Las Escrituras no nos dejan en ninguna
duda en cuanto a la diferencia fundamental entre los que son creyentes
verdaderos en el Señor y los que no lo son: “No son del mundo, como tampoco yo
soy del mundo”, dice nuestro Señor en Juan 17:16: es un hecho innegable
asentado por él mismo. Y dice también: “A vosotros es dado saber el misterio
del reino de Dios; más a los que están fuera, por parábolas todas las cosas”
(Marc. 4:11): saben las cosas de Dios, pero los demás no pueden entenderlas.
(1 Corintios 2:14).
Pero este apartamento del mundo y este
entendimiento de los asuntos espirituales, no produce un aislamiento de
nuestros semejantes, ni orgullo por nuestro conocimiento. Los hombres verán la
distinción que existe entre nosotros y los de alrededor y demandarán razón de
la esperanza que hay en nos otros, y tenemos que estar “aparejados para
responder con mansedumbre y reverencia” a los que así preguntan. (1 Pedro
3:15). Hay aquellos que pertenecen al mundo y que están encantados por la
belleza del mensaje cristiano, y algunos expresan el deseo de “entrar en
nuestra sociedad”, pero sin convicción de pecado ni cambio de corazón. La
atmósfera santa que debe caracterizar a la iglesia, inspira cierta cautela en
los tales, como está escrito: “Y de los otros, ninguno osaba juntarse con
ellos". (Hechos 5:13). Se distinguen estos creyentes por dejar todas
estas cosas: ira, enojo, malicia, maledicencia, torpes palabras, mentiras
(Colosenses 3:8-9); y por exhibir las
marcas del nuevo hombre: compasión,
benignidad, humildad, mansedumbre y
tolerancia, y un espíritu perdonador amplio (Colosenses 3:12, 13); esto es lo que se llama andar “en
sabiduría para con los extraños, redimiendo el tiempo". (Colosenses 4:5). Los extraños están mirándonos, y de
nosotros van a recibir su impresión de lo que es el evangelio. ¿Qué es lo que
ven en los que profesamos ser de Cristo?
Y esta diferencia se verá también en
nuestro comportamiento en medio de nuestras aflicciones. El apóstol quiere que
no nos entristezcamos como los que no tienen esperanza. ¡Qué triste es el
estado del mundo!) Aun en el caso de perder nuestros seres queridos, que
duermen en el Señor, SABEMOS dónde están, “con Cristo, lo cual es mucho mejor”
(Fil 1:23), y SABEMOS que los vamos a encontrar otra vez en la gloria, y
SABEMOS que Cristo va a venir muy pronto; y con todo este saber divino,
¿podemos entregarnos a la desesperación? ¿Podamos soltar gritos de absoluto
desconsuelo como hacen los mundanos?
Y es más: entre los de nuestra compañía,
¿no tenemos que mostrar un porte de carácter especial? Siendo sueltos del
mundo, con su oposición a lo que es de Cristo, Pedro y Juan “vinieron a los
suyos” (Hechos 4:2-3), y les contaron sus dificultades y problemas. En seguida
encontraron la solución de todo en la oración unida y fervorosa. Había
comunidad de intereses y comunión entre los santos; había amor entre los
hermanos.
Pero a veces (pues todavía tenemos
nuestra naturaleza humana y frágil) surgen dificultades entre los mismos
miembros de la iglesia, y, puede ser, de índole legal ¿Podemos entablar pleito
ante los tribunales del mundo? De ninguna manera: cualquier contienda o
desacuerdo debe arreglarse dentro del círculo de los hermanos en la fe. (Léase
1 Corintios 6:1-11). El apóstol Pedro nos exhorta: "Sed todos de un mismo
corazón, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no
volviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino antes por el contrario,
bendiciendo”. (1 Pedro 3: 8, 9). Estos son los mandamientos para regular
nuestra conducta los unos con los otros, y tienen que regir en nuestros tratos
generales con todos; y especialmente con la iglesia y en el hogar cristiano:
nada de mal humor; nada de gritería; nada de “ir a las manos”; nada de
rencores u odio escondido; nada de envidia o celos. Al contrario: “Honrad a
todos. Amad la fraternidad. Temed a Dios. Honrad al rey... Y sobre todo, tened
entre vosotros ferviente caridad: porque la caridad cubrirá la multitud de
pecados” (1 Pedro 2:17; 4:8).
Sendas de Luz,
Febrero – Marzo 1979
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