(Léase Números 13)
El
gran principio de la vida divina es la fe —una fe sencilla, enérgica y
sincera—, una fe que simplemente se apropia y goza de todo lo que Dios ha dado;
una fe que pone al alma en posesión de las realidades eternas y la mantiene
allí de una manera habitual. Esto es cierto en cuanto al pueblo de Dios en
todas las épocas; la divisa divina es siempre: “Conforme a vuestra fe os sea
hecho” (Mateo 9:29). No hay ningún límite. La fe se puede apoderar de todo lo
que Dios revela; y todo lo que la fe puede asir, el alma lo puede disfrutar de
forma permanente.
Bueno
es tener esto presente. Todos nosotros vivimos muy pero muy por debajo del
nivel de nuestros privilegios. Muchos de nosotros estamos satisfechos con
movernos a gran distancia del bendito Centro de todos nuestros gozos. Estamos
simplemente contentos con conocer la salvación, cuando no gustamos sino poco de
la santa comunión con la persona del Salvador. Meramente nos conformamos con
saber que existe una relación, sin cultivar, con ahínco y celo, los afectos que
pertenecen a la misma. Ésta es la causa de gran parte de nuestra frialdad y
esterilidad. Así como en el sistema solar cuanto más lejos del sol se halla un
planeta, más frío es su clima y más lento su movimiento, así también, en el
«sistema espiritual», cuanto más uno se aleje de Cristo más frío será el estado
de su corazón respecto a Él y más lento su movimiento en torno a Él. En cambio,
el fervor y la presteza serán siempre el resultado de una sentida cercanía a
ese Sol central, a esa gran Fuente de calor y luz.
Cuanto
más penetremos en el poder del amor de Cristo y más realicemos su permanente
presencia con nosotros, más intolerable sentiremos que es estar un minuto lejos
de él. Todo aquello que tienda a alejar nuestros corazones de él o que se
interponga entre él y nuestra alma, ocultando la luz de su bendita faz, será
temido y evitado. El corazón que haya aprendido de veras algo del amor de
Cristo, no puede vivir sin Él; es más, puede desprenderse de todo por este
amor. Cuando está lejos de él, nada siente excepto la tenebrosidad de la medianoche
y la helada brisa del invierno. Pero, en su presencia, el alma puede remontarse
hacia arriba como la alondra que se eleva por el azul y brillante cielo para
saludar, con su alegre canto, a los rayos del sol que asoman por la mañana.
No
hay nada que ponga más de manifiesto la tan profundamente arraigada incredulidad
de nuestros corazones que el hecho de que seamos tan pocos los que pensamos alguna
vez en aspirar a ir más allá del simple alfabeto, cuando nuestro Dios querría
tenernos gozando la comunión con las más elevadas verdades. Nuestros corazones
no suspiran —como deberían— por los más altos senderos de la erudición
espiritual. Nos conformamos con tener asentados los cimientos, y no nos
preocupamos —como deberíamos— por añadir todo lo atinente al edificio
espiritual. Claro está que no podemos prescindir del alfabeto o fundamento;
ello sería, evidentemente, imposible. El erudito más avanzado tiene que llevar
consigo el alfabeto, y cuanto más alto se construya el edificio, más se hará
sentir la necesidad de un fundamento sólido.
Pero
consideremos al pueblo de Israel. Su historia está llena de ricas instrucciones
para nosotros. “Están escritas para amonestarnos a nosotros” (1.ª Corintios
10:11). Debemos contemplar a los israelitas en tres posiciones diferentes, a
saber:
— resguardados
por la sangre,
— triunfantes
sobre Amalec, e
— introducidos
en la tierra de Canaán.
