martes, 1 de diciembre de 2015

¡Nace un Rey!

En Navidad, muy correcta­mente, pensamos en el na­cimiento del Redentor. Pe­ro, ¿somos conscientes que ese Redentor es un Rey?
En Lucas 1:26-33, el evan­gelista narra lo siguiente: "Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David; y el nombre de la virgen era María. Y en­trando el ángel en donde ella estaba, dijo: ¡Salve, muy favo­recida! El Señor es contigo; ben­dita tú entre las mujeres. Mas ella, cuando le vio, se turbó por sus palabras, y pensaba qué sa­lutación sería esta. Entonces el ángel le dijo: María, no temas, porque has hallado gracia de­lante de Dios. Y ahora, concebi­rás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Este será grande, y se­rá llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siem­pre, y su reino no tendrá fin."
Cada uno de los autores de los evan­gelios, a pesar de que los cuatro, por su­puesto, proclaman el mismo mensaje, ha destacado un punto en especial:
- Mateo habla de Cristo, el Rey.
- Marcos nos muestra a Cristo, el siervo.
- En Lucas se habla de Cris­to, el hombre.
- Y Juan proclama a Cristo en Su deidad.
Por lo tanto, es mucho más interesante que, justamente el evangelista Lucas, quien escri­be su evangelio basándose principalmente en Cristo el hombre, hable del nacimiento del Rey: "Y reinará sobre la ca­sa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin" (Le. 1:33). En el evangelio del rey (Ma­teo), se menciona claramente que los Sabios de Oriente bus­caban un rey: "Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos ma­gos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha naci­do? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle" (Mt. 2:1-2). Pero, la mención directa y literal del Rey, cuyo reino no tendrá fin, no la encontramos en Mateo, sino solamente en Lucas.
Hay otro pasaje en los evan­gelios en el cual nuestro Señor es llamado Rey, y esto es en el evangelio de Juan. En el con­texto de la entrada de nuestro Señor a Jerusalén, en el domin­go de palmas, Juan cita Zacarí­as 9:9: "No temas, hija de Sion; he aquí tu Rey viene, montado sobre un pollino de asna" (Jn. 12:15). Esto es, sin lugar a du­das, un indicio especialmente claro de la dignidad real de nuestro Señor Jesucristo.
Ahora, hágase la siguiente pregunta: Cuando usted festeja la Navidad y ve al niño en el pesebre, ¿en qué piensa? Se­guramente en el Salvador, el Redentor, el Libertador. Y eso también es correcto. Después de todo, el mensaje del ángel a los pastores, entre otras cosas, decía: "Os ha nacido hoy; en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor" (Le. 2:11). De modo que es total­mente correcto que, en Navi­dad, nos alegremos por la lle­gada de nuestro Salvador, Re­dentor y Liberador. Pero, cuando este niño vino al mun­do, allá en Belén, ¡también na­ció un rey! Un rey de quien se dice: "Y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su rei­no no tendrá fin" (Le. 1:33). Y justamente eso es lo que a ve­ces se pierde en nuestra Navidad. No está mal adorar al Ni­ño de Belén como Redentor y Salvador; ¡pero ese niño es un Rey y como tal quiere ser hon­rado y adorado!
Además, el reinado de Jesús no faltó tampoco en el anun­cio del ángel a los pastores, al contrario - el ángel les dijo cla­ramente: "Os ha nacido hoy; en la ciudad de David, un Salva­dor, que es CRISTO el Señor" (Le. 2:11). La expresión "en la ciudad de David...el Señor", ya testifica con suma claridad de un reino, pero, aparte, la ex­presión "Cristo" también indi­ca realeza. El nombre "Cristo" significa "el Ungido". En Israel, los sacerdotes y los reyes eran instituidos solemnemente en su función a través de la un­ción con aceite. De ahí que - especialmente al comienzo de la era de los reyes - el califica­tivo "el Ungido", era uno de los títulos del rey. Y este título lo lleva nuestro Señor. Es decir: ¡Él es rey y vino a este mundo como tal!
