martes, 1 de octubre de 2013

La ley del Leproso y su purificación.

Aplicación actual
Hemos visto en el cuadro del leproso acepto en la presencia de Dios, el aspecto que nos habló de nuestra entrada en las moradas celestiales, en las glorias de la casa del Padre, Pero creemos que esta maravillosa figu­ra puede ofrecer una aplicación para el tiempo actual, y encierra a la vez una lección importante.
En efecto, Dios nos considera desde ya como resu­citados de entre los muertos y sentados en lugares ce­lestiales en Cristo Jesús; así lo leemos en el capítulo 2 de la epístola a los Efesios: "Dios, que es rico en mise­ricordia, por su mucho amor con que nos amó, aun es­tando nosotros muertos en pecados, nos dio vida junta­mente con Cristo... y juntamente nos resucitó, y asi­mismo nos hizo sentar juntos en los lugares celestiales en Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia..." (Efesios 2.4-5). Notadlo, esto no es lo que Dios hará en los días futuros, es lo que ha hecho ya; ninguna necesidad tenemos pues de esperar nuestra entrada en los atrios celestiales para gozar de los bienes que nos ofrece este "octavo día". Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas vie­jas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas... somos aceptos en el muy amado; es ahora que somos santos en El, sin mancha, irreprensibles delante de Dios; es ahora que estamos sentados en los lugares celestiales en Cris­to. Pero no lo olvidemos, la presentación del leproso purificado ante Dios no se cumplirá en toda su plenitud sino cuando habremos franqueado los umbrales celes­tiales.

¡Cuán dulce y placentera es la casa paterna!
La noche ya pasó, brilla el día eternal;
Muy lejos de esta tierra,
En Cristo el alma entera
Gustará del amor el solaz celestial.

