sábado, 1 de diciembre de 2012

LA LUCHA


Efesios 6: 10-20

La epístola a los Efesios termina con un pasaje notable que presenta la lucha cristiana. Ésta no es el ejercicio por el que nuestra alma puede atravesar cuando procuramos conocer la verdad. Tal lucha supone que conocemos y apreciamos las maravillosas verdades de la epístola, y la lucha nace del esfuerzo des­plegado para guardar y mantener esas verdades frente a todas las potencias contrarias.
A lo largo de la epístola, el apóstol pone ante noso­tros nuestro llamado celestial, la herencia de la gloria a la cual estamos predestinados, el misterio de la Asam­blea y la vida práctica que resulta de esas grandes ver­dades. Pero desde el momento en el que nos decidimos a tomar posesión de nuestras bendiciones celestiales y a andar de acuerdo con ellas, descubrimos inmediata­mente que toda la potencia de Satanás es desplegada contra nosotros. En su odio contra Cristo, el diablo trata de ocultarnos la verdad o, si no lo consigue, de deshonrar el nombre de Cristo y desacreditar la verdad produciendo una falla moral en aquellos que mantie­nen firme esta verdad. Cuanto más grande es nuestro conocimiento de la verdad, más grande es el deshonor arrojado sobre Cristo si fallamos dejando actuar la carne. Debemos, pues, estar preparados para afrontar la lucha, la que será mucho más seria cuanto mayor sea nuestro conocimiento de la verdad.
Con miras a esta lucha, tres cosas son puestas ante nosotros: en primer lugar, la fuente de nuestra fuerza; a continuación, el carácter del Enemigo contra el que luchamos; y por último, la armadura que nos es provista para que podamos resistir a los asaltos del Enemigo.

El poder del Señor (v. 10)
El apóstol Pablo dirige primeramente nuestros pensamientos hacia la potestad que está a nuestro favor, antes de describir la que está en contra de nosotros. Para enfrentar esta lucha debemos recordar siempre que toda nuestra fuerza reside en el Señor. Por eso Pablo dice: "Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza". Frecuentemente tenemos dificultad para com­prender que no tenemos ninguna fuerza en nosotros mismos. Por naturaleza, nos gustaría ser muchos en números, muy favorecidos en dones o poderosos como algún jefe enérgico, mas nuestra única y verdadera fuerza reside "en el Señor, y en el poder de su fuerza".
La oración del primer capítulo pone ante nosotros la grandeza de la potestad de Dios. Cristo fue resuci­tado de entre los muertos y colocado a la diestra de Dios en los lugares celestiales, "sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el venidero" (v. 21). ¡Pues bien! —Dice el apóstol— ahí está "la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos" (v. 19). El poder que está contra nosotros es infinitamente más grande que nues­tro propio poder, pero el poder que tenemos a nuestro favor es muy superior ya que supera a toda la potencia que se nos opone. Además, Aquel que tiene el poder supremo es Aquel que posee "las inescrutables rique­zas" y que nos ama con un amor que "excede a todo conocimiento" (3: 8, 19).
En otro tiempo, Gedeón fue preparado para el combate ante todo con estas palabras: "Jehová está contigo”; enseguida, recibió la orden: "Ve con esta tu fuerza". La familia de Gedeón podía ser la más pobre de Manases y él mismo ser el más pequeño de la ca­sa de su padre; pero ¿qué importaba la pobreza de Gedeón o su debilidad si el Señor, que es rico y poderoso, estaba por él y con él? (Jueces 6: 12-15). Igualmente, más tarde, Jonatán y su paje de armas pudieron enfrentarse a un ejército merced al poder del Señor, pues dijo Jonatán: "No es difícil para Jehová salvar con muchos o con pocos" (1 Samuel 14:6).
Igualmente nosotros, hoy día, con nuestras faltas detrás, la debilidad en medio de nosotros y la corrup­ción a nuestro alrededor, tenemos necesidad de experi­mentar nuevamente lo que es la gloria del Señor, su poder, sus riquezas, su amor y avanzar con "el poder de su fuerza", con Él al frente.
Sin Cristo, no tenemos ninguna fuerza. El Señor dice: "Separados de mí nada podéis hacer" (Juan 15:5), mas el apóstol Pablo declara: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Filipenses 4: 13). Por lo tanto, solamente cuando nuestras almas permanecen en comunión secreta con Cristo podemos servirnos del poder que hay en Él. Como consecuencia, todo el poder de Satanás tratará de apartar nuestras almas de Cristo y procurará impedir que nos alimentemos de Él y que andemos en comunión con Él. Probará quizá de despo­jarnos de la comunión con Cristo por medio de las preocupaciones y los deberes de la vida diaria, o por la enfermedad y la debilidad del cuerpo. Para deprimir nuestro espíritu o agitar nuestra alma, puede tratar de servirse de las dificultades del camino, de las disputas entre los hijos de Dios o de los insultos mezquinos que tenemos que soportar. Pero si, en lugar de dejar que todas esas cosas se interpongan entre nuestra alma y el Señor, aprovechamos estas ocasiones para acercarnos a Él, aprenderemos lo que es ser fuertes en el Señor, experimentando al mismo tiempo nuestra propia debili­dad; y descubriremos el consuelo de estas palabras: "Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará" (Salmo  55: 22).