Ahora
bien; está claro que un israelita en la tierra de Canaán no había perdido en
absoluto el valor de los dos primeros puntos. No se hallaba menos eximido de
juicio ni menos liberado de la espada de Amalec porque estuviera en la tierra
de Canaán. De ninguna manera; la leche y la miel, las uvas y las granadas de
esa hermosa tierra no podrían hacer otra cosa que acrecentar el valor de esa
preciosa sangre que los había preservado de la espada del heridor, y aportar la
prueba más indubitable de haber escapado de las crueles garras de Amalec.
Sin
embargo, nadie se atrevería a decir que un israelita no debía haber buscado
nada más allá de la sangre rociada en el dintel. Claro está que él debía haber
fijado su mirada en las colinas cubiertas de viñas de la tierra prometida, y
haber dicho: «Ahí yace la heredad que me ha sido destinada y, por la gracia del
Dios de Abraham, no estaré satisfecho ni tranquilo hasta que plante
triunfalmente mi pie sobre ella». El dintel ensangrentado era el punto de
partida; la tierra prometida, la meta. Era el alto privilegio de Israel no sólo
tener la seguridad de la plena liberación de la mano de Faraón y de la espada
de Amalec, sino también cruzar el Jordán y arrancar las dulcísimas uvas de
Escol. Era un pecado y una vergüenza que, teniendo ante sí los frondosos
racimos de Escol, ellos pudiesen alguna vez desear “los puerros, las cebollas y
los ajos” de Egipto.
Pero
¿a qué se debió esto? ¿Qué fue lo que los detuvo? Precisamente aquello tan aborrecible
que día a día y momento a momento nos priva del precioso privilegio de subir
los más altos escalones de la vida divina. Y ¿de qué se trata? ¡De la
INCREDULIDAD! “Y vemos que no pudieron entrar a causa de incredulidad” (Hebreos
3:19). Esto fue lo que hizo que Israel anduviera errante por el desierto durante
cuarenta tediosos años. En lugar de mirar el poder de Jehová para hacerlos entrar
en la tierra, miraron el poder del enemigo para impedir que entraran en ella.
Así fue cómo fracasaron. En vano los espías —a quienes ellos mismos propusieron
que fueran enviados (Deuteronomio 1:22)(*) — dieron un muy
atractivo informe del carácter de la tierra. En vano pusieron ante los ojos de
la congregación un racimo de las uvas de Escol, tan voluminoso que tuvo que ser
traído por dos hombres en un palo. Todo fue inútil. El espíritu de incredulidad
se había apoderado de sus corazones. Una cosa era admirar las uvas de Escol
cuando fueron traídas hasta la entrada de sus tiendas por la energía de
otros, y otra muy distinta era ir uno mismo, con la energía de
la fe personal, a arrancar esas uvas.
Y,
si doce hombres pudieron llegar hasta Escol, ¿por qué no seiscientos
mil? ¿Acaso la misma mano que protegió a los primeros no podía proteger del
mismo modo a los últimos? La fe dice: «Sí», pero la incredulidad evade la
responsabilidad y se acobarda ante las dificultades. El pueblo no estaba más
deseoso por seguir avanzando después del retorno de los espías que antes de que
ellos fuesen enviados. Se hallaba en un estado de incredulidad, tanto al
principio como al final. Y ¿cuál fue el resultado de ello? ¿Por qué de
seiscientos mil hombres que salieron de Egipto sólo dos tuvieron
la energía suficiente para plantar sus pies en la tierra de Canaán? Esto nos
relata algo; profiere una voz que resuena con fuerza; nos enseña una lección.
¡Ojalá que tengamos oídos para oír y corazones para entender!
Algunos
tal vez puedan argüir que todavía no había llegado el tiempo para que Israel
entrara en la tierra de Canaán, porque “aún no había llegado a su colmo la
maldad del Amorreo” (Génesis 15:16). Esto se trata sólo de un lado
del asunto, cuando debemos considerar los dos lados. El
apóstol declara expresamente que Israel no pudo “entrar a causa de incredulidad”
(Hebreos 3:19). No aduce como razón “la maldad del Amorreo” ni ningún secreto
consejo de Dios respecto a él. Simplemente da como razón la incredulidad del
pueblo. Los israelitas, de haberlo querido, podrían haber entrado en la tierra.