Incluso cuando leemos la historia de Navidad, según Mateo - el evangelio del rey nuestros pensamientos fácil­mente se desvían. Si bien so­mos conscientes de que los Sa­bios buscaban un rey, pronto olvidamos la realeza de Jesús, y nos apresuramos otra vez al establo de Belén para ver al Redentor. Pero, ¡los Sabios buscaban a un rey y rindieron homenaje a un rey! Ellos en­traron "en la casa, vieron al ni­ño con su madre María, y pos­trándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecie­ron presentes: oro, incienso y mirra" (Mt. 2:11). Sí, los pasto­res buscaban a un niño que era su Redentor, su Libertador, y los sabios buscaban un niño que era un Rey - ¡y ambos son parte de la historia navideña!
Deberíamos, nuevamente, tomar muy en serio el mensaje de Lucas: "Y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin" (Le. 1:33). Él, verdaderamente vino por nosotros, como nuestro Redentor, Libertador y Salva­dor, pero, del mismo modo, Él también vino como nuestro gran Rey. Y esta verdad la que­remos analizar un poco más a fondo ahora.

¿En verdad Jesús también es nuestro Rey?
El texto lo dice con clari­dad: "Y reinará sobre la casa de Jacob para siempre..." (Lc. 1:33). La casa de Jacob es Is­rael. Lo extraño, en nosotros los cristianos, es esto: ¡A algu­nas cosas que realmente, en primer lugar, están dirigidas a Israel, en Jesús las aceptamos para nosotros como si tal cosa, mientras que a otras no! Está claro que nuestro Señor vino, en primer lugar, como rey, pa­ra Israel, y que Su reino tiene una importancia mucho más profunda que aquello que les estoy diciendo. Después de to­do, Su reino alcanza hasta el reinado de mil años, hasta que Él haya entregado el reino a Su Dios y Padre. Pero, a pesar de eso, Él también es el Rey suyo y mío - en forma muy personal. Es justamente la his­toria de la Navidad, la que deja muy en claro que es impo­sible separar al Sal­vador y Redentor de Su reino.
En Lucas 2:11, en una misma frase se habla tanto del Salvador como también del Rey: "Os ha nacido hoy, en la ciudad de Da­vid, un Salvador, que es CRISTO el Señor." ¿Podríamos hacer una separa­ción aquí, diciendo: "El salvador es para mí, pe­ro Cristo el Señor - o sea el rey - es para Israel"? ¡No, por su­puesto que no! ¡Eso es imposi­ble! ¡O su Salvador es también su Rey, su Señor - es decir aquel que tiene el derecho de reinar sobre usted - o usted no tiene ningún Salvador!
Nuestro Señor Jesús tiene el derecho de dominio sobre nuestras vidas. En ese sentido, Él realmente es nuestro Rey, nuestro Señor. Él mismo dijo: "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando" (Jn. 15:14). Reconozcamos que en esta declaración del Señor te­nemos ambas cosas, al Salva­dor y al Rey. "Vosotros sois mis amigos", ése es el Salvador. Y luego: "Si hacéis lo que yo os mando", ése es el Rey. El reci­bir al Salvador siempre tiene que ver también con la obe­diencia hacia el Rey. Por eso, Pablo, en Romanos 1:5, donde menciona su apostolado, ha­bla de la obediencia de la fe, que él quería establecer entre todos los gentiles. De modo que la fe no solamente es un medio de gracia, a través del cual puedo llegar al Salvador, sino que la fe siempre tiene que ver también con la obe­diencia. En Romanos 15:18, Pablo habla de eso, cuando di­ce que él quiere llevar a los gentiles a la obediencia en pa­labra y obra. Y en el capítulo 16:19 de la carta a los roma­nos, da testimonio de ellos di­ciendo: "Porque vuestra obe­diencia ha venido a ser notoria a todos"
También en 2a Corintios 10:5, Pablo habla de la obe­diencia a Cristo: "Llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo "O sea que está claro: Usted no solamente recibió un Salvador, un Reden­tor y un Libertador, cuando Je­sús nació en Belén, sino tam­bién un Rey a quien usted per­tenece en cuerpo y alma. ¿Le queda claro esto? Y si le queda claro, ¿lo quiere aceptar tam­bién para su vida personal?

