Consideramos ahora el segundo punto de nuestra meditación, es a saber:
La persona que viene:
Muchos de los que saben algo acerca de la «doctrina» de la segunda
venida de Cristo parecen tener su mente llena de «señales» y «acontecimientos» que
creen cumplidos ya, que están verificándose, o que se realizarán pronto. Ello
se debe a que dichas personas se ocupan de los «sucesos» en vez de la misma
Persona que viene.
Una madre viuda está en el muelle de un puerto con la mirada clavada en
el horizonte. Ha oído decir que regresarán tres barcos con tropas, tras una
victoriosa campaña en ultramar. Entre los soldados está su hijo, a quien espera
ardientemente. Se hacen muchos preparativos para la gran revista que se
verificará en cuanto los héroes bajen a tierra. Pero estas cosas no tienen gran
atractivo para ella. Las bandas militares, las banderas que ondean, los arcos
de triunfo y los brillantes uniformes de gala podrán satisfacer la curiosidad
del mero espectador; pero ella espera a su propio hijo. Día y noche, desde su
partida, ha deseado e invocado vivamente su retorno. ¿Y qué podrá brindarle la
mayor felicidad? El verle sano y salvo. Desde luego que nada tiene que objetar
a los honores que se rendirán a su hijo, ya que le cree digno de ellos, pero
todo esto ocupa un lugar secundario en el corazón de la madre; sólo ansía el
momento de estrecharle en sus brazos.
Amado lector, puede que en nuestros tiempos estén sucediendo cosas que
nos estén indicando que no está lejano el día en que, en palabras del profeta
Malaquías, «nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación» para
aquellos del pueblo de Israel que temen a Jehová; mientras que para los impíos
será «el día ardiente como un horno», en el cual «todos los soberbios y todos
los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará» (cap.
4:1-2). Pero la esperanza inmediata del creyente no es ese «día grande de
Jehová, cercano y muy próximo…», ni tampoco «el Sol de Justicia», sino —según
las propias palabras de Jesús— «la Estrella resplandeciente de la mañana» (Apocalipsis 22:16). Ahora bien, la estrella
de la mañana apunta en el horizonte antes de la salida del sol, y algunas veces
un tiempo considerable separa ambos eventos.
Precisamente será entre la venida del Señor cual «Estrella de la mañana»
y el momento en que aparecerá como «Sol de justicia» que caerán sobre la tierra
los juicios descritos en Apocalipsis. Entonces surgirá aquella terrible
personificación de suprema maldad y anarquía, el «hombre de pecado», el «hijo
de perdición», «aquel inicuo»: el Anticristo (2 Tesalonicenses cap. 2). Será
«el tiempo de angustia —o de la apretura— para Jacob» (Jeremías 30:7), y el de
la «gran tribulación» (Mateo 24:31); pero un residuo será preservado en medio
de todo, del mismo modo que lo fueron los tres jóvenes hebreos echados en el
horno por orden de Nabucodonosor (Daniel cap. 3). Entonces, los que sólo
aparentemente profesan el cristianismo, los que ahora no «no recibieron el amor
de la verdad para ser salvos», se verán abandonados por Dios, entregados a un
eficaz «poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados
todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la
injusticia.» (2 Tesalonicenses 2:11-12). Se harán milagros e innumerables señales
del carácter más espantoso, habrá abundancia de dolores, y lo que verán y oirán
aterrorizará a los más valientes: «en aquellos días los hombres buscarán la
muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos»
(Apocalipsis 9:6).
