lunes, 18 de mayo de 2020

LA LEY Y LA GRACIA (3)


¿Dice el Nuevo Testamento que la ley sea la regla de vida del cristiano?



            Para no fatigar demasiado al lector a fuerza de argumentos, pregunto: ¿En qué parte del Nuevo Testamento se presenta la ley como regla de vida? Evidentemente el apóstol no tenía tal pensamiento cuando dijo:

“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación. Y a todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios” (Gálatas 6:15-16).

¿A qué regla se refiere? ¿La ley? No, sino la nueva creación. En el capítulo 20 de Éxodo, no se trata de “nuevas criaturas”; al contrario, ese capítulo se dirige al hombre tal como es, en su estado natural que pertenece a la vieja creación, y le pone a prueba para saber lo que verdaderamente está en condiciones de hacer. Por tanto, si la ley fuese la regla por la cual los creyentes deben andar, ¿a qué se debe que el apóstol pronuncie una bendición sobre los que andan según una regla totalmente diferente? ¿Por qué no dice: «A todos los que andan conforme a la regla de los diez mandamientos»? ¿No es, pues, evidente que, según este pasaje, la Iglesia de Dios tiene una regla más elevada conforme a la cual debe andar? Sin ninguna duda. Aunque, incuestionablemente, los diez mandamientos forman parte del canon de los libros inspirados, nunca podrían ser la regla de vida para aquel que, por la gracia infinita, ha sido introducido en una nueva creación y ha recibido una nueva vida en Cristo.
            Tal vez se pregunte: «Pero ¿no es perfecta la ley?» Y si la ley es perfecta, ¿qué más puede pedirse? La ley es divinamente perfecta. Es más, la ley maldice y mata a los que no son perfectos y pretenden medirse con ella precisamente a causa de su misma perfección. “La ley es espiritual; más yo soy carnal, vendido al pecado” (Romanos 7:14). Es absolutamente imposible formarse una idea justa de la perfección y espiritualidad de la ley. Mas esta ley perfecta, al ponerse en contacto con la humanidad caída, al chocar esta ley espiritual con “la intención de la carne”, no puede “obrar” más que “ira” y “enemistad” (Romanos 4:15; 8:7). ¿Por qué? ¿Porque la ley no es perfecta? Al contrario; porque la ley es perfecta, y el hombre es pecador. Si el hombre fuese perfecto, cumpliría la ley según toda su perfección espiritual; y asimismo el apóstol nos dice, tocante a los verdaderos creyentes, que a pesar de llevar todavía en ellos una naturaleza corrompida, “la justicia de la ley se cumple en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4). “Porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley… el amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:8-10; compárese Gálatas 5:14, 22-23). Si yo amo a una persona, no le hurtaré lo que le pertenece, antes, al contrario, procuraré hacerle todo el bien que pueda. Todo esto es claro y fácil de comprender para un alma espiritual, y confunde a los que quieren hacer de la ley el principio de vida para el pecador, o la regla de vida para el creyente.
            Si consideramos la ley en sus dos grandes mandamientos, vemos que ordena al hombre amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente, y a su prójimo como a sí mismo. Tal es el resumen de la ley. He aquí lo que la ley pide sin disminuir lo más mínimo de ello. ¿Y cuál es el hijo caído de Adán que haya podido responder jamás a esta doble exigencia de la ley? ¿Cuál es el hombre que podría decir que ama a Dios y a su prójimo así? “La intención (lit.: la mente, esto es, la intención o deseo que tenemos por naturaleza) de la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la voluntad de Dios, ni tampoco puede” (Romanos 8:7). El hombre aborrece a Dios y sus preceptos. Dios se ha manifestado en la persona de Cristo, no en su gloriosa majestad, sino con todo el atractivo y la dulzura de una gracia y condescendencia perfectas. ¿Cuál fue el resultado de ello? El hombre aborrece a