La potencia del Enemigo (v. 11-12)
Ante todo somos exhortados a recordar que no luchamos contra carne y sangre. El diablo ciertamente puede servirse de hombres y mujeres para oponerse al cristiano y negar la verdad, pero debemos mirar más allá de los instrumentos y discernir a aquel que los uti­liza. Una mujer —la carne y la sangre— se opuso a Pablo en Filipos, pero Pablo discernió el espíritu malo que animaba a la mujer y, con el poder del nombre de Jesucristo, entabló la lucha contra el poder espiritual de maldad, ordenando al espíritu malo que saliese de ella (Hechos 16: 16-18).
Un verdadero discípulo —la carne y la sangre— se opuso al Señor cuando Pedro le dijo, al conocer de antemano los sufrimientos futuros del Señor: "Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acon­tezca", pero el Señor, conociendo el poder de Satanás detrás del instrumento empleado, le dijo: "¡Quítate de delante de mí, Satanás!" (Mateo 16: 22-23).
La lucha, pues, es contra Satanás y sus ejércitos, sea cual fuere el instrumento empleado. Los principa­dos y las autoridades son seres espirituales que están en posición de dominio y tienen el poder de ejecutar su propia voluntad. Esos seres pueden ser buenos o malos; aquí son seres malos y su maldad parecería ejercerse en dos direcciones. En cuanto al mundo, son los gobernadores de las tinieblas que envuelven a éste; en relación con los cristianos, son "huestes espirituales de maldad en las regiones celestes". El mundo está en tinieblas, ignora a Dios, y esos seres espirituales domi­nan y dirigen las tinieblas del paganismo, de la filo­sofía, de la falsamente llamada ciencia y de la incredu­lidad, como también de las supersticiones, las corrup­ciones y el actual pensamiento ordinario de la cristian­dad. El cristiano es introducido en la luz y es bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales. El cristiano encuentra, pues, una oposición de carácter religioso; ésta es el acto de seres espirituales que tratan de despojarlo de la verdad de su llamado celestial, de seducirlo mediante un camino que es la negación de la verdad o mediante una conducta que no está de acuerdo con ella.
Además somos instruidos en cuanto al carácter de esta oposición. No es simplemente la persecución o la negación directa de la verdad; es una oposición mucho más sutil y peligrosa, descrita como los artificios del diablo[1]. Uno artificio es algo que puede parecer bello e inocente y que, no obstante, aparta el alma del sendero de la obediencia. Cuán frecuentemente, en estos días de confusión, el diablo trata de conducir a aquellos que poseen la verdad por algún sendero apartado, el cual, al principio, se desvía tan poco del verdadero camino que, si alguien lo objetara, parecería muy puntilloso. Hay una pregunta sencilla que cada uno se puede hacer, por la cual todo artificio puede ser detectado: « Si yo conti­núo en este camino, ¿adonde me llevará?».
Cuando el diablo sugirió al Señor que transfor­mara las piedras en pan para que Él satisficiera su ham­bre, parecía algo muy inocente; sin embargo, era un artificio que habría conducido fuera del sendero de la obediencia debida a Dios y una negación de la Palabra que dice: "No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios" (Lucas 4: 4).
            Para desviar a los creyentes de Galacia de la ver­dad del Evangelio, el diablo se sirvió de la ley como artificio para cogerlos en la trampa de la presunción legal. Para apartar a los santos de Corinto de la verdad de la Asamblea, el diablo empleó al mundo como artifi­cio para llevarlos a la complacencia carnal para con ellos mismos. Para desviar a los santos de Colosas de la verdad del misterio, el diablo recurrió al artificio de las "palabras persuasivas", de la "filosofía" (Colosenses 2: 4, 8) y de la superstición, a fin de cogerlos en la trampa de la exaltación religiosa. Son los mismos artifi­cios a los que tenemos que hacer frente hoy.

