Amán enaltecido
En el tercer capítulo tenemos una escena muy diferente. "Después de
estas cosas el rey Asuero engrandeció a Amán hijo de Hamedata agagueo, y lo
honró, y puso su silla sobre todos los príncipes que estaban con él" (cap.
3:1).
Esto sólo es un tipo, sólo una sombra y no la verdadera imagen. En el
día milenario no habrá ningún Amán. Hasta que ese día venga, al margen del
vívido cuadro de las bendiciones venideras, siempre habrá una sombra oscura; un
enemigo; uno que trata de frustrar todos los planes de Dios; y, de todas las
razas de la tierra, hubo una que fue particularmente hostil para con el pueblo
de Dios: Los amalecitas; tanto que Jehová juró y convocó a su
pueblo a librar la guerra perpetua contra esa raza. La habría de borrar de
debajo del cielo. Los amalecitas fueron el especial objeto del más recto juicio
de Dios debido al odio que tenían hacia Su pueblo. Ahora bien, este Amán no
sólo pertenecía a Amalec, sino incluso a la familia real de Amalec. Era
descendiente de Hamedata el agaguita, como se dice, y Asuero engrandece a este
noble al más alto puesto. Sin embargo, en medio de todos estos altísimos
honores, ¡había una espina!: Mardoqueo no le hizo reverencia. La consecuencia
fue que Mardoqueo vino a ser un objeto de reproche. Los sirvientes del rey le preguntaron:
"¿Por qué traspasas el mandamiento del rey?" (cap. 3:3); y luego de
persistir en esta actitud, el hecho llega a oídos de Amán, "porque ya él
les había declarado que era judío" (cap. 3:4).
Amán, enemigo
implacable del pueblo judío
Ahí radicaba el secreto. Dios no aparece. ¡En la historia no hay
insinuación de que Dios haya hablado acerca de Amán! No obstante, aquí estaba
la razón secreta; pero la única razón pública que aparece es que Mardoqueo era
un judío. "Y vio Amán que Mardoqueo ni se arrodillaba ni se humillaba
delante de él; y se llenó de ira. Pero tuvo en poco poner mano en Mardoqueo
solamente, pues ya le habían declarado cuál era el pueblo de Mardoqueo; y
procuró Amán destruir a todos los judíos que había en el reino de Asuero, al
pueblo de Mardoqueo" (cap. 3:5, 6); y Amán efectúa esto de la siguiente
manera: informa al rey —como era el noble principal y preferido— que había
"un pueblo esparcido y distribuido entre los pueblos en todas las
provincias... sus leyes son diferentes de las de todo pueblo, y no guardan las
leyes del rey, y al rey nada le beneficia el dejarlos vivir. Si place al rey,
decrete que sean destruidos; y yo pesaré diez mil talentos de plata a los que
manejan la hacienda, para que sean traídos a los tesoros del rey" (v. 8,
9).
La orden de
exterminio de los judíos sellada por el rey
El rey, conforme al carácter que ya he descrito, dificultó muy poco la
tremenda petición de Amán. Tomó su anillo de su mano, lo dio a Amán y le dijo
que guardara su plata, y encargó a los escribas que llevaran a cabo su demanda,
de modo que los correos fueron a través de todas las provincias del rey. Los
persas, como es sabido, fueron los iniciadores del sistema postal que nosotros
hemos continuado hasta hoy. "Y fueron enviadas cartas por medio de correos
a todas las provincias del rey, con la orden de destruir, matar y exterminar a
todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres, en un mismo día, en el
día trece del mes duodécimo" (cap. 3:13). El rey y su ministro se sentaron
a beber, pero la ciudad de Susa estaba perpleja.
Bien pudo haber un gran lamento proveniente de los judíos. Su destino
estaba sellado. Así parecía. Tanto más cuanto que siempre fue uno de los
axiomas del Imperio Persa que, una vez aprobada una ley, nunca era revocada
"conforme a la ley de Media y de Persia, la cual no puede ser
abrogada" (Daniel 6:8, 12). Podría parecer, pues, que nada hubiera podido
salvar al pueblo. El soberano de 127 provincias había dado su palabra real,
firmada con su sello y enviada por correo a lo largo y a lo ancho del Imperio.
El día estaba fijado y el pueblo señalado. La destrucción parecía segura; pero
Mardoqueo rasga sus ropas, se viste de cilicio y, en medio de la ciudad, llora
con un fuerte y amargo llanto (cap. 4:1). Si bien el nombre de Dios no está
escrito ni aparece, los oídos de Dios, no obstante, oyeron.
La intervención
de Mardoqueo
Mardoqueo se allegó hasta la puerta de acceso al palacio del rey, pues
nadie podía entrar vestido de cilicio. Se colocó entonces delante de la puerta
sin traspasarla, y Ester oyó. Le relataron lo que acontecía y la reina se
sintió profundamente afligida, aunque conocía poco acerca de la verdadera causa
de la aflicción. Ester envía uno de los camareros y Mardoqueo le relata todo
cuanto le había ocurrido, de cuánto Amán había prometido pagar y de la
inminente destrucción que caería sobre los judíos.
Se nos dice que Ester, a raíz de esto,
da a Hatac orden de explicar a Mardoqueo lo desesperante de la situación. El
objetivo era que ella fuese e hiciese súplicas al rey. Pero ¿cómo? Una de las
leyes del Imperio Persa establecía que nadie podía introducirse en la presencia
del rey. Éste debía mandar a buscar, pero no lo había hecho con la reina en
treinta días. Era contra la ley aventurarse a ello. Por consiguiente, Mardoqueo
le envía a Ester un muy claro y duro mensaje: "No pienses —le dijo— que
escaparás en la casa del rey más que cualquier otro judío. Porque si callas
absolutamente en este tiempo, respiro y liberación vendrá de alguna otra parte
para los judíos" (cap. 4:13, 14). Ni una palabra acerca de Dios. Permanece
velado. Mardoqueo piensa en Dios, pero el secreto de Dios se preserva de un modo
tan perfecto que Mardoqueo sólo alude a él vagamente en estos notables
términos: "...respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los
judíos"; porque Dios miraría hacia abajo desde los cielos; pero Mardoqueo
sólo habla del lugar y no de la persona. "Más
tú y la casa de tu padre pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has
llegado al reino?" (cap. 4:14).
Ester, pues, toma conciencia del estado real de la situación. Capta
perfectamente el sentimiento de Mardoqueo hacia el pueblo y su confianza en la
liberación que vendría "de otra parte". Por eso le ruega a Mardoqueo:
"Ve y reúne a todos los judíos que se hallan en Susa, y ayunad por mí, y
no comáis ni bebáis en tres días, noche y día." Ella también, como dice,
hará lo mismo: "Yo también con mis doncellas ayunaré igualmente, y
entonces entraré a ver al rey" (cap. 4:16). Ni una sola palabra acerca de
los perfumes ahora. Ni una palabra acerca de las suaves fragancias con que
antes ella se había preparado para entrar en la presencia del rey. Ella tenía
que someterse a ello, pues tal era la orden del rey; pero ahora, aun cuando no
menciona a Dios, es evidente dónde está su corazón. Va con el más singular
preparativo —pero admirable en tal momento—: con ayuno, una gran
señal de humillación ante Dios; pero, aun aquí, Dios no es mencionado. No se
puede dudar de que Dios está por encima —de que está por detrás— de la escena;
pero todo lo que aparece es meramente el ayuno del hombre y no el Dios ante
quien se ayunaba. "Y si perezco, que perezca." Su decisión estaba
tomada.
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