Pero es necesario recordar que lo antedicho sucederá después, no antes
del arrebatamiento de la Iglesia, la Esposa celestial de Jesús. ¡Cuán a menudo
olvidamos que es Él mismo que viene presto para reunir a Su alrededor a los que
rescató! Mirar los acontecimientos en vez de mirar a Jesús priva al corazón de
esa dicha y de esa lozanía que es la verdadera porción de nuestra esperanza
celestial. Demasiado ha logrado Satanás al presentarnos la segunda venida del
Señor como una amenaza terrible y justiciera, mientras que fue la consolación
más eficaz para los discípulos abatidos, como hemos visto en Juan cap. 14. Y
cuando, años más tarde, el apóstol Pablo escribe su primera carta a los recién
convertidos en Tesalónica —que estaban padeciendo pruebas y persecuciones—,
añade esta frase, corta pero significativa, a lo que les dice acerca del
retorno de Cristo: «Alentaos los unos a los otros con estas palabras».
Examinemos, pues, estas frases de aliento que, bajo la inspiración
divina, él les dirigió: «Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de
arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo
resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado,
seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en
el aire, y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tesalonicenses 4:16-17).
Notemos que era el Señor mismo en su perfecta humanidad, como Hombre
viviente, que iba a descender del cielo, y al que debían encontrar en las
nubes. Al convertirse, supieron los tesalonicenses que «ese mismo Jesús» que
los había salvado y librado de la ira venidera por Su muerte y resurrección,
iba a volver. La epístola nos dice que se habían convertido (esto es, se habían
tornado, vuelto definitivamente) «de los ídolos a Dios, para servir al Dios
vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo » (1 Tesalonicenses
1:9-10). Su esperanza no estaba pues cifrada en algún acontecimiento profético,
sino en la misma Persona del Hijo de Dios. Escribiendo a los filipenses, el
apóstol Pablo les recuerda que «nuestra ciudadanía (o sea, nuestra verdadera
nacionalidad) está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al
Señor Jesucristo»; es decir, a Jesús en su carácter de Salvador; una Persona
conocida, amada y en la que confiaban plenamente. Pero allí donde no se confía
en Él y donde no se reconoce Su autoridad, no es extraño que la noticia de Su
próxima venida traiga turbación, como ocurrió en la religiosa Jerusalén de
entonces.
Pero, amado lector, no debería ser así contigo. Sin duda alguna, debemos
ser conscientes acerca de nuestra manera de andar en esta tierra, a fin de que
seamos más semejantes a Aquel que pronto viene. Y así sucederá si tomamos a
pecho la promesa de Su venida, según leemos: «todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:3).
Además, no olvidemos nunca lo que nos dice el apóstol Pablo en 2 Corintios
5:10, «porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de
Cristo», cuando todas nuestras acciones se pondrán de manifiesto y cada uno
recibirá según lo que hubiere hecho; eso será como la gran revista, el desfile
militar al cual hemos aludido antes.
Esa manifestación tendrá lugar cuando hayamos llegado al cielo. Pero al
igual que los soldados que visten sus más hermosos uniformes para el desfile,
nosotros, ante Su tribunal, apareceremos revestidos de un cuerpo semejante al
Suyo; habremos «resucitado en gloria» (1 Corintios 15:42-44). Por consiguiente,
el creyente no tiene nada que temer en cuanto al cumplimiento de este su deseo,
aunque haya mucha necesidad de humillación y ejercicio para los más fieles de
entre nosotros.
Hace algunos años, conocí en la ciudad de Madrid a un muchachito de unos
seis años que iba repitiendo una pequeña canción, al parecer de su propia
composición. Era breve, tres palabras nada más: « ¡A las diez, a las diez, a
las diez!…» Tantas veces la repetía, tan absorto parecía, que le pregunté lo
que significaba su estribillo. Después de unas cariñosas palabras, me abrió su
corazoncito y me explicó que su madre se había ausentado de la casa hacía algún
tiempo, pero que su padre había recibido una carta anunciando que ella volvería
ese mismo día «a las diez». Sobra decir que la pequeña copla no precisaba mayor
explicación. La llegada de su madre llenaba el corazón del chico hasta hacerlo
rebosar. Desde luego, la había añorado mucho, y mucho había lamentado mucho su
ausencia, pero ahora estaba a punto de volver, y esta noticia le colmaba de
gozo de tal modo que repetía sin cesar: «¡a las diez, a las diez, a las diez!»