Nada puede ser más injustificado que hacer uso de los inescrutables consejos y
decretos de Dios con el objeto de arrojar por la borda la solemne responsabilidad
del hombre. ¿Debemos resignarnos a abandonar la culpable desidia de la incredulidad
como causa del fracaso del pueblo debido a eternos decretos de Dios acerca de
los cuales no sabemos nada? Afirmar tal cosa sólo puede ser tildado de
«extravagancia monstruosa»; es el indefectible resultado de forzar una verdad
hasta el punto de interferir el espectro de acción de otra verdad igualmente
importante. Debemos dar a cada verdad el lugar que le corresponde. Somos muy
propensos a irnos a los extremos, a desarrollar una verdad aislada sin dejar
que otra, igualmente importante, siquiera eche raíces. Sabemos que, a menos que
Dios bendiga la labor del labrador, no habrá cosecha en el tiempo de la siega.
Ahora bien; ¿acaso esto exime el diligente uso del arado y de la trilla? Por
cierto que no, pues el Dios que ha designado la cosecha como el fin,
es el mismo que estableció la paciente labor como el medio.
Lo
mismo sucede en el mundo espiritual. El fin establecido por Dios nunca debe separarse
del medio designado por él. Si Israel hubiera confiado en Dios y hubiese subido
a la tierra, la congregación entera se habría deleitado con los exuberantes
racimos de Escol. Pero no lo hizo. Las uvas se veían, sin duda, deleitosas;
esto era evidente para todos. Los espías se vieron constreñidos a admitir que
la tierra fluía leche y miel. Sin embargo, no faltó un «pero». ¿Por qué? Porque
no confiaban en Dios. Él ya había declarado a Moisés el carácter de la tierra,
y su testimonio debió haber sido ampliamente suficiente. Había dicho, del modo
más absoluto: “He descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos
de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y
miel...” (Éxodo 3:8). ¿Esto no debió ser suficiente? ¿La descripción de Jehová
no era mucho más confiable que la del hombre? Sí, para la fe, pero no para la incredulidad.
Esta última nunca se siente satisfecha con el testimonio de Dios, sino que debe
tener el testimonio de los sentidos naturales. Dios había dicho que era una
tierra que “fluye leche y miel”. Los espías lo reconocieron. Pero luego
prestaron oídos al «aditivo humano»: “Mas el pueblo que habita
aquella tierra es fuerte, y las ciudades muy grandes y fortificadas; y
también vimos allí a los hijos de Anac... También vimos allí
gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a
nuestro parecer, como langostas; y así les parecíamos a
ellos” (Números 13:28, 33).
Y
así fue cómo obraron. Ellos “vieron” solamente las amenazadoras murallas y los
gigantes altos como torres. No vieron a Jehová, porque miraron con los ojos de
los sentidos y no con los ojos de la fe. Dios quedaba excluido. Él jamás es
tenido en cuenta en los cálculos de la incredulidad. Ésta podrá ver murallas y
gigantes, pero no puede ver a Dios. Es la fe solamente la que puede sostenerle
a uno “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Los espías podían declarar lo
que ellos eran según su propio parecer y el de los gigantes,
pero no se dice una sola palabra acerca de lo que ellos eran según el
parecer de Dios. Nunca pensaron en él. La tierra era todo lo que uno podía
desear, pero las dificultades eran demasiado grandes para ellos, y
no tuvieron fe para confiar en Dios. La misión de los espías resultó fallida.
Los israelitas “aborrecieron la tierra deseada” (Salmo 106:24), y “en sus
corazones se volvieron a Egipto” (Hechos 7:39).
