domingo, 6 de julio de 2014

La Conducta Cristiana

Las Escrituras no nos dejan en nin­guna duda en cuanto a la diferencia fun­damental entre los que son creyentes verdaderos en el Señor y los que no lo son: “No son del mundo, como tampo­co yo soy del mundo”, dice nuestro Se­ñor en Juan 17:16: es un hecho innega­ble asentado por él mismo. Y dice tam­bién: “A vosotros es dado saber el mis­terio del reino de Dios; más a los que están fuera, por parábolas todas las co­sas” (Marc. 4:11): saben las cosas de Dios, pero los demás no pueden enten­derlas. (1 Corintios 2:14).
Pero este apartamento del mundo y este entendimiento de los asuntos es­pirituales, no produce un aislamiento de nuestros semejantes, ni orgullo por nuestro conocimiento. Los hombres ve­rán la distinción que existe entre nos­otros y los de alrededor y demandarán razón de la esperanza que hay en nos­ otros, y tenemos que estar “aparejados para responder con mansedumbre y re­verencia” a los que así preguntan. (1 Pedro 3:15). Hay aquellos que pertene­cen al mundo y que están encantados por la belleza del mensaje cristiano, y algunos expresan el deseo de “entrar en nuestra sociedad”, pero sin convicción de pecado ni cambio de corazón. La atmósfera santa que debe caracterizar a la iglesia, inspira cierta cautela en los tales, como está escrito: “Y de los otros, ninguno osaba juntarse con ellos". (Hechos 5:13). Se distinguen es­tos creyentes por dejar todas estas co­sas: ira, enojo, malicia, maledicencia, torpes palabras, mentiras (Colosenses  3:8-9); y por exhibir las marcas del nuevo hombre:      compasión, benignidad, hu­mildad, mansedumbre y tolerancia, y un espíritu perdonador amplio (Colosenses  3:12, 13); esto es lo que se llama an­dar “en sabiduría para con los extra­ños, redimiendo el tiempo". (Colosenses  4:5). Los extraños están mirándonos, y de nosotros van a recibir su impresión de lo que es el evangelio. ¿Qué es lo que ven en los que profesamos ser de Cris­to?
Y esta diferencia se verá también en nuestro comportamiento en medio de nuestras aflicciones. El apóstol quiere que no nos entristezcamos co­mo los que no tienen esperanza. ¡Qué triste es el estado del mundo!) Aun en el caso de perder nuestros seres queridos, que duermen en el Señor, SABEMOS dónde están, “con Cristo, lo cual es mucho mejor” (Fil 1:23), y SABEMOS que los vamos a encontrar otra vez en la gloria, y SABEMOS que Cristo va a venir muy pronto; y con todo este saber divino, ¿podemos en­tregarnos a la desesperación? ¿Poda­mos soltar gritos de absoluto descon­suelo como hacen los mundanos?
Y es más: entre los de nuestra compañía, ¿no tenemos que mostrar un porte de carácter especial? Siendo sueltos del mundo, con su oposición a lo que es de Cristo, Pedro y Juan “vi­nieron a los suyos” (Hechos 4:2-3), y les contaron sus dificultades y proble­mas. En seguida encontraron la solu­ción de todo en la oración unida y fervorosa. Había comunidad de inte­reses y comunión entre los santos; ha­bía amor entre los hermanos.
Pero a veces (pues todavía tene­mos nuestra naturaleza humana y frá­gil) surgen dificultades entre los mis­mos miembros de la iglesia, y, puede ser, de índole legal ¿Podemos entablar pleito ante los tribunales del mundo? De ninguna manera: cualquier con­tienda o desacuerdo debe arreglarse dentro del círculo de los hermanos en la fe. (Léase 1 Corintios 6:1-11). El após­tol Pedro nos exhorta: "Sed todos de un mismo corazón, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, ami­gables; no volviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino antes por el contrario, bendiciendo”. (1 Pedro 3: 8, 9). Estos son los mandamientos pa­ra regular nuestra conducta los unos con los otros, y tienen que regir en nuestros tratos generales con todos; y especialmente con la iglesia y en el hogar cristiano: nada de mal humor; nada de gritería; nada de “ir a las ma­nos”; nada de rencores u odio escon­dido; nada de envidia o celos. Al con­trario: “Honrad a todos. Amad la fra­ternidad. Temed a Dios. Honrad al rey... Y sobre todo, tened entre vos­otros ferviente caridad: porque la ca­ridad cubrirá la multitud de pecados” (1 Pedro 2:17; 4:8).
Sendas de Luz, Febrero – Marzo 1979

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