Dios. “Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan 15:24). Más se dirá: «El hombre debía haber amado a Dios.» Sin duda que sí; y si no le ama merece la muerte y la perdición eterna. Pero ¿puede la ley producir este amor en el corazón del hombre? ¿Es éste su objeto? De ninguna manera; “pues la ley produce ira”; “por medio de la ley es el conocimiento del pecado”; “fue añadida a causa de las transgresiones” (Romanos 4:15; 3:20; Gálatas 3:19). La ley halla al hombre en un estado de enemistad contra Dios; y sin cambiar nada este estado, porque no es este su objeto, le manda amar a Dios de todo su corazón, y le maldice si no lo hace. No pertenecía al dominio de la ley el cambiar o mejorar la naturaleza del hombre; no podía tampoco darle el poder para responder a sus justas exigencias. La ley dice: “Haz esto, y vivirás”. Ordena al hombre a amar a Dios, pero sin revelarle lo que Dios es para el hombre aun en su culpabilidad y en su ruina; y, no obstante, dice al hombre lo que él debe ser para Dios. ¡Qué terrible misterio! No se demuestra en esto el poderoso atractivo del carácter de Dios, que produce en el hombre un verdadero arrepentimiento hacia Él, fundiendo su corazón de hielo y elevando su alma a un afecto y adoración sinceras. No; la ley era un mandamiento perentorio a amar a Dios; y en lugar de crear este amor, la ley “obra” la “ira”, no porque Dios no deba ser amado, sino porque el hombre es un pecador.
            A continuación, leemos: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Ama el hombre natural a su prójimo como a sí mismo? ¿Es éste el principio, la regla que prevalece en las cámaras de comercio, en la bolsa, en los bancos, en los mercados y ferias de este mundo? ¡Desgraciadamente no! El hombre no ama a su prójimo como a sí mismo. Debería hacerlo; y si su condición fuese buena lo haría. La condición en que el hombre se halla, es totalmente mala, y a menos que no “nazca de nuevo” (Juan 3:3-5), por la Palabra y por el Espíritu de Dios, no puede “ver ni entrar en el reino de Dios”. La ley no puede producir este nuevo nacimiento. Ella mata al “hombre viejo”, pero no crea ni puede crear al “nuevo hombre”. Sabemos que el Señor Jesús ha reunido a la vez, en su gloriosa persona, a Dios y a nuestro prójimo; teniendo en cuenta que Él era, según la verdad fundamental de la doctrina cristiana, “Dios manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Ahora bien, ¿cómo ha sido tratado Jesús por el hombre? ¿Le amó este último con todo su corazón y como a sí mismo? Todo lo contrario. El hombre crucificó a Jesucristo entre dos malhechores, después de haber preferido a un ladrón y homicida a este Ser bendito, el cual “anduvo haciendo bienes” por todas partes; el cual descendió de las moradas eternas de la luz y del amor, siendo Él mismo la personificación de este amor y de esta luz; cuyo corazón estaba lleno de la más pura simpatía para con las necesidades de la pobre humanidad y su mano siempre dispuesta a enjugar las lágrimas del pecador, aliviando sus sufrimientos. Así pues, al contemplar la cruz de Cristo, vemos la demostración irrecusable del hecho demostrativo de la impotencia del hombre para guardar la ley, porque tal poder simplemente no está en su naturaleza.
            Tales son los principios con los cuales termina el Espíritu Santo esta parte tan notable del libro inspirado. ¡Dios quiera que queden estos principios grabados en nuestro corazón, a fin de hacernos comprender de un modo más claro y cabal la diferencia esencial que existe entre la ley y la gracia!




NOTA

N. del E. — La Palabra no habla de la ley como abolida con respecto al gobierno moral de Dios en el mundo (como en 1 Timoteo 1:7-10), sino en cuanto a su aplicación a los cristianos. Para la salvación, para justicia, para la paz, para la vida, para la justificación, la ley ha sido totalmente abolida por la cruz.

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