¿Dice el
Nuevo Testamento que la ley sea la regla de vida del cristiano?
Para
no fatigar demasiado al lector a fuerza de argumentos, pregunto: ¿En qué parte
del Nuevo Testamento se presenta la ley como regla de vida? Evidentemente el
apóstol no tenía tal pensamiento cuando dijo:
“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la
incircuncisión, sino una nueva creación. Y a todos los que anden conforme
a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios”
(Gálatas 6:15-16).
¿A qué regla
se refiere? ¿La ley? No, sino la nueva creación. En el capítulo 20
de Éxodo, no se trata de “nuevas criaturas”; al contrario, ese capítulo se
dirige al hombre tal como es, en su estado natural que pertenece a la vieja
creación, y le pone a prueba para saber lo que verdaderamente está en
condiciones de hacer. Por tanto, si la ley fuese la regla por la cual los
creyentes deben andar, ¿a qué se debe que el apóstol pronuncie una bendición
sobre los que andan según una regla totalmente diferente? ¿Por qué no dice: «A
todos los que andan conforme a la regla de los diez mandamientos»? ¿No es,
pues, evidente que, según este pasaje, la Iglesia de Dios tiene una regla más
elevada conforme a la cual debe andar? Sin ninguna duda. Aunque, incuestionablemente,
los diez mandamientos forman parte del canon de los libros inspirados, nunca
podrían ser la regla de vida para aquel que, por la gracia infinita, ha sido
introducido en una nueva creación y ha recibido una nueva vida en Cristo.
Tal vez se pregunte: «Pero ¿no es
perfecta la ley?» Y si la ley es perfecta, ¿qué más puede pedirse? La ley es
divinamente perfecta. Es más, la ley maldice y mata a los que no son perfectos
y pretenden medirse con ella precisamente a causa de su misma perfección. “La
ley es espiritual; más yo soy carnal, vendido al pecado” (Romanos 7:14). Es
absolutamente imposible formarse una idea justa de la perfección y
espiritualidad de la ley. Mas esta ley perfecta, al ponerse en contacto con la
humanidad caída, al chocar esta ley espiritual con “la intención de la carne”,
no puede “obrar” más que “ira” y “enemistad” (Romanos 4:15; 8:7). ¿Por qué?
¿Porque la ley no es perfecta? Al contrario; porque la ley es perfecta, y el
hombre es pecador. Si el hombre fuese perfecto, cumpliría la ley según toda su
perfección espiritual; y asimismo el apóstol nos dice, tocante a los verdaderos
creyentes, que a pesar de llevar todavía en ellos una naturaleza corrompida,
“la justicia de la ley se cumple en nosotros, que no andamos conforme a la
carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4). “Porque el que ama al prójimo,
ha cumplido la ley… el amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de
la ley es el amor” (Romanos 13:8-10; compárese Gálatas 5:14, 22-23). Si yo amo
a una persona, no le hurtaré lo que le pertenece, antes, al contrario,
procuraré hacerle todo el bien que pueda. Todo esto es claro y fácil de
comprender para un alma espiritual, y confunde a los que quieren hacer de la
ley el principio de vida para el pecador, o la regla de vida para el creyente.
Si consideramos la ley en sus dos
grandes mandamientos, vemos que ordena al hombre amar a Dios con todo su
corazón, con toda su alma y con toda su mente, y a su prójimo como a sí mismo.
Tal es el resumen de la ley. He aquí lo que la ley pide sin disminuir lo más
mínimo de ello. ¿Y cuál es el hijo caído de Adán que haya podido responder
jamás a esta doble exigencia de la ley? ¿Cuál es el hombre que podría decir que
ama a Dios y a su prójimo así? “La intención (lit.: la mente, esto es, la intención
o deseo que tenemos por naturaleza) de la carne es enemistad contra Dios;
porque no se sujeta a la voluntad de Dios, ni tampoco puede” (Romanos 8:7). El
hombre aborrece a Dios y sus preceptos. Dios se ha manifestado en la persona de
Cristo, no en su gloriosa majestad, sino con todo el atractivo y la dulzura de
una gracia y condescendencia perfectas. ¿Cuál fue el resultado de ello? El
hombre aborrece a Dios. “Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún
otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y
a mi Padre” (Juan 15:24). Más se dirá: «El hombre debía haber amado a Dios.»
