martes, 3 de abril de 2018

VIDA DE AMOR (Parte IV)



El amor “no se porta indecorosamente”. El amor no es desordenado, excéntrico o indecoroso. Nunca le fal­tan los buenos modales y la cortesía. Aprendamos que hay tal cosa como la etiqueta de la vida cristiana, y tan sólo el amor la conoce y la práctica. El amor busca siem­pre lo propio y conveniente de las cosas. Siempre trata de hacer lo mejor, de la mejor manera posible. El amor es el bien perfecto en armonía perfecta con la vida.
Para cada uno de nosotros, cada hora, hay tan sólo una manera propia de hacer las cosas, la manera del amor. La cortesía no es sino el amor en las pequeñas co­sas. ¿Por qué tan a menudo hacemos el bien de mal mo­do? ¿Por qué hemos de practicar una virtud a expensas de otra? ¿Por qué nuestra honradez ha de despreciar nuestra caridad? ¿Por qué nuestra candidez ha de sobre­pasar nuestra simpatía? ¿Por qué nuestro celo ha de ame­nazar nuestra paciencia? De todos estos acontecimientos proviene lo indecoroso en nuestra vida. Pero el amor “no se porta indecorosamente”. Hay tanta piedad torpe, tanta bondad desatinada, tanta santidad poco atractiva, tanta religión desagradable, pero ¿por qué? Por falta de amor.
¿Recordáis el hombre bienaventurado que el primer Salmo describe como “el árbol plantado junto a arroyos de agua, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace prosperará”? El follaje seguramente ha de ser la etiqueta de la vida cristiana, su cortesía, su bondad, su atención a los detalles. Hay muchos que tie­nen bastante fruto, pero que están completamente des­nudos de hojas.
El amor no es egoísta, sino altruista, “no busca lo suyo”. El que ama no se esfuerza por obtener sus pro­pios derechos, ni ve la utilidad de todas las cosas tan sólo en su propio placer y ventaja, haciendo caso omiso del bien y el placer de otros. El amor no busca lo suyo, pero halla su gozo y riqueza en altruismo en obsequio del servicio. El bien de los demás es siempre el motivo del amor, cualquiera sea su ocupación. Su instrucción es pa­ra iluminar a otros; su labor es para el bien de otros; su oración y fe y sacrificio son para la purificación y con­suelo de otros. El amor se realiza en altruismo; “no bus­ca lo suyo”.
El amor no es irritable, pero de buen genio. Ahora bien, el mal genio no es una mera debilidad de la natu­raleza, no es meramente cuestión de temperamento, aun­que muchos piensan que lo es. Drummond ha dicho del mal genio: “Ninguna forma de vicio, ni la mundanalidad, ni la codicia de oro, ni aun la misma embriaguez contri­buyen tanto a matar el cristianismo en la sociedad como el mal genio”. En amargar la vida, en deshacer comuni­dades, en destruir los lazos más sagrados, en desolar ho­gares, en hacer marchitarse a hombres y mujeres, en qui­tar la frescura de la niñez, en fin, en poder cabal de pro­ducir miseria sin razón, esta influencia es única. Es ge­neralmente la gente concentrada en sí misma que es quis­quillosa y fácilmente exasperada y quienes, haciendo alarde de humildad, son realmente orgullosos.
Tenía un amigo que visitaba a una señora que siem­pre se estaba despreciando, diciendo qué terrible peca­dora era. Mi amigo se cansó un poco de esto y decidió cambiar de táctica con ella. Así que la próxima vez que se quejó de su estado y dijo qué mala mujer era, contes­tó: “Sí, es cierto”. Entonces ella dijo: “Soy tan buena co­mo usted, de cualquier modo”.
El amor puede, y en ciertas ocasiones debe, enojar­se; pero hay una diferencia entre ira justa e irritabilidad. Cristo en ocasiones se enojó, pero nunca se irritó. Este vicio es a menudo la única mancha en un carácter, por lo demás, noble. Con demasiada frecuencia es el vicio de los virtuosos. Pero el amor no es irritable, sino de buen genio.
El amor no es vengativo, sino generoso. “No toma en cuenta lo malo”. Esto significa que, mientras el amor lle­va un diario de todo el bien que recibe, no lleva cuenta de las injusticias que le hacen. Estas cosas no las atesora en su memoria con la intención de que se las paguen al­gún día. Es trágico hallar a David en su lecho de muerte recordando los males que le había hecho Joab y las mal­diciones que le profirió Semei cuando huía de Jerusalén. Tenía todo esto escrito en su libro de cuentas. Pero el amor no lleva tales registros. Se dice de Abraham Lin­coln que “nunca olvidó un beneficio, pero que no tenía lugar en su mente para la memoria de un perjuicio”. Hay una moralidad de la memoria y el amor tiene una lista de sus acreedores, pero no de sus deudores. El amor “no toma en cuenta lo malo”.
