Timoteo 2:19 y 22 precisan que el "que invoca el nombre del Señor" debe hacerlo "con corazón puro". No podemos presentarnos delante de nuestro amado Salvador con impurezas y pecados no confesados, pues Él es el Dios santísimo. Nuestro corazón entero debe estar más bien en regla con Dios, ¡y no solamente nuestra boca!
Una segunda razón para ejercer la disciplina es la de ganar, si es posible, la persona en cuestión. Por la acción disciplinaria esta persona puede empezar a comprender que realmente se encuentra en un camino que deshonra al Señor y mancha la asamblea, y que esto la lleva a la pérdida de su testimonio. Al comprender la seriedad de su situación, esta alma podrá volver al Señor, tal como aconteció en Corinto con aquel hombre perverso (lea 1 Corintios cap. 5 y 2 Corintios cap. 2 y 7).
Mi pecado mancha el testimonio del Señor Jesús
Por mi pecado yo hago comprender a todos los que me ven (Dios, los ángeles, el diablo y sus ángeles, los creyentes y el mundo) que no tomo en cuenta a Dios, que más bien hago caso al diablo y que no me he dejado separar enteramente del mundo por la cruz del Señor Jesús (Gálatas 6:14). Así seré semejante al antiguo pueblo de Dios, del cual el apóstol Pablo escribió en romanos 2:24: "...porque el Nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles por causa de vosotros".
Recordemos que una sola mentira de una pareja de creyentes (Ananías y Safira en Hechos 5) fue suficiente para que murieran. No habían perdido su salvación, pero sí su testimonio, pues ellos se habían identificado y ligado a los planes del que es mentiroso desde el principio, es decir, el diablo.
Por el pecado destruimos nuestro testimonio del Señor y hasta el testimonio de la Palabra de Dios que es predicada a nuestro alrededor. Si el Espíritu Santo no hubiera obrado en juicio contra Ananías y su mujer, los incrédulos habrían podido pensar que Dios toleraba esta manera hipócrita de actuar de sus hijos (común entre los incrédulos), sin que tuvieran que sufrir las consecuencias.
Hoy damos esta misma impresión cuando pecamos a la ligera sin arrepentirnos.
El camino de regreso
Todo esto nos muestra claramente que no existe algo como «un leve pecado» en la vida de un creyente o uno que no tenga consecuencias. Aun un solo pecado tiene consecuencias graves, y mucho más cuando se trata de una vida de pecado, como por ejemplo el alcoholismo o la fornicación. ¿Somos conscientes del hecho de que, como dice J.N. Darby, un solo pecado para Dios es mil veces más grave de lo que son mil pecados a nuestros ojos? El Señor Jesús llevó todo el juicio de nuestros pecados. Pero, seamos conscientes de que él lo llevó según el severo juicio de Dios —quien es llamado "Santo, santo, santo" en Isaías 6:3—, ¡y no según nuestro ligero juicio superficial!
Después de haber pecado experimentamos a menudo un sentimiento de culpabilidad, ¿no es cierto? Sin embargo, la convicción producida por el Espíritu Santo, de cuánto sufrió el Cordero de Dios durante las tres horas del abandono de Dios por este solo pecado, ¡es otra cosa!
Es, pues, evidente que es necesario una auténtica confesión para que pueda darse una restauración.
Características de una auténtica confesión
Primeramente, el creyente debe estar profundamente convencido de haber ofendido tanto al Dios santísimo, quien por gracia ha llegado a ser su Padre, como a su Salvador, que se dio a sí mismo para librarle del presente siglo malo (Gálatas 1:4). Esta convicción producida en él por el Espíritu Santo, dará como resultado un espíritu quebrantado y un corazón humillado, como fue el caso de David después del adulterio con Betsabé (Salmo 51).
(Me permito añadir un pensamiento muy importante: después de la restauración en la plena comunión con los hermanos, un corazón realmente contrito y humillado nunca se muestra con una actividad excesiva durante las reuniones o en el servicio. Desgraciadamente, a menudo se observa semejante actitud. Es obvio que se trata de la actividad de la carne, que quiere dar la impresión de que «el asunto» ya está bien arreglado. Por el contrario, un corazón realmente humillado se caracterizará por el silencio, los lamentos, y una visible humildad que no busca ni excusarse ni darse importancia. Tengámoslo bien claro, pues nuestro servicio para el Señor no puede cancelar ni la ofensa hecha al Dios altísimo, ni los daños causados a los demás por nuestra vida de pecado.)
Es cierto, únicamente mediante una confesión sincera, honesta y completa delante del Dios santo, él podrá perdonarnos y purificarnos de toda maldad (1 Juan 1:9).
Y después se trata de reparar los daños causados a otras personas. ¿Qué nos dice la Palabra de Dios al respecto?
