domingo, 1 de marzo de 2015

EL LIBRO DE ESTER (Parte III)

Amán enaltecido


En el tercer capítulo tenemos una escena muy diferente. "Después de estas cosas el rey Asuero engrandeció a Amán hijo de Hamedata agagueo, y lo honró, y puso su silla sobre todos los príncipes que estaban con él" (cap. 3:1).
Esto sólo es un tipo, sólo una sombra y no la verdadera imagen. En el día milenario no habrá ningún Amán. Hasta que ese día venga, al margen del vívido cuadro de las bendiciones venideras, siempre habrá una sombra oscura; un enemigo; uno que trata de frustrar todos los planes de Dios; y, de todas las razas de la tierra, hubo una que fue particularmente hostil para con el pueblo de Dios: Los amalecitas; tanto que Jehová juró y convocó a su pueblo a librar la guerra perpetua contra esa raza. La habría de borrar de debajo del cielo. Los amalecitas fueron el especial objeto del más recto juicio de Dios debido al odio que tenían hacia Su pueblo. Ahora bien, este Amán no sólo pertenecía a Amalec, sino incluso a la familia real de Amalec. Era descendiente de Hamedata el agaguita, como se dice, y Asuero engrandece a este noble al más alto puesto. Sin embargo, en medio de todos estos altísimos honores, ¡había una espina!: Mardoqueo no le hizo reverencia. La consecuencia fue que Mardoqueo vino a ser un objeto de reproche. Los sirvientes del rey le preguntaron: "¿Por qué traspasas el mandamiento del rey?" (cap. 3:3); y luego de persistir en esta actitud, el hecho llega a oídos de Amán, "porque ya él les había declarado que era judío" (cap. 3:4).

Amán, enemigo implacable del pueblo judío
Ahí radicaba el secreto. Dios no aparece. ¡En la historia no hay insinuación de que Dios haya hablado acerca de Amán! No obstante, aquí estaba la razón secreta; pero la única razón pública que aparece es que Mardoqueo era un judío. "Y vio Amán que Mardoqueo ni se arrodillaba ni se humillaba delante de él; y se llenó de ira. Pero tuvo en poco poner mano en Mardoqueo solamente, pues ya le habían declarado cuál era el pueblo de Mardoqueo; y procuró Amán destruir a todos los judíos que había en el reino de Asuero, al pueblo de Mardoqueo" (cap. 3:5, 6); y Amán efectúa esto de la siguiente manera: informa al rey —como era el noble principal y preferido— que había "un pueblo esparcido y distribuido entre los pueblos en todas las provincias... sus leyes son diferentes de las de todo pueblo, y no guardan las leyes del rey, y al rey nada le beneficia el dejarlos vivir. Si place al rey, decrete que sean destruidos; y yo pesaré diez mil talentos de plata a los que manejan la hacienda, para que sean traídos a los tesoros del rey" (v. 8, 9).

La orden de exterminio de los judíos sellada por el rey
El rey, conforme al carácter que ya he descrito, dificultó muy poco la tremenda petición de Amán. Tomó su anillo de su mano, lo dio a Amán y le dijo que guardara su plata, y encargó a los escribas que llevaran a cabo su demanda, de modo que los correos fueron a través de todas las provincias del rey. Los persas, como es sabido, fueron los iniciadores del sistema postal que nosotros hemos continuado hasta hoy. "Y fueron enviadas cartas por medio de correos a todas las provincias del rey, con la orden de destruir, matar y exterminar a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres, en un mismo día, en el día trece del mes duodécimo" (cap. 3:13). El rey y su ministro se sentaron a beber, pero la ciudad de Susa estaba perpleja.
Bien pudo haber un gran lamento proveniente de los judíos. Su destino estaba sellado. Así parecía. Tanto más cuanto que siempre fue uno de los axiomas del Imperio Persa que, una vez aprobada una ley, nunca era revocada "conforme a la ley de Media y de Persia, la cual no puede ser abrogada" (Daniel 6:8, 12). Podría parecer, pues, que nada hubiera podido salvar al pueblo. El soberano de 127 provincias había dado su palabra real, firmada con su sello y enviada por correo a lo largo y a lo ancho del Imperio. El día estaba fijado y el pueblo señalado. La destrucción parecía segura; pero Mardoqueo rasga sus ropas, se viste de cilicio y, en medio de la ciudad, llora con un fuerte y amargo llanto (cap. 4:1). Si bien el nombre de Dios no está escrito ni aparece, los oídos de Dios, no obstante, oyeron.

La intervención de Mardoqueo
Mardoqueo se allegó hasta la puerta de acceso al palacio del rey, pues nadie podía entrar vestido de cilicio. Se colocó entonces delante de la puerta sin traspasarla, y Ester oyó. Le relataron lo que acontecía y la reina se sintió profundamente afligida, aunque conocía poco acerca de la verdadera causa de la aflicción. Ester envía uno de los camareros y Mardoqueo le relata todo cuanto le había ocurrido, de cuánto Amán había prometido pagar y de la inminente destrucción que caería sobre los judíos.
         Se nos dice que Ester, a raíz de esto, da a Hatac orden de explicar a Mardoqueo lo desesperante de la situación. El objetivo era que ella fuese e hiciese súplicas al rey. Pero ¿cómo? Una de las leyes del Imperio Persa establecía que nadie podía introducirse en la presencia del rey. Éste debía mandar a buscar, pero no lo había hecho con la reina en treinta días. Era contra la ley aventurarse a ello. Por consiguiente, Mardoqueo le envía a Ester un muy claro y duro mensaje: "No pienses —le dijo— que escaparás en la casa del rey más que cualquier otro judío. Porque si callas absolutamente en este tiempo, respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos" (cap. 4:13, 14). Ni una palabra acerca de Dios. Permanece velado. Mardoqueo piensa en Dios, pero el secreto de Dios se preserva de un modo tan perfecto que Mardoqueo sólo alude a él vagamente en estos notables términos: "...respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos"; porque Dios miraría hacia abajo desde los cielos; pero Mardoqueo sólo habla del lugar y no de la persona. "Más tú y la casa de tu padre pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?" (cap. 4:14).
Ester, pues, toma conciencia del estado real de la situación. Capta perfectamente el sentimiento de Mardoqueo hacia el pueblo y su confianza en la liberación que vendría "de otra parte". Por eso le ruega a Mardoqueo: "Ve y reúne a todos los judíos que se hallan en Susa, y ayunad por mí, y no comáis ni bebáis en tres días, noche y día." Ella también, como dice, hará lo mismo: "Yo también con mis doncellas ayunaré igualmente, y entonces entraré a ver al rey" (cap. 4:16). Ni una sola palabra acerca de los perfumes ahora. Ni una palabra acerca de las suaves fragancias con que antes ella se había preparado para entrar en la presencia del rey. Ella tenía que someterse a ello, pues tal era la orden del rey; pero ahora, aun cuando no menciona a Dios, es evidente dónde está su corazón. Va con el más singular preparativo —pero admirable en tal momento—: con ayuno, una gran señal de humillación ante Dios; pero, aun aquí, Dios no es mencionado. No se puede dudar de que Dios está por encima —de que está por detrás— de la escena; pero todo lo que aparece es meramente el ayuno del hombre y no el Dios ante quien se ayunaba. "Y si perezco, que perezca." Su decisión estaba tomada.

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