Sin duda que sí; y si no le ama merece la muerte y la perdición eterna. Pero
¿puede la ley producir este amor en el corazón del hombre? ¿Es éste su objeto?
De ninguna manera; “pues la ley produce ira”; “por medio de la ley es el
conocimiento del pecado”; “fue añadida a causa de las transgresiones” (Romanos
4:15; 3:20; Gálatas 3:19). La ley halla al hombre en un estado de enemistad
contra Dios; y sin cambiar nada este estado, porque no es este su objeto, le
manda amar a Dios de todo su corazón, y le maldice si no lo hace. No pertenecía
al dominio de la ley el cambiar o mejorar la naturaleza del hombre; no podía
tampoco darle el poder para responder a sus justas exigencias. La ley dice:
“Haz esto, y vivirás”. Ordena al hombre a amar a Dios, pero sin revelarle lo
que Dios es para el hombre aun en su culpabilidad y en su ruina; y, no
obstante, dice al hombre lo que él debe ser para Dios. ¡Qué terrible misterio!
No se demuestra en esto el poderoso atractivo del carácter de Dios, que produce
en el hombre un verdadero arrepentimiento hacia Él, fundiendo su corazón de
hielo y elevando su alma a un afecto y adoración sinceras. No; la ley era un
mandamiento perentorio a amar a Dios; y en lugar de crear este amor, la ley
“obra” la “ira”, no porque Dios no deba ser amado, sino porque el hombre es un
pecador.
A continuación, leemos: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo”. ¿Ama el hombre natural a su prójimo como a sí mismo?
¿Es éste el principio, la regla que prevalece en las cámaras de comercio, en la
bolsa, en los bancos, en los mercados y ferias de este mundo? ¡Desgraciadamente
no! El hombre no ama a su prójimo como a sí mismo. Debería hacerlo; y si su
condición fuese buena lo haría. La condición en que el hombre se halla, es
totalmente mala, y a menos que no “nazca de nuevo” (Juan 3:3-5), por la Palabra
y por el Espíritu de Dios, no puede “ver ni entrar en el reino de Dios”. La ley
no puede producir este nuevo nacimiento. Ella mata al “hombre viejo”, pero no
crea ni puede crear al “nuevo hombre”. Sabemos que el Señor Jesús ha reunido a
la vez, en su gloriosa persona, a Dios y a nuestro prójimo; teniendo en cuenta
que Él era, según la verdad fundamental de la doctrina cristiana, “Dios
manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Ahora bien, ¿cómo ha sido tratado Jesús
por el hombre? ¿Le amó este último con todo su corazón y como a sí mismo? Todo
lo contrario. El hombre crucificó a Jesucristo entre dos malhechores, después
de haber preferido a un ladrón y homicida a este Ser bendito, el cual “anduvo
haciendo bienes” por todas partes; el cual descendió de las moradas eternas de
la luz y del amor, siendo Él mismo la personificación de este amor y de esta
luz; cuyo corazón estaba lleno de la más pura simpatía para con las necesidades
de la pobre humanidad y su mano siempre dispuesta a enjugar las lágrimas del
pecador, aliviando sus sufrimientos. Así pues, al contemplar la cruz de Cristo,
vemos la demostración irrecusable del hecho demostrativo de la impotencia del
hombre para guardar la ley, porque tal poder simplemente no está en su
naturaleza.
Tales son los principios con los
cuales termina el Espíritu Santo esta parte tan notable del libro inspirado.
¡Dios quiera que queden estos principios grabados en nuestro corazón, a fin de
hacernos comprender de un modo más claro y cabal la diferencia esencial que
existe entre la ley y la gracia!
NOTA
N. del E. —
La Palabra no habla de la ley como abolida con respecto al gobierno moral de
Dios en el mundo (como en 1 Timoteo 1:7-10), sino en cuanto a su aplicación a
los cristianos. Para la salvación, para justicia, para la paz, para la vida,
para la justificación, la ley ha sido totalmente abolida por la cruz.
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