Reparación de los daños
En Levítico 6:4-7 leemos: "...habiendo pecado y ofendido, restituirá aquello que robó, o el daño de la calumnia, o el depósito que se le encomendó, o lo perdido que halló, o todo aquello sobre que hubiere jurado falsamente; lo restituirá por entero a aquel a quien pertenece, y añadirá a ello la quinta parte... Y para expiación de su culpa traerá a Jehová un carnero sin defecto de los rebaños... Y el sacerdote hará la expiación por él delante de Jehová y obtendrá perdón de cualquiera de todas las cosas en que suele ofender". Este pasaje nos enseña dos cosas importantes que debe hacer un hijo de Dios cuando reconoce haber actuado mal y haber pecado:
• Primeramente es necesario que repare los daños al ciento veinte por ciento, es decir, lo principal y encima, un quinto de más. Por ejemplo: si alguien ha robado 50 kilos de arroz deberá reembolsar 60 kilos. Esto nos enseña que la reparación se ha de hacer de una manera tan amplia y convincente que nadie podrá tener dudas de que el arrepentimiento es real y genuino. Tomemos otro ejemplo: si has desobedecido a tu padre, no basta con una excusa barata, un «perdóname» a menudo muy superficial. Más bien es por tus hechos, tu actitud contrita y tu humildad de espíritu que se muestra la obra del arrepentimiento que el Espíritu produjo en ti.
• Solamente después de que el israelita hubiese efectuado las reparaciones, debía presentarse ante Jehová con el sacrificio para obtener el perdón. Así es también en nuestros días: el pleno perdón, la verdadera restauración, tanto en la comunión con el Padre y su Hijo, como en la comunión con los hijos de Dios, sólo son posibles si antes he confesado mis pecados ante el Señor y he arreglado por entero las consecuencias que éstos causaron a mi prójimo.
En lo que se refiere a la restauración, es evidente que esto no puede hacerse precipitadamente. Tomemos el caso de un hermano que durante muchos meses solía emborracharse con los habitantes incrédulos del pueblo. Ciertamente no puede ser restaurado sólo en el espacio de algunas semanas después de haber vuelto a asistir a las reuniones.
Porque es necesario que tanto la asamblea se convenza de su arrepentimiento (si se le admite en el partimiento del pan sin tener esta convicción, actuará con ligereza ante la Mesa del Señor), como también que la gente del mundo acepte la confesión que él hizo delante de ellos, al comprobar que él verdaderamente se separó de su manera de actuar. En el caso contrario, se hará burla del testimonio del Señor por una llamada «restauración» apresurada y únicamente exterior.
O, para hablar de otro caso muy grave, si alguien ha abusado de una chica (aunque la haya «tomado» con su consentimiento), la ha ofendido profundamente al tratarla de esta manera, porque ella es una criatura de Dios. Él no la ha creado para que se abuse de ella. El agresor deberá confesar su horrendo pecado ante ella en humillación y con llanto sincero. Si no lo hace llegará a ser un obstáculo para su conversión y, más tarde, para su crecimiento espiritual.
Luego, tendrá que reparar los daños ocasionados a sus padres y también a la gente del pueblo, quienes se enteraron de ese acto abominable. No solamente debe confesar su grave pecado de fornicación, sino también, siendo creyente, debe decirles que ha deshonrado a Dios y que fue necesario confesarle su pecado. Si no hace esto, la consecuencia será que, después de su restauración, menospreciarán el testimonio de los cristianos y de la asamblea local a causa de este pecado. Porque ellos asociarán la asamblea cristiana (o la Asamblea/Iglesia entera) a este pecado y ya no se sentirán culpables en lo que concierne a sus propios hechos. De esta manera, ¡dicho pecado llegará a ser un justificante para los de ellos!
Sólo se pueden evitar tan nefastas consecuencias al confesar este pecado sin retén, al reparar integralmente los daños causados, y al abandonar el mal de una manera evidente. Además, se sobreentiende que el culpable tampoco podrá sustraerse a la responsabilidad de ayudar a criar al niño que venga al mundo como resultado de su pecado.
Ejemplos de las Escrituras: La lepra
Cuando en Israel se temía que alguien pudiera tener lepra (en sentido figurado esta terrible enfermedad es una imagen del pecado), en Levítico 13 y 14 se lee cómo esta persona era aislada durante 7 días. Después de este tiempo, el sacerdote tenía que mirar a la persona para comprobar si realmente se trataba de un caso de lepra. Si el resultado de esta consulta no era concluyente, la persona era encerrada otra vez por un tiempo.
Esto nos enseña que, si una asamblea se entera de rumores acerca de un pecado, o si una persona viene a confesar un pecado, los hermanos deben ocuparse de ello. Si después de que la persona haya sido examinada por hermanos maduros, experimentados y espirituales, la asamblea todavía no está convencida ante el Señor de que el pecado fue confesado y abandonado, dicha persona debe quedar aislada durante «siete días».