Mientras tanto, nos es necesario entrar en el san­tuario de la presencia de Dios para poder luego andar como cristianos en este mundo. ¡Quién nos diera mayor fuerza para caminar de una manera digna de las insig­nias sagradas que llevamos! Como lo hemos visto en el capítulo anterior, somos marcados por la sangre del sa­crificio por la culpa, esa sangre ha expiado nuestros pe­cados, comprados por ella no somos ya nuestros; vele­mos pues cuidadosamente para que nada que deshonre a Aquel que derramó esa sangre que marca nuestra ore­ja, penetre por ella. Esta señal sin embargo, no implica tan sólo un aspecto negativo, ella nos lleva a un lado positivo; todo lo que representa el oído pueda ser de Cristo y de El sólo para siempre. Satanás había hallado por el oído de Eva la puerta de entrada en el alma humana, y bien sabemos cuántos estragos ha cometido allí... mientras que la oveja oye la voz del buen Pas­tor, le presta oído atento, le conoce y le sigue. "Mirad lo que oís" dijo el Señor en el principio de su ministerio (Marcos 4,24); desde la gloria magnífica la voz de Dios el Padre declaró: "éste es mi Hijo amado, a él oíd" (Lu­cas 9,35).
Esta mano mía que otrora se hallaba bajo el poder de Satanás, rescatada por la misma sangre preciosa de Cristo, lleva el anillo de la casa del Padre (Lucas 15,22), y está al servicio del que la rescató: "todo lo que hacéis sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús" (Colosenses 3,17).
Mi pie que pisaba sendas carnales y de propia vo­luntad, "que camino de paz no conocía", lleva ahora la marca de la redención, se operó un cambio: "¡cuán her­mosos son los pies de los que anuncian la paz... calza­dos los pies con el apresto del Evangelio de paz" (Ro­manos 3,17; 10,15; Efesios 6,15)
Recuerdo la visita que hizo un siervo de Dios a una familia cristiana en la cual una amable joven se había convertido hacía poco; pero sin haber cortado de raíz con el mundo y sus placeres para andar sincera y deci­didamente para Cristo. Aprovechando un instante en que se hallaban solos, ella preguntó:
—  Señor P., ¿está mal bailar?
—  Esto depende de lo que le pasó al pulgar de su pie derecho, fue la contestación.
—  ¿Qué quiere decir usted?, repuso la joven sor­prendida.
El hermano leyó entonces los versículos que nos ocupan en este momento, mostrando a su interlocutora, los derechos de Cristo sobre aquellos que hacen profe­sión de estar al beneficio de su muerte. Conmovida has­ta el alma abandonó el baile, el mundo y gozosa se em­peñó en la senda estrecha en pos de su Señor. Jamás olvidó la lección aprendida con provecho.
Las señales que llevo en mi oído, en mi mano y en mi pie testifican que yo no soy más mío: has sido com­prado a precio, me es dicho, glorifica pues a Dios en tu cuerpo (1. Corintios 6,19-20); "no reine pues el pe­cado en vuestro cuerpo, ni tampoco presentéis vuestros miembros por instrumentos de iniquidad, sino presen­taos a Dios como vivos de los muertos, y vuestros miem­bros como instrumentos de justicia" (Romanos 6, 12,13). Al oír tales exhortaciones, preguntamos: ¿quién las pue­de realizar? Cuanto mejor conoceremos nuestra incapa­cidad, tanto más ferviente será nuestra contestación: "no que seamos competentes de nosotros mismos. . . si­no que nuestra competencia proviene de Dios" (2. Co­rintios 2,16; 3,5).
Lo que venimos diciendo recuerda la escena cuan­do el sacerdote, después de haber esparcido el aceite siete veces delante de Jehová, lo aplica sobre el leproso encima de la sangre del sacrificio por la culpa; jamás nos aventuraremos en este mundo de perdición pensan­do permanecer indemnes, teniendo solamente sobre nues­tros miembros la sangre del "sacrificio por la culpa"; gracias a Dios esta sangre está cubierta de aceite, es decir del poder necesario del Espíritu Santo que nos guarda deshonrar la preciosa sangre que lleva nuestro pie, y que nos conduce a lo largo del camino aquí abajo para andar en santidad y amor, en pos de Cristo, como es digno de Dios (Efesios 5,1). ¿Seremos suficientemen­te agradecidos a Dios por el aceite aplicado sobre la sangre del sacrificio?
Hemos sido llevados ya a nuestro real sacerdocio, es verdad que participamos del rechazo que sufrió nues­tro Rey ausente, pero es a nosotros que el Espíritu San­to se dirige: "sois un real sacerdocio. . ." (1. Pedro 2,9). No esperemos pues estar en la gloria para realizar nues­tro oficio sacerdotal, somos ya sacerdotes: "la hora vie­ne, y ahora es cuando los verdaderos adoradores ado­rarán al Padre en Espíritu y en verdad" (Juan 4,23), los buscó y los halló. ¿Y quién hubiera creído que los encontraría entre miserables "leprosos" ahora limpiados y acercados a El, hechos sus hijos? Tal es la sorpren­dente verdad, sí, querido amigo cristiano, desde ahora tú y yo tenemos el privilegio, el infinito privilegio de aportar nuestro holocausto del cual no debemos separar la ofrenda de flor de harina; los traemos con un corazón que desborda, ofreciéndolos a Aquel que lo ha hecho todo por nosotros. "Así que teniendo libertad para en­trar en el santuario por la sangre de Jesucristo... llegué­monos con corazón verdadero" (Hebreos 10,19); y al penetrar allí, somos conducidos por el Espíritu "para contemplar la hermosura de Jehová y para inquirir en su templo" (Salmo 27,4). Mas la perfección está delante cuando al llegar a las moradas eternas exclamaremos enajenados con aquella reina de la antigüedad: "verdad es lo que oí en mi tierra de tus cosas y de tu sabiduría; mas yo no creía hasta que he venido y mis ojos han visto, que ni aun la mitad fue lo que se me dijo..." (1. Reyes 10,6-7).
¡Mi flaqueza, mi flaqueza!
(Isaías 24,16)
Cada vez que volvemos a leer esta exquisita por­ción de la sagrada Palabra veremos brotar nuevos rayos de la gloria divina, de tal modo que nunca podremos de­cir haber llegado al final de su estudio.
Surge una pregunta: ¿hasta qué punto los que se acercaron a Dios según las ordenanzas dadas a su anti­guo pueblo pudieron entrever en estas figuras los mis­terios escondidos en ella? Pero, ¿no sería más acertado preguntarnos a nosotros, creyentes de la dispensación actual, hasta qué punto las comprendemos, ya que el "velo" del misterio que las cubría ha sido quitado para nosotros? (2. Corintios 3,12-13). Esta pregunta nos lle­va a la porción que concluye estas líneas: "mas si fuere pobre, y no tuviere para tanto, entonces tomará un cor­dero para ser ofrecido como ofrenda mecida por la cul­pa, para reconciliarse... y dos tórtolas o dos palomi­nos según pueda..." (vs. 21-23).
¡Cuántas veces hemos experimentado nuestra po­breza espiritual! ¡Cuán deficiente es a menudo nuestra estimación del sacrificio de Cristo! Pero, no es ésta la que más importa, sino la que Dios hace de El. Ante todo, notemos que el "caso de pobreza" del que se purifica, no permite reemplazar el sacrificio por la culpa por una víctima de menos valor; mientras que el cordero para el holocausto podía serlo por dos tórtolas. Estas dos aves significan que si mi apreciación de Cristo se eleva sólo a la altura de lo que simbolizan, mi aceptación, sin embargo, y mi propiciación ante Dios, no se hallan per­judicadas en lo más mínimo. Nadie que se acercó a Dios por el precioso nombre de Jesús ha sido rechazado por­que no comprendía suficientemente el valor de ese nom­bre; nuestra fe puede ser débil, nuestra apreciación de Jesús muy pobre, pero si nos acercamos en ese nombre, Dios, que conoce su pleno valor y la eficacia de su san­gre para limpiar nuestros pecados, nos recibe en su ple­na perfección. Por real que sea el sentimiento de nues­tra insuficiencia, ésta no es un motivo para mantener­nos alejados de Dios; acerquémonos tal como somos en ese precioso nombre:
Al Señor Jesús loemos,
Lo que somos le debemos,
Cuanto por gracia tenemos
Sólo es nuestro en El.