Los derechos de dominio de un rey:
"Dijo, pues: Así hará el rey que reinará sobre vosotros: to­mará vuestros hijos, y los pon­drá en sus carros y en su gente de a caballo, para que corran delante de su carro; y nombra­rá para sí jefes de miles y jefes de cincuentenas; los pondrá asimismo a que aren sus cam­pos y sieguen sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros. Tomará también a vuestras hi­jas para que sean perfumado­ras, cocineras y amasadoras. Asimismo tomará lo mejor de vuestras tierras, de vuestras vi­ñas y de vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Diezmará vuestro grano y vuestras viñas, para dar a sus oficiales y a sus siervos. Tomará vuestros sier­vos y vuestras siervas, vuestros mejores jóvenes, y vuestros as­nos, y con ellos hará sus obras. Diezmará también vuestros re­baños, y seréis sus siervos" (1 Samuel 8:11-17).
Estas fueron las palabras que Samuel dirigió a Israel, después que la gente expresa­ra su deseo de un rey. Se trata aquí de un rey terrenal, nor­mal, para Israel. Pero, estos versículos expresan con bas­tante claridad el derecho abso­luto de dominio del rey, y lo hacen con frases como: "To­mará vuestros hijos... Tomará también a vuestras hijas... To­mará lo mejor de vuestras tie­rras, de vuestras viñas y de vuestros olivares... Diezmará vuestro grano y vuestras vi­ñas... Tomará vuestros siervos y vuestras siervas, vuestros me­jores jóvenes, y vuestros as­nos. .. Diezmará también vues­tros rebaños... Seréis sus sier­vos”. Eso en sí ya es bastante duro y exorbitante. Samuel ad­virtió a Israel con mucha serie­dad, y señaló: "Si ustedes real­mente quieren un rey recuer­den que eso no será sencillo. Porque un posible rey exigirá de ustedes todo, sea lo que sea que desee. Y entonces no les será posible decir que no. De lo contrario: Le pertenecerán con sus cuerpos, sus bienes, y sus vidas."
Se trata aquí del derecho de dominio de un rey de Israel, pero que eso no nos dé ahora una seguridad falsa. No debe­ríamos pensar: "Y... el reinado de Jesucristo por suerte no es tan duro, no tengo mucho que temer." Si pensamos así, en­tonces estamos en el camino equivocado. Aun cuando el Se­ñor Jesús no obliga a nadie a ser Su discípulo, Su derecho de dominio es tan absoluto como lo era en el caso de un rey de Israel. Eso significa: Si hemos aceptado Su obra redentora, entonces Él también dice acer­ca de nuestra vida: "Yo to­mo..." Él, nuestro Rey, toma todo lo que Él quiera. Y Él nos quiere tener totalmente. Él quiere todo nuestro corazón, todo nuestro afecto, nuestro primer amor, toda nuestra obediencia. Él exige una fe to­tal, una confianza absoluta, una fidelidad total. Él quiere nuestro mejor tiempo, busca todo nuestro empeño, espera una entrega del cien por ciento. Él desea una aplicación desinteresada, busca una apli­cación total y también quiere ser el Señor de nuestros bienes materiales.
¿Quiere darle todo esto a su Rey? ¿Quiere servirle de esta manera? ¿Quiere entregarle to­do esto de corazón, y decirle: "Reina tú sobre mí; a Ti te per­tenezco con cuerpo y alma"? Quizás usted necesite un nue­vo avivamiento con respecto a su Rey. Al pueblo de Israel, Dios el Señor una vez le tuvo que decir a través de Oseas: "Sembrad para vosotros en jus­ticia, segad para vosotros en misericordia; haced para vos­otros barbecho; porque es el tiempo de buscar a Jehová, has­ta que venga y os enseñe justi­cia" (Os. 10:12), porque el pue­blo había desbaratado Su de­recho de dominio por medio del pecado. ¿Será que también en su caso esto es así?