El amor no es malévolo, sino magnánimo, “no se go­za en la injusticia, más se goza con la verdad”. El Dr. Moffat lo traduce, “El amor nunca se alegra cuando otros se extravían”. El amor se alegra de la bondad. El amor nunca hace capital de las faltas de otros y no se complace en divulgar las debilidades de otros. Sin em­bargo, el amor es contrario al pecado y se apesadumbra y lamenta por ello. Es un aliado de la verdad, y al ampa­rar al pecador, nunca dejará de condenar su pecado.
Lo que causa el regocijo de alguien es un buen in­dicio de su carácter. Estar contento cuando prevalece el mal o regocijarse de las desgracias de otros, es indicativo de gran degeneración moral. ¡Ay de mí! hay tal cosa co­mo gozo maligno. Esto se refleja en una observación de La Rochefoucauld, “que hay algo no del todo desagrada­ble para nosotros en las desgracias de nuestros mejores amigos”. Esa es una observación aguda, que bien pode­mos meditar. Pero el amor no sabe nada de esto. Aquí se encuentra con su hermana la verdad y comparten jun­tos su gozo. “El amor no se goza de la injusticia, más se goza con la verdad”.
El amor no es rebelde, sino valiente. “Todo lo so­porta”. Se ha creído que “soporta” aquí tenga la fuerza de “cubre”, es decir, vela, en cuanto sea posible, el lado sombrío de la vida. Pero esa idea es comprendida en la anterior cualidad — “el amor nunca se alegra cuando otros se extravían”, y, por lo tanto, no habla de ello. “So­porta” es, pues, la mejor traducción, y esta cualidad tiene un significado tanto activo como pasivo. De una mane­ra pasiva, el amor soporta” sufriendo el mal que se le hace, sin desquitarse. Recordamos que está escrito de Cristo que “cuando le maldecían, no retornaba maldi­ción; cuando padecía no amenazaba”. De una manera activa, el amor “soporta” cuando levanta la carga de la vida y la lleva con valor.
Probablemente el aspecto pasivo predomina en nues­tro pasaje. El amor es fuerte en sus silencios; sufre en silencio lo que tiene que padecer. Ninguna clase de in­gratitud lo hace vacilar, y es a prueba de todos los opro­bios y las injusticias. La palabra empleada aquí es muy gráfica. Se emplea para denotar seguridad, como una em­barcación a prueba de agua. Se dice de un techo que no se llueve; de tropas defendiendo una fortaleza: del hielo que sostiene un peso sin ceder.
Esto no quiere decir que el amor consiente en todo lo que soporta, pero sí, quiere decir que el amor afronta la vida con valor y prefiere sufrir antes que rebelarse.
El amor no es suspicaz, sino confiado. “Todo lo cree”. Esto no quiere decir que el amor es ciego y crédulo, que es fácilmente engañado; pero sí, quiere decir que el amor no es suspicaz, que es enteramente ajeno al espíritu del cínico, del pesimista, del calumniador anónimo, del de­tractor secreto. El amor tiene el concepto mejor y más benévolo de todos y en todas las circunstancias, mientras sea posible tenerlo. El amor trata de tomar en cuenta la fuerza de las diferentes circunstancias, estudia los mo­tivos y es tolerante en todo lo posible. Esto es lo que Phinees y los israelitas no hicieron en el asunto del altar que las dos y media tribus edificaron en los términos de la tierra de Canaán. Esto es lo que hizo Tomás Carlyle cuando abogó con tanta elocuencia por un juicio benigno respecto a Roberto Burns. Dice: “Concedido que el ba­jel entra a puerto con obenques y jarcias estropeados. El piloto es culpable; no ha sido todopoderoso ni infinita­mente sabio. Pero para juzgar cuán culpable, decidnos primero si su viaje ha sido alrededor del mundo o tan sólo hasta Ramsgate y la Isla de Perros[1]”.
Es esta cualidad en el amor que ayuda a los hom­bres y mujeres para que lleguen a ser lo que deberían ser. Hay una tendencia en toda vida de ajustarse al jui­cio que se pronuncia sobre ella. Hay algunas personas que parecen incapaces de creer en la bondad desinteresa­da, que miran a toda acción, por buena que sea, con re­celo. Por lo contrario, fue porque Cristo vio en los pa­rias un esplendor oculto, infinitas capacidades que yacían enterradas, que se hizo el amigo de publícanos y pecado­res; y la fe que tenía en ellos fue un factor en su salva­ción. A través de las filas cansadas de los vencidos, a través de la muchedumbre de los desalentados, a través de los campos pisoteados de la vida, sembrados de esfuer­zos malogrados y ensueños desvanecidos, pasa el amor, aun creyendo en todas las cosas, y al resplandor de aque­lla fe valiente, muchos hombres alargan la mano para to­mar su espada y hallan que vale la pena de ser empu­ñada, aun siendo quebrada.
