domingo, 1 de junio de 2014

LOS FILIPENSES

Durante su segundo viaje misionero, el apóstol Pablo llegó a Europa y se detuvo en Filipos (Hechos 16). La brillante antorcha del Evangelio que llevaba, encendió en esta ciudad muchos luminares. Y estos creyentes, ligados por el Espíritu Santo al cuerpo de Cristo en la tierra, formaron un testimonio local, una lámpara que difundió abundantemente su luz en medio de un mundo pagano.
Dentro de lo posible, el apóstol visitaba al menos dos veces a las jóvenes iglesias, para fortalecerlas en la fe y para corregir a tiempo los posibles desvíos de la verdad que pudiesen tomar. Por eso volvió a Filipos durante su tercer viaje misionero (Hechos 20:1-6).
Desde entonces, los años habían pasado y el após­tol se hallaba prisionero en Roma (Filipenses 1:17; 4:22. ¿Qué era de los filipenses? Jesús, su Señor y su gran Pastor, los habían cuidado en todos estos años y los había guardado. Pablo, su fiel siervo, tampoco los había dejado librados a sí mismos. Siempre, en todas sus oraciones, había intercedido por ellos ante el trono de la gracia (1:4). ¿Quedaría esto sin fruto? Cierta­mente que no. Esto se manifestó por su comunión en el Evangelio.
Desde el "principio de la predicación del evange­lio", mientras aún eran «jóvenes» en la fe, los filipenses le habían mandado al apóstol dos veces un don cuando partió de Macedonia, lo que ninguna otra iglesia había hecho (Filipenses 4:15). Más tarde, cuando el apóstol hizo otra visita a Filipos, los filipenses pasaban por una gran tribulación, pero igualmente habían hecho una colecta para los creyentes de Judea, quienes se hallaban en una indigencia total a causa de las persecuciones. Pablo escribe respecto de esto: "en grande prueba de tribulación" (se trata de las iglesias de Macedonia a las que pertenecía Filipos) "la abundancia de su gozo y su profunda pobreza abundaron en riquezas de su genero­sidad. Pues doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus fuerzas, y aún más allá de sus fuerzas, pidiéndonos con muchos ruegos que les concediésemos el privilegio de participar en este servicio para los san­tos" (2 Corintios 8:2-4). Y una vez más —ahora con el apóstol cautivo y padeciendo necesidad—, los filipen­ses le mandaron a Epafrodito para entregarle su don, a pesar de que ellos mismos sufrían necesidad (Filipen­ses 4:18-19).
¿No era éste un testimonio conmovedor del amor que los filipenses tenían para con su Señor, el apóstol y todos los creyentes? Allí donde podía verse semejante amor, no podía esperarse un estado del corazón sino bueno. Era una prueba de que no había lugar para el mundo en estos corazones, sino sólo para el Señor, para su obra y para sus intereses.
El apóstol llama esto "vuestra comunión en el evangelio, desde el primer día hasta ahora". Y estaba persuadido de que Dios, que comenzó en ellos la buena obra, la perfeccionaría hasta el día de Jesucristo (1:5-6). ¡Qué hermosa y bendita es la vida de un creyente cuando, por la gracia de Dios, sigue este camino desde su conversión hasta el fin! El Señor recompensará rica­mente a aquel que le honra de esta manera.
La comunión en el Evangelio naturalmente incluye aspectos múltiples y, en el caso de los filipenses, no se limitaba a los dones materiales para los siervos del Señor y para los creyentes necesitados. Así es como lee­mos más adelante.

2) Tenían al apóstol "en el corazón" (Filipenses 1:7; versión francesa de J.N.D.)
Para explicar el sentido de esta expresión, tome­mos el ejemplo de un joven cristiano a quien el Señor ha dotado y ha llamado a su servicio a un lugar lejano. Para los padres cristianos, es un gran sacrificio dejar que su hijo se vaya tan lejos. Sin embargo, lo tienen en su corazón. Lo acompañan en el pensamiento durante su viaje y esperan sus noticias con impaciencia. Se interesan profundamente en todo lo que encuentra, en sus esfuerzos, en el fruto de su trabajo, en los peligros que lo acechan, en su bienestar personal. Cada día se acercan al trono de la gracia para interceder por él según las noticias que reciben. ¡Qué alentador ha de ser para el joven poder pensar: mis padres participan ple­namente en lo que vivo y en mi servicio aquí; real­mente oran por mí puesto que estoy en su corazón!
Exactamente de esta manera estaba el apóstol Pablo en el corazón de los filipenses. Esto también era para él un gran aliento y un profundo consuelo.
Lo mismo se había producido ya desde los prime­ros días en que pasó por Filipos: tan pronto como el
Señor abrió el corazón de Lidia, Sus enviados, Pablo y sus compañeros en la obra, hallaron lugar en él. Ella les abrió su casa y los obligó a aceptar su hospitalidad, lo que significaba mucho trabajo para ella y posiblemente hasta persecución (Hechos 16:12-15). Lo mismo suce­dió con el carcelero. Si su trabajo rudo podía haberle hecho insensible, la fe en cambio derramó el amor en su corazón. Sus primeros impulsos fueron en favor de estos siervos de Dios. "Y él, tomándolos en aquella misma hora de la noche, les lavó las heridas" (v. 33). Esto también era "comunión en el evangelio".

