sábado, 1 de diciembre de 2012

Obedecer


"He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Hebreos 10:9). "Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obe­diencia" (Hebreos 5:8). "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lucas 22:42). "Haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz"  (Filipenses 2:8).
                       

            ¡Qué ejemplo el del Hijo de Dios hecho carne, cuyas deli­cias eran hacer la voluntad de Aquel que le había envia­do!
            Había venido para esto (Hebreos 10:9). ¿Por qué podía hacerlo? Porque su voluntad de Hijo no era otra que la del Padre. No obstante, debía conducirle a un mundo impío, donde debía hacer frente al menosprecio, la incomprensión, el sufrimiento, hacerle pasar por las angustias de Getsemaní para terminar en este sangriento Gólgota. Él fue obediente hasta la muerte de cruz porque había hecho suya la voluntad del Padre; voluntad cuyo móvil era manifestar sus consejos de amor hacia los hijos de los hombres.
            Por medio de la obediencia perfecta del Hijo de Dios, cualquier pecador arrepentido adquiere la salvación, la victoria sobre la muerte y el pecado, el cielo abierto y la revelación del corazón del Padre. ¡Qué resultados tan maravillosos!
            Samuel, antaño, había dicho a Saúl: "Ciertamente el obe­decer es mejor que los sacrificios" (1ª Samuel 15:22), a pesar de que la ley era muy exigente; pero la voluntad de Dios expresada en esta ley era buena y proporcionaba el bien a todos aquellos que querían someterse a ella. Obedecer a la ley hubiera producido la bendición, la pros­peridad y la aprobación de parte de Dios. Únicamente el Señor Jesús pudo cumplirla. Aún el mismo salmista había comprobado el valor de esta voluntad de Dios; leamos el Salmo 119 y veremos qué precio tenía para su corazón: "Me regocijaré en tus estatutos" (v. 16). "Me regocijaré en tus mandamientos" (v. 47). "¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación" (v. 97).
            Hoy esta palabra "obedecer" suena vacía; las corrientes del siglo hacen prevalecer ante todo la independencia, la personalidad y hasta la insubordinación. Sin embargo, sepámoslo bien, sólo la obediencia es la fuente de la ver­dadera felicidad, de la plena liberación, de la bendición segura. Un hijo sumiso, obediente a sus padres, se sen­tirá feliz, porque la voluntad de ellos no desea otra cosa que su bien y su dicha presente y futura.
            El hombre en sus pecados no tendrá el perdón y la paz hasta el día en que, iluminado por el trabajo del Espíritu de Dios comprenderá que su voluntad propia es mala y que obedecer a la voluntad de Dios le empujará al arre­pentimiento y a la confesión de sus pecados. Es la obe­diencia de la fe (Hechos 17:30; Romanos 1:5).
            Querido joven hijo de Dios, en el momento de la conver­sión has experimentado que la obediencia al llamamiento del Señor Jesús te había proporcionado el más grande tesoro, la liberación total. Pero Dios no quiere que te quedes en este punto. La conversión marca el primer paso de la obediencia; a continuación viene la marcha que se compone de una sucesión de nuevos pasos de obediencia, dictados por la Palabra de Dios. Si sabemos que los deseos de nuestra vieja naturaleza nuestra pro­pia voluntad son malos, que provienen de una fuente mala y que nos conducen a un camino malo, ¿de qué nos servirá si andamos siguiendo las inclinaciones de nuestro corazón? (Romanos 8:7). Pidamos la fuerza necesaria para abandonar esta vía que no conduce más que a la amargura, al desánimo y al deshonor. Entreguémonos totalmente a la acción santificante y vivifi­cante de la voluntad de nuestro Padre. Pongámonos a su completa disposición para cada paso de nuestra marcha, para cada detalle de nuestra vida. Haremos rápidamente la preciosa experiencia de que la obediencia no es un sacrificio, ni una dura servidumbre, sino todo lo contrario: la fuente continúa de una felicidad creciente, la condición de una vida útil y fecunda, de un testimonio para la gloria de Aquel que no quiere otra cosa que nuestro bien pre­sente y eterno.
            Atenerse constantemente, cada día de nuestra vida, a la voluntad de Dios, conduce en la práctica a la luz. No se trata simplemente de desear vivir para Cristo; se trata de una consagración entera, de un crecimiento en el conoci­miento de Dios, que se producirá si le entregamos nues­tras vidas, teniendo su voluntad por nuestra voluntad. Esto no es la obra de un día o el resultado de una deci­sión repentina. Sólo el conocimiento personal e íntimo de un Cristo viviente hace posible la renuncia a nosotros mismos, porque el corazón y los afectos han sido toma­dos por una Persona.
            ¿Por qué debemos deplorar tanta esterilidad en el servi­cio? ¿Por qué tanta timidez en el testimonio? ¿Tantas caí­das en la marcha? ¿Por qué murmuramos sobre tal o cual circunstancia? ¿Por qué nos lamentamos sobre tal o cual defecto que no podemos vencer? Es porque no hemos aplicado a nuestras vidas estas palabras: "Presentaos vosotros mismos a Dios... y vuestros miem­bros a Dios como instrumentos de justicia" (Romanos 6:13), esta verdadera justicia de obediencia, parecida a la de Cristo mismo. Porque no hemos puesto en práctica que la obediencia a la voluntad divina expresada en la Palabra, era el secreto de toda bendición en el servicio, de todo denuedo en el testimonio, dando la paz en cual­quier circunstancia, la victoria sobre el pecado y sobre nosotros mismos. Antes la ley exigía, hoy la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta, resumida en este versículo: "Este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros" (1 Juan 3:23). Fe dirigida hacia arriba de donde desciende todo recurso; amor dirigido hacia abajo en acti­vidad hacia nuestro prójimo. Dejemos las dos aberturas, la de arriba y la de abajo bien despejadas, para que podamos andar, obrar y servir humildemente en la depen­dencia constante del Señor y en la potencia del Espíritu Santo.

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