domingo, 1 de junio de 2014

“Cumplido está” Pensamientos sobre el Salmo 22 (Parte VI)

«Tú destruiste todo el esfuerzo del infierno y de la muerte»


Después de los versículos 16 a 18, tan destacables por su precisión profética, de la cual Cristo debía conocer toda la realidad "a fin de que se cumpliese la Escritura ", él apela a aquel que había sido su fuerza durante toda su vida (v. 19 a 2 l ). En Getsemaní "ofreció oraciones y también súplicas, con vehemente clamor y lágrimas, a aquel que era poderoso para librarle de la muerte" (Hebreos 5: 7). A él se dirige aún, en la hora misma en que deberá exclamar: "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado? ". Ya le hemos oído decir, en el versículo 11: "¡No te alejes de mí!". Repite esta súplica en el versículo 19: "¡Mas tú, oh Jehová, no te alejes...!" No dice "Dios mío", sino "Jehová", ¡tú que no cambias, tú que siempre eres fiel, tú que siempre has sido mi fuerza y mi liberación! Estas ardientes plegarias del Señor ¿quién las podrá sondear jamás? ¿Quién podrá medir la angustia y el horror de su alma durante esas horas tenebrosas? "¡Jehová, no te alejes!". Sentía que Jehová se alejaba de él, que estaba obligado a alejarse.
Se ve qué terrible asalto dirigía Satanás contra Cristo durante esas horas de las cuales el Señor había dicho a los hombres, instrumentos de Satanás, venidos para arrestarle: "...ésta empero es la hora vuestra, y la potestad de las tinieblas" (Lucas 22:53). Como otrora el filisteo con todas sus armas, el Enemigo avanza aquí con un completo arsenal de violencia, de maldad, de malicia y de corrupción. ¡Qué grito de dolor escapa del corazón del Señor en ese momento! Siente todo el furor de Satanás, su rabia, su odio en sus múltiples formas. Entonces exclama: "¡Sálvame de la boca del león!"
No parece, hablando con propiedad, que se pueda llamar combate a lo que pasó en la cruz entre Cristo y Satanás. En efecto, aquí no hay lucha, como en el desierto, cuando Jesús respondía al adversario por medio de la irresistible espada de la Palabra de Dios, o como en Getsemaní, donde la angustia del combate hacía manar su sudor como gotas de sangre que caían sobre la tierra. Satanás lo asalta, por cierto, y desesperadamente, pero se ensaña contra un Cristo sin defensa, quien no tiene más batalla que librar, ya que ha aceptado la copa, por lo cual no le opone ninguna resistencia. Las flechas y los dardos encendidos del príncipe de las tinieblas se agotan en vano contra la perfección de nuestro Señor Jesucristo. De esta extraordinaria manera fue obtenido el más clamoroso triunfo, una victoria no consignada en los anales de los pueblos, pero que exaltará durante la eternidad el cántico de los rescatados. « ¡Tuya, Jesús, fue la victoria en la cruz!».
Aunque es preciso ser prudente en la interpretación de las expresiones que describen los diversos sufrimientos del Señor, parece que se puede ver en la espada, en el poder (1) del perro y en la boca del león lo que Cristo soportó respectivamente de parte de Dios, de los hombres y de Satanás. La espada de Jehová se despertó contra el hombre socio suyo (Zacarías 13:7). Recordamos que el grito del primer versículo fue lanzado al final de las tres horas sombrías, hacia la hora novena. Cuando el Señor, presa de los dolores provocados por los hombres y Satanás, grita a Dios, es para comprobar que tampoco de ese lado hay algo para él; y no sólo que no hay nada a su favor (En francés (versión J.N.D.): "la patte" (la pata)) volviéndose hacia Dios, sino que Dios está contra él. Precisamente allí está lo que ha sido llamado el «misterio de misterios». Su grito hacia Dios ante el sufrimiento, recibió por respuesta el desamparo y la cólera. En el curso de su vida, como ya ha sido señalado varias veces, Cristo, por más humilde y desprovisto que haya sido -pues fue un hombre desprovisto, ya que su vida entera es la de un hombre que no tenía nada- en el curso de su vida tuvo a Dios consigo, y dio pruebas de fuerza y de poder al cumplir en ella innumerables milagros. Pero aquí, en la cruz, no hay el menor despliegue de poder exterior de su parte, no hay ningún milagro; sólo debilidad. Por eso dice él "mi fuerza", asumiendo la debilidad humana de una manera absoluta. La cruz era eso para Cristo: el sentimiento de una debilidad completa y de una debilidad aceptada. Fue crucificado -como está escrito- "en debilidad" (2 Corintios 13:4). Como ya lo hemos considerado un poco, durante estas horas no vemos ningún ejercicio de poder, ningún rasgo de cualquier clase de heroísmo, ningún arranque de voluntad como lo tienen los hombres, sino el abandono de toda voluntad, la aceptación consciente de todo lo que debía encontrar. ¡Y pensar que el Señor -quien ante todo era Dios, creador de todo, y quien tenía entre sus manos todo poder- aquí confiesa su debilidad! Es una maravilla moral que se agrega a las otras suyas. Ya no esconde más su debilidad, como así tampoco escondía su vergüenza. En eso también brilla su total perfección.
           Como se ha dicho, ha habido fieles que experimentaron, en el curso de los tiempos, algo de esta vergüenza en una muerte ignominiosa, pero hay entre ellos y el Señor una diferencia inmensa, además de lo que se refiere a la perfección: los santos siempre pueden contar, en el momento de la prueba, con el auxilio de Dios, mientras que Cristo debió probar que Dios estaba contra él. Incluso a causa de ello todos los cristianos pueden estar seguros de que Dios no los abandonará jamás; no los abandonará jamás porque abandonó al único que merecía no ser abandonado. No hemos terminado de meditar acerca de este punto, pues lo haremos eternamente. Es de la mayor importancia que la Iglesia, en cada asamblea local, no lo olvide.

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