La armadura de Dios (v. 13-20)
En esta lucha, una armadura humana no ser-viría de nada. No podemos resistir al diablo más que con "la armadura de Dios". Los recursos humanos, así como las capacidades naturales y la fuerza del carác­ter, no serán de ninguna utilidad en esta lucha. La confianza en una armadura de esta clase puede conducirnos a librar combate con el Enemigo, pero solamente para sufrir una derrota. El apóstol Pedro hizo tal experiencia cuando, confiado en su propia fuerza, entró en la lucha solamente para caer ante una sirvienta (Juan 18:17). Ciertamente, Dios puede emplear en su servicio las capacidades y la erudición humanas; aquí, no obstante, no se trata de lo que Dios emplea en su servicio, sino más bien de lo que Dios nos ha dado como armas para luchar contra los artificios del Enemigo. El Enemigo al que debemos hacer frente no es la carne y la sangre, ni tampoco las armas para esta guerra son carnales (2ª Corintios 10:4).
Además, en esta lucha, tenemos necesidad de "toda la armadura de Dios". Si una pieza falta, Satanás ense­guida sabrá detectar su ausencia y atacarnos en el lugar vulnerable.
Por último, nos debemos vestir con la armadura. El hecho de ser cristianos no significa que automática­mente estemos vestidos con la armadura. La misma está preparada para el cristiano, pero a éste le incumbe ves­tirse con ella. No es suficiente mirar la armadura, admiradla o ser capaces de describirla; hace falta vestirse con "toda la armadura de Dios".
Vemos a continuación que la armadura es necesa­ria en vista del "día malo". En un sentido general, todo el período de la ausencia de Cristo es un "día malo" para el creyente. Hay, sin embargo, ocasiones en las que el Enemigo lanza ataques especiales contra los hijos de Dios, buscando despojarlos de verdades parti­culares. Estos ataques constituyen, para los hijos de Dios, un "día malo". Para resistir, tenemos necesidad de toda la armadura de Dios. Cuando se ha empezado la lucha ya es demasiado tarde para cubrirse con la armadura.
Tenemos necesidad de la armadura para "resistir" y para "estar firmes". Después de haber resistido a la ofensiva del Enemigo en un ataque particular, tendre­mos todavía necesidad de la armadura para mantener­nos a la defensiva. Después de haber "acabado todo", tendremos todavía necesidad de nuestra armadura para "estar firmes". A menudo el peligro es mucho más grande cuando hemos ganado una victoria significa­tiva, pues es mucho más fácil tomar una posición que conservarla. Una vez que nos hemos puesto la arma­dura, no nos podremos desprender de ella con confianza mientras la potencia espiritual de maldad está en los lugares celestiales y nosotros estamos en la escena en la cual Satanás despliega sus asechanzas.
Si contamos la oración como parte integrante de la armadura, tenemos siete piezas distintas en ésta.