¿Quizás usted en este mo­mento caiga en la cuenta de que le ha quitado los derechos de propiedad a su Rey, de que usted no le pertenece en cuer­po y alma? Si es así, entonces usted necesita una conversión, un avivamiento personal. Pero, ¿qué es eso de una conversión, de un avivamiento personal? El predicador Salomón dice en Eclesiastés 3:3: "Tiempo de des­truir, y tiempo de edificar." Cuando Dios quiere dar un avivamiento - algo nuevo -, eso sucede en la siguiente se­cuencia: destruir y edificar. An­tes de toda renovación interior, primeramente hay que desba­ratar en gran manera, y des­pués, entonces, se puede edifi­car algo nuevo. Pero, ¿qué es lo que tiene que ser desbaratado? ¡Aquello que le ha quitado Sus derechos de propiedad a su Rey! Sobre el Rey Asa, quien en su tiempo pudo experimentar un avivamiento, leemos: "E hi­zo Asa lo bueno y lo recto ante los ojos de Jehová su Dios. Por­que quitó los altares del culto extraño, y los lugares altos; que­bró las imágenes, y destruyó los símbolos de Asera; y mandó a Judá que buscase a Jehová el Dios de sus padres, y pusiese por obra la ley y sus manda­mientos" (2 Cr. 14:2-4). Todo lo que en el correr de muchos años había sido levantado en el reino de Judá, cosas contrarías a Dios y cosas pecamino­sas, fue destruido por Asa. Pri­mero tuvo que desbaratar y quitar todo lo que consciente­mente había ido entrando al reino, en lo que se refiere a in­mundicias abominables. Antes de hacer esto, no habría una renovación, un avivamiento.
A veces pedimos por aviva­miento, pero no tiene sentido orar, si cada uno de nosotros, personalmente, no estamos dispuestos a desbaratar y qui­tar de nuestras vidas todo lo que sea innecesario, allí donde sea necesario. Antes de que la ciudad de Jericó fuera con­quistada, Josué dijo a los israe­litas: "Pero en cuanto a vos­otros, guardaos ciertamente de las cosas dedicadas al anate­ma, no sea que las codiciéis y tomando de las cosas del ana­tema, hagáis maldito el cam­pamento de Israel y traigáis desgracia sobre él” (Jos. 6:18, LBLA). Un hombre llamado Acán tomó algo del anatema, a pesar de la prohibición, y lo enterró debajo de su tienda. La consecuencia fue lo que Josué había anunciado: gran desgra­cia sobrevino a Israel, sufrien­do una derrota contra la pe­queña ciudad de Hai. A causa de eso, Josué se tiró al suelo y co­menzó a orar, como quizás nunca lo había hecho en toda su vida: "Entonces Josué rom­pió sus vestidos, y se postró en tierra sobre su rostro delante del arca de Jehová hasta caer la tarde, él y los ancianos de Is­rael; y echaron polvo sobre sus cabezas. Y Josué dijo: ¡Ah, Señor Jehová! ¿Por qué hiciste pasar a este pueblo el Jordán, para en­tregarnos en las manos de los amorreos, para que nos destru­yan? ¡Ojalá nos hubiéramos quedado al otro lado del Jor­dán! ¡Ay, Señor! ¿Qué diré, ya que Israel ha vuelto la espalda delante de sus enemigos? Por­que los cananeos y todos los moradores de la tierra oirán, y nos rodearán, y borrarán nues­tro nombre de sobre la tierra; y entonces, ¿qué harás tú a tú grande nombre?" (Jos. 7:6-8). Una oración que toca el cora­zón, pero el Señor contestó a este ruego diciendo: "Y Jehová dijo a Josué: Levántate; ¿por qué te postras así sobre tu ros­tro? Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido, y aun lo han guardado entre sus enseres. Por esto los hijos de Is­rael no podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus enemigos volverán la es­palda, por cuanto han venido a ser anatema; ni estaré más con vosotros, si no destruyereis el anatema de en medio de vos­otros" (vs. 10-12).