Al escribir el apóstol esta carta, sabía que podía contar con el gran interés de los filipenses en toda la obra del Señor y en sus circunstancias personales, por­que él estaba "en su corazón". Ellos sabían que el Señor le había escogido para "llevar su nombre en pre­sencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel" (Hechos 9:15) y que había recibido una respon­sabilidad particular para "la defensa y confirmación del evangelio" (Filipenses 1:7, 17). ¿Cómo podían ayudarle a este respecto?: Siendo todos "participantes con él de la gracia" (v. 7) en este servicio. Pablo no podía cumplir esta difícil obra sin valerse de la gracia de Dios en todo; y ellos no podían ayudarle sino sosteniéndole y reclamando en favor de él esta gracia por medio de fervientes oraciones.
El corazón incrédulo puede preguntarse si la intercesión ayuda realmente o si esto no depende ante todo de la capacidad, de la pericia y de las armas del combatiente. Una experiencia sobrecogedora del pueblo de Israel podrá ayudarnos a comprender la verdad res­pecto de esto: Josué y el pueblo combatían contra Ama­lec. Sin embargo, Moisés, Aarón y Hur estaban sobre la cumbre del collado. "Y sucedía que cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; más cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalee" (Éxodo 17:9-11). Con la misma capacidad, la misma fuerza natural y las mismas armas, el pueblo prevalecía o retrocedía, sin que se pudiera explicar. El secreto solamente consistía en el hecho de que el que oraba en la montaña alzara o bajara su mano. El apóstol también conocía este secreto. Sin la intercesión, la victoria de la Palabra se ponía en duda. Porque ella abre "puerta para la pala­bra" (Colosenses 4:3) y da denuedo y fuerza para anunciarla (Efesios 6:19-20). Por eso, en sus cartas Pablo animaba siempre de nuevo a los hermanos y hermanas, diciendo: "Orad por nosotros" (1 Tesalonicenses 5:25). Tenían que orar "en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu", y justamente "velar en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí" (Efesios 6:18-19). Pero, tal como sucede con el que combate en el frente, el que ora tiene que saber dónde atacar, lo que se trata de defender, dónde hay peligro y cuáles son las intenciones del enemigo. Por esta razón, el apóstol da aquí a sus amados filipenses, que le tenían en su corazón, informes exactos sobre el lugar de su combate actual en Roma (Filipenses 1:12-18). Estaba seguro de que, en vista de las circuns­tancias que les describía, combatirían por él en oración (v. 19). Además, los filipenses sabían que la "defensa del evangelio" del cual el apóstol se encargaba muy particularmente, concernía al Evangelio completo, o sea, a la totalidad de las verdades relativas a la salva­ción en Cristo, a Cristo mismo, y a los consejos de Dios en cuanto a su Persona y a los que estaban ligados a él. Este Evangelio completo, anunciado por Pablo, era acometido por las potestades de las tinieblas. Por eso, era preciso defenderlo. Al orar por el apóstol, los filipenses tenían empeño en esta defensa.
Vemos, pues, cuán importante era que los filipen­ses tuviesen al apóstol "en su corazón". De ello manaba una rica bendición para él, para la obra, para los creyentes en todo lugar y para la propagación del Evangelio.
Pablo ya no está con nosotros. Hoy día, el Señor ha llamado a otros hermanos en el amplio campo de la mies de la tierra, particularmente para la "defensa y confirmación del evangelio". ¿Los tenemos en nuestro corazón? ¿Leemos sus informes? ¿Nos interesan los detalles de su servicio? ¿Estamos preocupados por su bienestar personal? ¿Estamos continuamente "sobre la cumbre del collado" para interceder por nuestros her­manos en el frente y en el combate? No olvidemos que buena parte del éxito de su actividad depende de nues­tra fidelidad respecto de estas cosas.

Para los filipenses, la "comunión en el evangelio" naturalmente no estaba limitada a ayudar al apóstol y a sus compañeros de trabajo, a pesar de que este aspecto del servicio estuviera en el primer plano en la epístola a los filipenses. En su propia ciudad y en su propia región, ellos mismos estaban en la brecha para anun­ciar el Evangelio y defenderlo. El hecho de que se enfrentaban con "los que se oponen", que tenían el pri­vilegio de "padecer por Cristo" y de combatir en el mismo conflicto que el apóstol (Filipenses 1:27-30), era la prueba de que se acercaban a la gente con el Evangelio en la mano para llevarles al Salvador. Tam­bién era la prueba de que la luz de su andar producía contradicción y que tenían que luchar para mantener la sana doctrina. El apóstol sólo les recordaba que tenían que comportarse como es digno del Evangelio (v. 27). Esto demuestra, entre otras cosas, que había un pleno acuerdo entre ellos y que todos "combatían unánimes por la fe del evangelio".
Con lo que precede, valiéndonos de varios ejem­plos de la Palabra, hemos recordado lo que nos ha de caracterizar desde nuestra conversión. Tengamos conti­nuamente presentes estas cosas y andemos en ellas, "desde el primer día hasta ahora", sí, ¡hasta nuestra última hora en este bajo mundo! Ya pronto el Señor va a venir "y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios" (1 Corintios 4:5).
Creced 2009, N°2

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