Debemos tener firmes nuestros riñones ("ceñidos vuestros lomos") ajustándolos con el cinturón de la ver­dad. Espiritualmente, esto nos habla de los pensamien­tos y los afectos mantenidos bajo el control de la ver­dad. Aplicándonos la verdad, y juzgando a través de ella todos los pensamientos y movimientos del corazón, deberíamos no solamente liberarnos de las aspiraciones internas de la carne, sino también tener nuestros afectos educados según la verdad y así tener un espíritu de humildad, puestos nuestros afectos en las cosas que están en lo alto.
La primera pieza de la armadura, pues, fortalece al hombre interior y regula nuestros pensamientos y nues­tros afectos, más bien que nuestra conducta, nuestras palabras y caminos. Frecuentemente hacemos grandes esfuerzos para mantener una conducta exterior correcta ante los demás, mientras que, al mismo tiempo, no pres­tamos ningún cuidado a nuestros pensamientos y afec­tos. Si queremos resistir a las asechanzas del Enemigo, debemos empezar por ser rectos interiormente. El Pre­dicador nos pone en guardia en cuanto a las palabras que decimos, a lo que miramos y al camino que toma­mos, pero ante todo dice: "Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón" (Proverbios 4: 23). Santiago nos previene que "si tenéis celos amargos y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la ver­dad" (Santiago 3: 14). Las disputas entre hermanos empiezan en el corazón y tienen sus raíces en los "celos amargos". Cuando la verdad controla nuestros afectos, entonces las disputas, los celos amargos y las otras tristes manifestaciones de la carne serán juzgados y, si ellas lo son, seremos capaces, en el día malo, de resistir a los artificios del diablo.
Con demasiada frecuencia, desgraciadamente, el día malo nos sorprende sin que estemos preparados. Hemos dejado de ponernos el cinturón, de manera que, si sobreviene una provocación súbita, obramos según la carne y, cuando nos ultrajan, devolvemos el ultraje; en lugar de sufrir con paciencia, amenazamos. Estemos atentos para ceñirnos con el cinturón y para andar así, habitualmente, con nuestros pensamientos y afectos controlados por la verdad.

Con la segunda pieza de la armadura, pasamos a nuestra conducta práctica. La conducta práctica se manifiesta en el cristiano por medio de un proceder acorde con la posición y las relaciones en las cuales ha sido introducido. No podemos resistir al Enemigo con una conciencia que nos acusa de un mal no juzgado en nuestros caminos y asociaciones. No podemos mante­nernos firmes en la verdad si la negamos en la práctica. Si nos colocamos la coraza y andamos con una justicia práctica, no temeremos cuando en el día malo seamos llamados a encontrarnos con el Enemigo.

La justicia práctica conduce a un andar apacible. El Evangelio de paz que hemos recibido nos prepara para andar en paz en medio de la inquietud del mundo. Cuando nuestro corazón es gobernado por la verdad y nuestros caminos están prácticamente de acuerdo con ella, andamos en medio de este mundo con la paz en el alma y podemos afrontar el día malo con un espíritu de paz y serenidad. No seremos indiferentes a la agitación de este mundo, pero no seremos afectados ni llenos de ansiedad a causa de los acontecimientos. Al hablar de los hombres naturales, la Escritura dice: "No conocie­ron camino de paz" (Romanos 3: 17), pero aquellos que tienen calzados los pies se ven caracterizados por la paz, incluso en medio de la lucha.