Esto
lo resume todo. La incredulidad impidió que Israel arrancara las uvas de Escol,
y lo envió de vuelta a errar por el desierto durante cuarenta años; y estas
cosas “están escritas para amonestarnos a nosotros”. ¡Ojalá que podamos sopesar
la lección con solemnidad y oración! De seiscientos mil hombres que salieron de
Egipto ¡solamente dos plantaron sus pies en los fecundos collados de Palestina!
Aquéllos cruzaron el mar Rojo, triunfaron sobre Amalec, pero se acobardaron y
retrocedieron ante “los hijos de Anac”, por más que para Jehová estos últimos
no fueran superiores a los primeros.
Ahora
bien; que el lector cristiano pondere todo esto. El principal objetivo de este
artículo es animarle a que suba a los más altos escalones de la vida de fe, y
ande por ellos con la energía de una absoluta e inquebrantable confianza en
Cristo. Una vez que tenemos puesto nuestro sólido fundamento en la sangre de la
cruz, nuestro privilegio no es únicamente el de obtener la victoria sobre
Amalec (o sobre el pecado que mora en nosotros), sino también el de saborear el
grano de la tierra de Canaán, el de arrancar las uvas de Escol y el de
deleitarnos con las fuentes que destilan leche y miel. En otras palabras,
entrar en las vivas y elevadas experiencias que fluyen de la habitual comunión
con un Cristo resucitado, con quien estamos unidos por el poder de una vida
imperecedera. Una cosa es saber que nuestros pecados fueron borrados por la
sangre de Cristo, y otra es saber que Cristo ha destruido el poder del pecado
que habita en nosotros. Y otra cosa aun más elevada es vivir en una inquebrantable
comunión con él. No es que perdamos el sentido de las dos primeras cosas cuando
vivimos por el poder de la última. Todo lo contrario. Cuanto más cerca de
Cristo camine yo, más le tendré habitando por la fe en mi corazón; más valoraré
todo lo que ha hecho por mí, tanto al quitar mis pecados como al subyugar por
completo mi vieja naturaleza. Cuanto más alto sea el edificio, más valoraré el
sólido fundamento que lo sostiene. Es un gran error suponer que aquellos que se
desenvuelven en las más altas esferas de la vida espiritual pueden subestimar
el título en virtud del cual son capaces de acceder a ellas. ¡Oh, no! El
lenguaje de aquellos que han entrado en el más recóndito lugar del supremo santuario
es: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis
1:5). Sus labios hablan del amor del corazón de Cristo y de la sangre de su
cruz. Cuanto más se acercan al trono, más se embeben del valor de aquello que
los colocó en tan sublime elevación. Y lo mismo en lo relativo a nosotros:
cuanto más respiremos la atmósfera de la presencia divina —cuanto más pisemos,
en espíritu, los atrios del santuario celestial— más alta será nuestra estima
de las riquezas del amor que nos redimió. Arrancar las uvas de Escol en la
Canaán celestial más profundo sentido del valor de esa preciosa sangre que nos
fue por escudo ante la espada del heridor.
No
seamos, pues, disuadidos de aspirar a una más elevada y entrañable consagración
a Cristo por un falso temor de subestimar esas preciosas verdades que llenaron
nuestros corazones de la paz celestial cuando emprendimos la marcha al
principio de nuestra carrera cristiana. El enemigo utilizará todo lo que esté a
su alcance a fin de impedir que el Israel espiritual plante el pie de la fe en
la Canaán espiritual. Procurará mantenerlos ocupados consigo mismos y con las
dificultades que se presentan en su camino hacia lo alto. Él sabe que, cuando
uno ha comido realmente las uvas de Escol, ya no se trata de una cuestión de
escapar de Faraón o de Amalec, y por ello pone delante de su paso las murallas
y los gigantes, así como su propia insignificancia, debilidad e indignidad.
Pero la respuesta es simple y contundente: ¡confianza! ¡Confianza!