El amor no es desalentado, sino de ánimo inaltera­ble. “Todo lo espera”. Hemos visto el amor soportando porque cree, pero cuando es desengañado en el objeto de su confianza, todavía espera mejores cosas en el por­venir, aun cuando otros hayan perdido la esperanza. Am­plias vistas y grandes esperanzas van unidas. El amor espera aun cuando no halla terreno firme para su fe. Es­perar cuando la fe ha sido desengañada, es algo más grande que el haber creído. Tras la esperanza del amor, y justificándola, está por una parte el hecho que Dios está buscando al hombre, y por otra parte que el hom­bre fue creado para Dios. Así que el amor nunca deses­pera de nadie.
El amor no lo espera todo, torciendo la evidencia de sus sentidos. No trata de persuadirse que el ladrón es honrado, o el libertino casto, o el mundano espiritual. Pe­ro se aferra al hecho que todo hombre fue creado para ser honrado, puro y espiritual. Donde no haya lugar para su fe en medio de las realidades estrechas y tristes de la hora, el amor pone su mano en la mano de la espe­ranza y lleva su fe adelante al aire más amplio de la bue­na y santa posibilidad. Justamente porque estas dos vir­tudes cristianas están vitalmente relacionadas, el amor es imposible sin la fe y la esperanza, y así: todo lo cree y todo lo espera”.
Finalmente, el amor no es vencible, sino indómito. “Todo lo sufre”. El amor “soportándolo todo”, se refiere a su actitud cuando no recibe lo que le es debido. Pero el amor “sufriéndolo todo”, se refiere a su actitud cuan­do recibe lo que no le corresponde, es decir, mal tra­tamiento.
Esta cualidad es la corona de todo lo que antecede. Mirad estas cuatro últimas cosas; el amor soporta silen­ciosamente, padece intensamente, pero ama, y lo hace porque cree, dando la mejor interpretación posible a la conducta de otros y esperando mucho de todos. Cuando esta fe es traicionada, el amor aún espera, viendo la ne­cesidad del hombre y la gracia de Dios, y cuando tal es­peranza es tristemente desengañada, el amor persevera aún. Esto es el verdadero clímax del valor y optimismo del amor. El amor permanece firme aun cuando es ven­cido. A la medianoche mantiene su faz hacia el alba; cuando otros desmayan y ceden, el amor persevera. Los mejores de todos los demás esfuerzos se cansan en sus trabajos para conseguir que se haga la voluntad de Dios sobre la tierra como en el cielo, pero el amor persiste a pesar de todas las demoras. Este es su triunfo final.
He dicho que este retrato del amor no es la obra de un pintor sino de un fotógrafo. Es un retrato de Cristo.
En una palabra final, veamos cómo estos versículos nos dan el retrato del Maestro. Él es el gran ejemplo de longanimidad infinitamente paciente, porque es eterna. Su vida entera se resume en el testimonio de que “anduvo por todas partes haciendo bienes”. Nunca deseó ningún bien para sí solo ni jamás envidió a nadie el bien que poseía. La grandeza de Cristo consistió tanto en lo que suprimió como en lo que demostró; tanto en velar su glo­ria como en su limitación en obrar milagros; no había ninguna ostentación. No demostró ni vanidad ni presun­ción, ni orgullo, ni desprecio de otros.
Había una perfecta propiedad en todo lo que hacía, una perfecta oportunidad siempre. Aunque era el más ac­cesible de los hombres nunca le faltó dignidad ni calma. Hizo lo propio siempre de la mejor manera y en el mo­mento oportuno. Era la negación misma del egoísmo. Vivía para los demás; nunca se exasperó por el mal que le hicieron — y fue mucho. Nunca fue vengativo. Nunca se desquitó. Tenía la facultad divina del olvido, olvido de injusticias que le hicieron a Él; tenía compasión de los extraviados y pecadores y los protegía de los que hubie­ran hecho capital de su pecado. Soportó con paciencia las injusticias que le hicieron los suyos y su amor per­duró, y al mismo tiempo tendió una mano a otros para ayudarles a llevar la carga que les tocaba.
Nunca juzgó mal a nadie, porque no juzgaba según las apariencias exteriores. Reconoció la fe dondequiera que existiese y creyó siempre que fuese posible creer. Jamás abandonó a ninguna alma; tuvo esperanzas para el pródigo, la ramera y el ladrón, y los ganó. Soportó con calma toda oposición y persecución y oró sobre la cruz por sus enemigos.
Ahora, el negocio de nuestras vidas es de ajustar estas cosas a nuestro carácter. Esa es la obra suprema a la cual debemos dedicarnos en este mundo — aprender el amor.
¿Cómo podemos aprender una lección tan grande? Solamente por la práctica. Mirando cuadros no hace de un hombre un pintor. Escuchando la música no lo hace un músico. Los colores deben ser mezclados y el instru­mento debe ser tocado. De la misma manera no pode­mos amar de otro modo que amando. Salgamos de esta carpa esta mañana para amar como nunca lo hemos he­cho antes.



[1]  Puntos en las Islas Británicas

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