Por necesario que sea el cinturón de la verdad para controlar nuestros pensamientos y afectos, así como la coraza para mantener nuestra conducta en la justicia práctica y el calzado para hacernos andar en paz a tra­vés de este mundo, todavía otra cosa nos hace falta para la lucha: tenemos necesidad, "sobre todo", del escudo de la fe para protegernos de los dardos de fuego del maligno. Aquí, la fe no es la recepción del testimo­nio de Dios concerniente a Cristo, por la que somos sal­vados, sino la fe y la confianza diarias en Dios las que nos dan la seguridad de que Dios está de nuestra parte. Bajo el peso de diversas pruebas que nos agobian —así sean las circunstancias, la enfermedad, el luto o las numerosas dificultades que surgen constantemente entre el pueblo de Dios— quizá seamos el blanco del Enemigo, quien tratará de ensombrecer nuestra alma por medio de la horrible sugestión de que, después de todo, Dios es indiferente y no está de nuestra parte. Durante esa sombría noche en la que los discípulos tuvieron que enfrentar la tempestad en el lago, cuyas olas se volcaban sobre la barca, Jesús estaba con ellos, aunque dormido como si hubiera sido indiferente al peligro que les amenazaba. Era una prueba para la fe de ellos. Desgraciadamente como no habían embrazado el escudo de la fe, un dardo de fuego les atravesó la armadura y les asaltó el pensamiento de que, después de todo, el Señor no se inquietaba por ellos, pues lo despertaron y le dijeron: "¿No tienes cuidado que perecemos?" (Marcos 4: 38).
Un dardo de fuego no es un deseo repentino de satisfacer alguna concupiscencia que venga de nuestra propia carne; es más bien una sugestión diabólica, venida del exterior, que suscita una duda en cuanto a la bondad de Dios. Satanás lanzó un dardo de fuego a Job cuando, durante su terrible prueba, su mujer le sugirió: "Maldice a Dios, y muérete". Job apagó este dardo de fuego con el escudo de la fe, pues dijo: "¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?" (Job 2: 9, 10). El diablo se sirve, además, de las circunstancias difíciles de la vida para tratar de conmover nuestra confianza en Dios y apartarnos de Él. La fe emplea esas mismas circunstancias para aproximarse a Dios, y así ella triunfa sobre el diablo. Satanás puede todavía tra­tar de instilar algún pensamiento abominable en nues­tro espíritu, alguna sugestión incrédula cuyo veneno penetra en el alma y obscurece el espíritu. Pensamien­tos como éstos no se pueden rechazar por medio de razonamientos humanos o apoyándose en «sentimien­tos» o «experiencias», sino simplemente por la fe en Dios y en su Palabra.

Con el yelmo, el creyente podrá levantar osada­mente la cabeza en presencia del Enemigo. Al resistir por medio de la fe los dardos de fuego del malvado, descubrimos, en nuestras circunstancias difíciles, que Dios está de nuestra parte y que nos libera, no sola­mente de las pruebas, sino, como a los discípulos en la tempestad, a través de las pruebas. Entonces estamos en condiciones de avanzar con coraje y energía, con la conciencia de que, por más débiles que seamos nosotros mismos, Dios es el Dios de nuestra salvación y Cristo puede salvarnos perpetuamente (Hebreos 7: 25).