¡Confianza! Sí, desde la sangre en el dintel en Egipto hasta las extraordinarias
y exquisitas uvas de Escol, todo es simple, absoluta e indubitable confianza en
Cristo. “Por la fe celebraron la pascua y la aspersión de la sangre” y “por la
fe cayeron los muros de Jericó” (Hebreos 11:28, 30). Desde el lugar de partida
hasta la meta, y durante todo el período intermedio, “el justo por la fe vivirá”
(Romanos 1:17).
Pero
nunca olvidemos que esta fe implica la absoluta entrega del corazón a Cristo,
así como la plena aceptación de Cristo por el corazón. Lector, sopesemos esto
con la mayor gravedad. Cristo debe ser enteramente para el corazón y el corazón
enteramente para Cristo. Separar estas cosas es ser –tal cual alguien lo ha
señalado– «como un bote con un solo remo, que da vueltas y vueltas alrededor de
sí, pero que no es capaz de avanzar un solo metro, siendo arrastrado únicamente
por la corriente; o como un pajarillo con una ala quebrada que revolotea como
remolino, cayendo a tierra una y otra vez». Esto se pierde de vista demasiado a
menudo, y por ello el rumbo se torna incierto y la experiencia fluctuante. No
hay progreso. Uno no puede esperar ir con Cristo de una mano y con el mundo de
la otra. Nunca podremos deleitarnos con “las uvas de Escol” entretanto nuestros
corazones estén anhelando “las ollas de carne” de Egipto (Éxodo 16:3).
Quiera
el Señor darnos un corazón íntegro –un ojo bueno– y una mente recta. Ojalá que
tengamos por único objeto de nuestras almas avanzar hacia lo alto sin dar un
solo paso atrás. Tenemos todo divina y eternamente asegurado por la sangre de
la cruz; prosigamos, pues, con santa energía y entereza “a la meta, al premio
del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:14).
¡Oh, maravillosa gracia! ¡Oh,
divino amor!
manifestados al darnos
semejante hogar.
Renunciemos a las cosas
presentes
y busquemos el descanso por
venir.
Tengamos todo lo demás por
basura y escoria;
prosigamos la carrera hasta la
meta;
luchemos hasta ganar la corona
de vida.
(Traducción
literal)
(*)Nota del Autor― Es
importante notar que la propuesta de enviar a los espías tuvo su origen en
Israel. “Y vinisteis a mí todos vosotros, y dijisteis: Enviemos
varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos
traigan razón del camino por donde hemos de subir, y de las ciudades adonde hemos
de llegar” (Deuteronomio 1:22). Una fe sencilla y natural les habría enseñado
que Aquel que los condujo fuera de Egipto, a través del mar Rojo y a lo largo
del desierto era capaz de conducirlos hasta entrar en Canaán, de mostrarles el
camino y de decirles todo acerca de ello. Pero, lamentablemente, ¡quisieron
apoyarse en un brazo de carne! El carro de Jehová, moviéndose majestuosamente
delante de las huestes, no era suficiente para ellos. Quisieron “enviar varones
delante de sí”. Dios no era suficiente. ¡Ah, qué corazones tenemos! ¡Cuán poco
conocemos a Dios y cuán poco, pues, confiamos en él!
Sin
embargo, algunos pueden decir: «¿Acaso no fue Jehová el que mandó a Moisés que
enviara los espías?» (Números 13:1-3). Es cierto; y Jehová mandó a Samuel que
ungiera un rey sobre Israel (1 Samuel 8:22). ¿Acaso ello los exime del pecado
de pedir un rey y rechazar así a Jehová? Por cierto que no. Pues bien, la misma
aplicación tenemos con respecto a los espías. La incredulidad del pueblo lo
llevó a pedir espías, y Jehová le dio espías. La misma incredulidad lo llevó a
pedir un rey, y Jehová le dio un rey. “Y él les dio lo que pidieron; mas envió
mortandad sobre ellos” (Salmo 106:15). ¡Cuán a menudo ocurre lo mismo con
nosotros!
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