Es cierto, en su aplicación espiritual, ese principio del Antiguo Testamento no indica para nosotros literalmente 7 días, sino que se refiere a un período suficientemente largo para que el Espíritu Santo pueda mostrar a la asamblea el verdadero estado de dicho creyente. Cuanto más en serio tome la asamblea su deber ante Dios, tanto menos se apurará para «restaurar» a un alma en la que los frutos del arrepentimiento no hayan podido producirse todavía. Bien sabemos que en general los frutos de nuestros campos tampoco crecen en un solo día, ni siquiera en algunas semanas...
En Números 12, María (o Miriam), al haber ofendido a Jehová perjudicando a su siervo Moisés, inmediatamente fue alcanzada por la lepra y fue echada fuera del campamento. Sólo después de una «plenitud de tiempo» de 7 días, pudo volver a la congregación. (Notemos de paso que esta historia nos muestra la gravedad del pecado de la maledicencia, es decir, del hablar mal de nuestros hermanos y hermanas. Desgraciadamente, a menudo se trata este mal con ligereza en vez de juzgarlo con la seriedad que merece).
Ejemplos de las Escrituras: La iglesia de Corinto
Después de haber recibido la primera carta del apóstol Pablo, la asamblea de Corinto había al fin puesto bajo disciplina y excluido al malvado fornicario que se hallaba entre ellos (léase 1 Corintios 5). Luego leemos en la segunda carta a los corintios que el apóstol exhorta a la asamblea a perdonar a dicho hermano y a consolarle, para que no sea consumido de demasiada tristeza (2 Corintios 2:5-11). De dicho pasaje y también del capítulo 7 de la misma carta se desprende claramente que el hombre que había sido disciplinado ha-bía vuelto en sí y había confesado sus pecados. Era cierto que él se había entristecido profundamente por su acto (así como también la asamblea de Corinto debido a sus faltas), hasta estar en peligro de hundirse en una tristeza excesiva. ¡He aquí el ejemplo de un corazón realmente contrito y humillado!
Este resultado ciertamente no se produjo en una sola semana. Fueron necesarios por lo menos varios meses hasta que el apóstol pudiese escribir a la asamblea que el tiempo había venido para que ahora le mostrasen amor a este hermano. Él no sólo debía volver con llanto al Señor Jesús, sino también en medio de sus hermanos y retomar allí su lugar.
Este ejemplo del Nuevo Testamento destaca con evidencia que se precisan tiempo y paciencia para que una asamblea se convenza de que alguien ha confesado verdaderamente sus pecados ante Dios, que ha arreglado los problemas que había causado (a la asamblea y también a la gente del mundo), y que se han producido los frutos del arrepentimiento en él, los cuales regocijan el corazón del Señor y de todos los suyos. Solamente entonces, y no antes, la asamblea puede acercarse de nuevo a él para animarlo a volver a tomar su lugar a la Mesa del Señor.
Cualquier otra manera de proceder tendrá por resultado la mancilla y la pérdida del testimonio de la asamblea reunida en el nombre del Señor Jesús, y al mismo tiempo la pérdida del que había sido conocido como hermano.
Para terminar, transcribimos un pasaje muy convincente, sacado del libro francés «Poursuivez la sainteté» de M. Tapernoux (Seguid la santidad):
«El arrepentimiento es el juicio que se lleva sobre sí mismo, y sobre los hechos del pasado, a la luz de Dios. El culpable reconoce en su corazón que ha actuado mal, y lo declara abiertamente. Por lo tanto, el arrepentimiento y la confesión están ligados entre sí, y ambos son indispensables para la restauración del alma. Sin éstos, la comunión con Dios no puede ser restablecida. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos. Por lo tanto, Dios exige la confesión y no oraciones de rutina, y todavía menos penitencias.
"Entonces dijo David a Natán: pequé contra Jehová" (2 Samuel 12:13). Después de haber hablado así al profeta, David se dirigió directamente a Dios: "Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos" (Salmo 51:4).
El arrepentimiento está caracterizado por el sentimiento profundo, sincero y doloroso de que por nuestro pecado hemos ofendido a Dios mismo y menoscabado Su santidad y Su gloria. No debemos contentarnos con un sentimiento superficial de culpabilidad.
«No hay quizás nada que endurezca más el corazón que el hábito de confesar un pecado sin realmente sentirlo», dijo J.N. Darby. Semejante ligereza no nos caracterizará si nos acordamos de que Dios tenía que herir a Su amado Hijo y abandonarlo sobre la cruz a causa de nuestros pecados.
"Empero contigo está el perdón, para que puedas ser temido" (Salmo 130:4, V.M.)».
Camerún, 2003