Está dicho claramente que esta pieza de la arma­dura es la Palabra de Dios y, sin embargo, no es sola­mente la Palabra de Dios, sino más bien la Palabra uti­lizada con el poder del Espíritu. Es el arma ofensiva por excelencia. Si no nos hemos vestido con la arma­dura que controla nuestros pensamientos interiores y nuestra conducta exterior y que nos hace confiar en Dios, no estaremos en condición apropiada para mane­jar la espada del Espíritu. Cuando la Palabra de Dios es empleada contra el Enemigo con el poder del Espíritu, es irresistible.
Cada vez que el Señor fue tentado por las asechan­zas del diablo, le resistió con la Palabra de Dios utili­zada con el poder del Espíritu. Ese "escrito está" (Mateo 4:4-7) desenmascaró y venció al diablo. La palabra de Dios que permanece en nosotros es nuestra fuerza, pues el apóstol Juan puede decir de los jóvenes: "Sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno" (1 Juan 2: 14).
Alguien dijo: « Lo que nosotros tenemos que hacer es obrar según la Palabra, sin importarnos lo que pueda suceder; el resultado mostrará que en eso consistía la sabiduría de Dios». Aquel que se sirve de la Palabra puede ser débil y tener poca inteligencia natural, pero podrá comprobar que "la palabra de Dios es viva y efi­caz" (Hebreos 4: 12) y que, con ella, cualquier ase­chanza del Enemigo fracasará.
7) La oración (v. 18-20)
Después de haber descrito la armadura y habernos prescrito que la vistamos, el apóstol termina exhortán­donos a que oremos. La armadura, por perfecta que sea, no nos es dada para hacernos independientes de Dios. Ésta no podrá ser utilizada juiciosamente más que con un espíritu de dependencia hacia Aquel que nos la ha proveído.
El Señor exhorta a los suyos a "orar siempre, y no desmayar" (Lucas 18: 1); y Pablo quiere "que los hom­bres oren en todo lugar" (1ª Timoteo 2: 8). Aquí somos exhortados a orar "en todo tiempo". La oración es la constante actitud de dependencia hacia Dios. En todas las circunstancias, en todo lugar y en todo tiempo debe­mos orar. Pero la oración se puede convertir en una simple repetición; por eso está vinculada a la "súplica", que es el grito apremiante del alma consciente de su necesidad. Ella, además, debe estar bajo la dirección del Espíritu y ser acompañada por la fe que espera la respuesta de Dios. Cuando Pedro estuvo prisionero  "la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él", pero manifiestamente a ésta le faltó algo de fe (Hechos 12:5 y 15-16), pues, cuando Dios respondió a la oración, tuvieron dificultad para creer que Pedro estaba libre.
Además, la oración por el Espíritu incluirá a "todos los santos" y, sin embargo, también responderá a la necesidad de un solo siervo. Por eso el apóstol exhorta a los santos de Éfeso no solamente a orar por "todos los santos", pero, además, también por él.
En el transcurso de los siglos, los santos han tenido necesidad de la armadura de Dios, pero en estos últi­mos días, cuando "las tinieblas de este siglo" se espesan  cuando los artificios del diablo se multiplican y la cristiandad vuelve al paganismo y a la filosofía, es muy importante coger y vestir la armadura completa de Dios con el fin de poder resistir en el día malo y, "habiendo acabado todo, estar firmes" (v. 13).
—   Ceñidos nuestros lomos (riñones) con la verdad y estando, de esta forma, guardados interiormente rec­tos en nuestros pensamientos y afectos;
—   Vestidos con la coraza de justicia, de manera que seamos consecuentes en toda nuestra vida práctica;
—   Calzados los pies con el apresto del evangelio de paz, a fin de andar con sosiego en medio de un mundo de discordia, de lucha y de confusión;
—   Embrazando el escudo de la fe, para andar dia­riamente confiados en Dios;
—  Tomando el yelmo de la salvación y compren­diendo así que Dios hace concurrir todas las cosas para nuestro bien y nuestra salvación;
—   Empuñando la espada del Espíritu, con la cual podremos evitar todos los ataques sutiles del Enemigo;
—   Para terminar, "orando en todo tiempo", a fin de podernos servir de la armadura con un espíritu de constante dependencia de Dios.


[1] Al texto bíblico español "las asechanzas del diablo" le corresponde, en la ver­sión francesa de J.N. Darby, "los artificios del diablo" (N.d.T.).

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