Leyendo el párrafo comprendido entre los versícu­los 21 a 32 que se refiere a la ofrenda "del que no tu­viere para tanto", descubrimos que el Espíritu de Dios se deleita en repetir con la misma abundancia de deta­lles la maravillosa escena que acabamos de considerar: ¡ah! esa escena es muy digna de repetición. Dios no se cansa nunca de repetir lo que en su gracia nos dijo de su muy-amado Hijo Jesús ni de contemplar la perfección de su obra; pues no nos cansemos nosotros tampoco de meditarla. ¿Es acaso fortuito que dos largos capítulos de la Biblia hayan sido consagrados por el Espíritu Santo para tratar el asunto de la lepra y su purificación?
★★★
Desde los versículos 33 a 53 de nuestro capítulo, el texto se ocupa de la lepra que se declara en una casa y el modo de purificarla; esto no podía suceder sino al estar Israel en el país de Canaán, ya que el desierto no les ofrecía sino tiendas. Por esta razón este pasaje ilus­tra lo que podría suceder en la asamblea del pueblo de Dios en la actualidad, tal como la iglesia de los Corin­tios nos ofrece el caso. Es uno de los más solemnes te­mas que el Espíritu de Dios nos presenta, al cual todo verdadero cristiano debe prestar la atención merecida.
Pero este tema y el pasaje que lo trata no están en el marco de nuestras líneas; queremos sin embargo en­comendar encarecidamente su lectura a todo creyente que toma a pecho los intereses y el bien del pueblo de Dios aquí en esta tierra.
★★★

Danos, Señor, mayor poder de tu Espíritu para al­canzar la profundidad y la plenitud de tu Palabra, para descubrir en ella nuevas bellezas... "Señor, abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley" (Salmo 119,18).

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