Ahora bien, ¿por qué habría de ser distinto para ti y para mí cuando
oímos hablar del retorno del Señor? ¿No experimentamos, acaso, la dulzura de Su
amor? ¿No es Él quien sufrió y murió por nosotros? ¿No nos ha guardado a lo
largo del camino, desde el día que le conocimos, llevando nuestras cargas,
socorriéndonos, simpatizando en nuestros dolores y restaurándonos después de
muchas caídas? Difícilmente podríamos expresar la intensidad de Su amor para con
nosotros. Amados hermanos, cuando pensamos en Él, ¿no arden nuestros corazones
con el deseo de verle?
Cuando pienso en Ti, oh Señor,
En Tu gracia y en Tu amor,
Mi corazón arde dentro de mí
Ansiando ver Tu faz, contemplarte a Ti.
Hace poco me decía una hermana en Cristo: «cuando pienso en la venida
del Señor, mi corazón arde de alegría». Así tendría que ser para todos
nosotros. Una niña de once años decía, tras volver de un recado: «Mamá, al
cruzar la calle, veía las nubes correr tan de prisa que me paré mirarlas,
pensando que si el Señor volviera ahora mismo, quisiera ser yo la primera en
verle». ¿Cuál era el secreto de la paz y felicidad de esta niña, cuando sola
—al anochecer— meditaba en el regreso de Cristo? Sencillamente esto: conocía a
la Persona esperada y confiaba en ella; la amaba aunque no la había visto;
sabía que por su muerte expiatoria todos sus pecados estaban no sólo
perdonados, sino también olvidados para toda eternidad.
Quizá alguien diga: «Aunque confío de corazón en Su preciosa sangre, no
puedo estar tan tranquilo al pensar que de un momento a otro Jesucristo puede
venir»… Es que olvida entonces que se trata del mismo Jesús que, en otro
tiempo, cansado del camino, pidió de beber a la mujer samaritana; que se
encontró con la viuda de Naín y le restituyó su único hijo; que permitió a la
pecadora, en casa de Simón el fariseo, tocar Sus pies, regarlos con lágrimas,
besarlos, y expresar así su amor para con el Salvador; sí, el mismo Jesús que
dirigió esas maravillosas palabras de gracia y de perdón al ladrón en la cruz:
«¡hoy estarás conmigo en el Paraíso!» ¡Es Aquel que ha de venir!
¿Quién es éste que a encontrarme viene con gran amor,
Cual Estrella de la mañana, de la luz albor?
Es Aquel que en cruz cruenta padeció una vez;
Aún en gloria le conozco, pues Él mismo es.
¿Hacen falta pruebas? Leamos, pues, en Hechos 1:11, lo que los dos
ángeles dijeron a los discípulos en el monte de los Olivos. El Señor acababa de
dejarles, ascendiendo al cielo, y habiéndoles demostrado de modo tangible que
Él no era un espíritu, algún aparecido, sino un Hombre viviente, de carne y
hueso, al que podían tocar y palpar si acaso dudaban de Sus palabras. Y los
ángeles añaden: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo
Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto
ir al cielo».
¡Veinte siglos en la gloria no le han cambiado en absoluto! La misma
Persona que Marta fue a encontrar, tras la muerte de su hermano, es la que
esperamos nosotros; y si hemos de «dormir» antes que Él vuelva, Aquel que es
«la Resurrección y la Vida», que dijo: «Nuestro amigo Lázaro duerme; más voy
para despertarle», nos despertará también en Su venida, para que —al igual que
Lázaro— nos sentemos a Su mesa, en las mansiones celestiales.
Así, ¿por qué deberíamos sentir temor al saber que tal Amigo viene en
breve a llevarnos? «Ciertamente vengo en breve» es la feliz promesa que nos
dejó. A la vista de semejante amor, ¿no suscitará nuestro afecto por Él esta
exclamación en nosotros: «¡Amén, sea así! ¡Ven, Señor Jesús!»? (Apocalipsis
22:20).
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