«Tú destruiste todo el esfuerzo del infierno y de la muerte»
Después de los versículos 16 a 18, tan destacables por su precisión
profética, de la cual Cristo debía conocer toda la realidad "a fin de que
se cumpliese la Escritura ", él apela a aquel que había sido su fuerza
durante toda su vida (v. 19 a 2 l ). En Getsemaní "ofreció oraciones y
también súplicas, con vehemente clamor y lágrimas, a aquel que era poderoso
para librarle de la muerte" (Hebreos 5: 7). A él se dirige aún, en la hora
misma en que deberá exclamar: "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has
desamparado? ". Ya le hemos oído decir, en el versículo 11: "¡No te
alejes de mí!". Repite esta súplica en el versículo 19: "¡Mas tú, oh
Jehová, no te alejes...!" No dice "Dios mío", sino
"Jehová", ¡tú que no cambias, tú que siempre eres fiel, tú que
siempre has sido mi fuerza y mi liberación! Estas ardientes plegarias del Señor
¿quién las podrá sondear jamás? ¿Quién podrá medir la angustia y el horror de
su alma durante esas horas tenebrosas? "¡Jehová, no te alejes!".
Sentía que Jehová se alejaba de él, que estaba obligado a alejarse.
Se ve qué terrible asalto dirigía Satanás contra Cristo durante esas
horas de las cuales el Señor había dicho a los hombres, instrumentos de
Satanás, venidos para arrestarle: "...ésta empero es la hora vuestra, y la
potestad de las tinieblas" (Lucas 22:53). Como otrora el filisteo con
todas sus armas, el Enemigo avanza aquí con un completo arsenal de violencia,
de maldad, de malicia y de corrupción. ¡Qué grito de dolor escapa del corazón
del Señor en ese momento! Siente todo el furor de Satanás, su rabia, su odio en
sus múltiples formas. Entonces exclama: "¡Sálvame de la boca del
león!"
No parece, hablando con propiedad, que se pueda llamar combate a lo que
pasó en la cruz entre Cristo y Satanás. En efecto, aquí no hay lucha, como en
el desierto, cuando Jesús respondía al adversario por medio de la irresistible
espada de la Palabra de Dios, o como en Getsemaní, donde la angustia del
combate hacía manar su sudor como gotas de sangre que caían sobre la tierra.
Satanás lo asalta, por cierto, y desesperadamente, pero se ensaña contra un
Cristo sin defensa, quien no tiene más batalla que librar, ya que ha aceptado
la copa, por lo cual no le opone ninguna resistencia. Las flechas y los dardos
encendidos del príncipe de las tinieblas se agotan en vano contra la perfección
de nuestro Señor Jesucristo. De esta extraordinaria manera fue obtenido el más
clamoroso triunfo, una victoria no consignada en los anales de los pueblos,
pero que exaltará durante la eternidad el cántico de los rescatados. « ¡Tuya,
Jesús, fue la victoria en la cruz!».
Aunque es preciso ser prudente en la interpretación de las expresiones
que describen los diversos sufrimientos del Señor, parece que se puede ver en
la espada, en el poder (1) del perro y en la boca del león lo que Cristo
soportó respectivamente de parte de Dios, de los hombres y de Satanás. La espada
de Jehová se despertó contra el hombre socio suyo (Zacarías 13:7). Recordamos
que el grito del primer versículo fue lanzado al final de las tres horas
sombrías, hacia la hora novena. Cuando el Señor, presa de los dolores
provocados por los hombres y Satanás, grita a Dios, es para comprobar que
tampoco de ese lado hay algo para él; y no sólo que no hay nada a su favor (En
francés (versión J.N.D.): "la patte" (la pata)) volviéndose hacia
Dios, sino que Dios está contra él. Precisamente allí está lo que ha sido
llamado el «misterio de misterios». Su grito hacia Dios ante el sufrimiento,
recibió por respuesta el desamparo y la cólera. En el curso de su vida, como ya
ha sido señalado varias veces, Cristo, por más humilde y desprovisto que haya
sido -pues fue un hombre desprovisto, ya que su vida entera es la de un hombre
que no tenía nada- en el curso de su vida tuvo a Dios consigo, y dio pruebas de
fuerza y de poder al cumplir en ella innumerables milagros. Pero aquí, en la
cruz, no hay el menor despliegue de poder exterior de su parte, no hay ningún
milagro; sólo debilidad. Por eso dice él "mi fuerza", asumiendo la
debilidad humana de una manera absoluta. La cruz era eso para Cristo: el
sentimiento de una debilidad completa y de una debilidad aceptada. Fue
crucificado -como está escrito- "en debilidad" (2 Corintios 13:4).
Como ya lo hemos considerado un poco, durante estas horas no vemos ningún
ejercicio de poder, ningún rasgo de cualquier clase de heroísmo, ningún
arranque de voluntad como lo tienen los hombres, sino el abandono de toda
voluntad, la aceptación consciente de todo lo que debía encontrar. ¡Y pensar
que el Señor -quien ante todo era Dios, creador de todo, y quien tenía entre
sus manos todo poder- aquí confiesa su debilidad! Es una maravilla moral que se
agrega a las otras suyas. Ya no esconde más su debilidad, como así tampoco
escondía su vergüenza. En eso también brilla su total perfección.
Como se ha dicho, ha habido fieles que
experimentaron, en el curso de los tiempos, algo de esta vergüenza en una
muerte ignominiosa, pero hay entre ellos y el Señor una diferencia inmensa,
además de lo que se refiere a la perfección: los santos siempre pueden contar,
en el momento de la prueba, con el auxilio de Dios, mientras que Cristo debió
probar que Dios estaba contra él. Incluso a causa de ello todos los cristianos
pueden estar seguros de que Dios no los abandonará jamás; no los abandonará
jamás porque abandonó al único que merecía no ser abandonado. No hemos
terminado de meditar acerca de este punto, pues lo haremos eternamente. Es de
la mayor importancia que la Iglesia, en cada asamblea local, no lo olvide.
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