"He
aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Hebreos 10:9). "Aunque era Hijo, por lo que padeció
aprendió la obediencia" (Hebreos 5:8). "No se haga mi voluntad,
sino la tuya" (Lucas 22:42).
"Haciéndose obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz" (Filipenses
2:8).
¡Qué ejemplo el del
Hijo de Dios hecho carne, cuyas delicias eran hacer la voluntad de Aquel que
le había enviado!
Había venido para esto
(Hebreos 10:9). ¿Por qué podía hacerlo? Porque su voluntad de Hijo no era otra
que la del Padre. No obstante, debía conducirle a un mundo impío, donde debía
hacer frente al menosprecio, la incomprensión, el sufrimiento, hacerle pasar
por las angustias de Getsemaní para terminar en este sangriento Gólgota. Él fue
obediente hasta la muerte de cruz porque había hecho suya la voluntad del
Padre; voluntad cuyo móvil era manifestar sus consejos de amor hacia los hijos
de los hombres.
Por medio de la
obediencia perfecta del Hijo de Dios, cualquier pecador arrepentido adquiere la
salvación, la victoria sobre la muerte y el pecado, el cielo abierto y la revelación
del corazón del Padre. ¡Qué resultados tan maravillosos!
Samuel, antaño, había
dicho a Saúl: "Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios"
(1ª Samuel 15:22), a pesar de que la ley era muy exigente; pero la voluntad de
Dios expresada en esta ley era buena y proporcionaba el bien a todos aquellos
que querían someterse a ella. Obedecer a la ley hubiera producido la bendición,
la prosperidad y la aprobación de parte de Dios. Únicamente el Señor Jesús
pudo cumplirla. Aún el mismo salmista había comprobado el valor de esta
voluntad de Dios; leamos el Salmo 119 y veremos qué precio tenía para su
corazón: "Me regocijaré en tus estatutos" (v. 16). "Me
regocijaré en tus mandamientos" (v. 47). "¡Oh, cuánto amo yo tu ley!
Todo el día es ella mi meditación" (v. 97).
Hoy esta palabra
"obedecer" suena vacía; las corrientes del siglo hacen prevalecer
ante todo la independencia, la personalidad y hasta la insubordinación. Sin
embargo, sepámoslo bien, sólo la obediencia es la fuente de la verdadera
felicidad, de la plena liberación, de la bendición segura. Un hijo sumiso,
obediente a sus padres, se sentirá feliz, porque la voluntad de ellos no desea
otra cosa que su bien y su dicha presente y futura.
El hombre en sus
pecados no tendrá el perdón y la paz hasta el día en que, iluminado por el
trabajo del Espíritu de Dios comprenderá que su voluntad propia es mala y que
obedecer a la voluntad de Dios le empujará al arrepentimiento y a la confesión
de sus pecados. Es la obediencia de la fe (Hechos 17:30; Romanos 1:5).
Querido joven hijo de
Dios, en el momento de la conversión has experimentado que la obediencia al
llamamiento del Señor Jesús te había proporcionado el más grande tesoro, la
liberación total. Pero Dios no quiere que te quedes en este punto. La
conversión marca el primer paso de la obediencia; a continuación viene la
marcha que se compone de una sucesión de nuevos pasos de obediencia, dictados
por la Palabra de Dios. Si sabemos que los deseos de nuestra vieja naturaleza – nuestra propia voluntad – son malos, que provienen de una fuente mala y que nos
conducen a un camino malo, ¿de qué nos servirá si andamos siguiendo las
inclinaciones de nuestro corazón? (Romanos 8:7). Pidamos la fuerza necesaria
para abandonar esta vía que no conduce más que a la amargura, al desánimo y al
deshonor. Entreguémonos totalmente a la acción santificante y vivificante de
la voluntad de nuestro Padre. Pongámonos a su completa disposición para cada
paso de nuestra marcha, para cada detalle de nuestra vida. Haremos rápidamente
la preciosa experiencia de que la obediencia no es un sacrificio, ni una dura
servidumbre, sino todo lo contrario: la fuente continúa de una felicidad
creciente, la condición de una vida útil y fecunda, de un testimonio para la
gloria de Aquel que no quiere otra cosa que nuestro bien presente y eterno.
Atenerse
constantemente, cada día de nuestra vida, a la voluntad de Dios, conduce en la
práctica a la luz. No se trata simplemente de desear vivir para Cristo; se
trata de una consagración entera, de un crecimiento en el conocimiento de
Dios, que se producirá si le entregamos nuestras vidas, teniendo su voluntad
por nuestra voluntad. Esto no es la obra de un día o el resultado de una decisión
repentina. Sólo el conocimiento personal e íntimo de un Cristo viviente hace
posible la renuncia a nosotros mismos, porque el corazón y los afectos han sido
tomados por una Persona.
¿Por qué debemos
deplorar tanta esterilidad en el servicio? ¿Por qué tanta timidez en el testimonio?
¿Tantas caídas en la marcha? ¿Por qué murmuramos sobre tal o cual
circunstancia? ¿Por qué nos lamentamos sobre tal o cual defecto que no podemos
vencer? Es porque no hemos aplicado a nuestras vidas estas palabras:
"Presentaos vosotros mismos a Dios... y vuestros miembros a Dios como
instrumentos de justicia" (Romanos 6:13), esta verdadera justicia de
obediencia, parecida a la de Cristo mismo. Porque no hemos puesto en práctica
que la obediencia a la voluntad divina expresada en la Palabra, era el secreto
de toda bendición en el servicio, de todo denuedo en el testimonio, dando la
paz en cualquier circunstancia, la victoria sobre el pecado y sobre nosotros
mismos. Antes la ley exigía, hoy la voluntad de Dios es buena, agradable y
perfecta, resumida en este versículo: "Este es su mandamiento: Que creamos
en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros" (1 Juan
3:23). Fe dirigida hacia arriba de donde desciende todo recurso; amor dirigido
hacia abajo en actividad hacia nuestro prójimo. Dejemos las dos aberturas, la
de arriba y la de abajo bien despejadas, para que podamos andar, obrar y servir
humildemente en la dependencia constante del Señor y en la potencia del
Espíritu Santo.
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