¡Qué serias e inequívocas palabras! El Señor le estaba di­ciendo acá: "No sirve de nada, Josué, que ores de esta manera y que implores delante de mi presencia, deja eso. Más bien debes estar dispuesto a hacer lo que en este caso, sin lugar a dudas, es necesario hacer, ¡de otro modo Yo ya no es­toy con ustedes!" Is­rael no tendría tran­quilidad, ni alcanzaría otra victoria, si no es­taba dispuesto a derri­bar el baluarte del pe­cado acontecido en su medio. Aun si el pue­blo entero orara día y noche, eso no tendría ningún sentido. No, si­no que debía asumir una postura absoluta­mente necesaria e in­dispensable.
Esto nos hace re­cordar las estremecedoras palabras de Jere­mías 15:1, donde dice: "Me dijo Jehová: Si Moisés y Samuel se pu­sieran delante de mí, no estaría mi voluntad con este pueblo; échalos de mi presencia, y salgan " O de Ezequiel 14:14, donde Dios el Señor dice: "Si estuvie­sen en medio de ella estos tres varones, Noé, Daniel y Job, ellos por su justicia librarían únicamente sus propias vidas, dice Jehová el Señor." ¿Por qué palabras tan duras? Porque Is­rael en ese tiempo quería reci­bir algo nuevo, pero no estaba dispuesto a derribar y quitar de en medio.
Lo mismo sucede con el re­nuevo necesario. ¡Algo así sólo puede suceder, si cada uno muy personalmente está dis­puesto a dar primeramente ese paso exigido por Dios, es decir, destruir! A eso nos llama el Nuevo Testamento. En Efesios 4:25 dice, por ejemplo: "Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque so­mos miembros los unos de los otros." En Colosenses 3:5 podemos leer: "Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornica­ción, impureza, pasiones desor­denadas, malos deseos y avari­cia, que es idolatría/' Y Santia­go dice en su carta: "Por lo cual, desechando toda inmun­dicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas" (Stg. 1:21).
Algunos dicen que un cris­tiano ya no puede cometer pe­cados graves. Pero si eso fuera así, ¿por qué entonces la Bi­blia habla de eso? ¿Por qué nos advierte de ya no cometer esos pecados? En Efesios 4:25, Pablo habla a "miembros", es decir a cristianos nacidos de nuevo. El hecho es que los cristia­nos renacidos, en todo tiempo son capaces de todo pecado. Y como eso es así, en las vidas de algunos creyentes Cristo ya no es Rey. Él ya no puede hacer uso de Su dere­cho de dominio. ¡Es una de las condiciones más importantes para una renovación minuciosa, que los cristianos co­miencen a destruir, a ordenar y a quitar de en medio!

¿Qué aspecto práctico tiene ese destruir?
Deberíamos ponernos sin reservas en la luz del Todopo­deroso. Y eso podría causarnos un gran sobresalto. Porque, entonces, quizás seamos re­pentina y duramente confron­tados con algo que en realidad no nos había importado mu­cho, algo en lo cual ya no, o ca­si no, pensábamos.
¿Ya le ha sucedido que en la presencia de Dios sus pecados, de repente, le han comenzado a pesar terriblemente, y que su condición corrompida, de un momento a otro, le ha hecho sufrir mucho? Sí, un cristiano puede experimentar algo así; y bendito el hijo de Dios a quien le sucede de tiempo en tiempo.
Recuerde a David, el hombre según el corazón de Dios, quien clama lastimeramente en el Salmo 38, diciendo: "Por­que mis iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; co­mo carga pesada se han agra­vado sobre mí Hieden y supu­ran mis llagas, a causa de mi locura... Porque mis enemigos están vivos y fuertes, y se han aumentado los que me aborre­cen sin causa" (Sal. 38:4-5; 19). Este salmo en la Biblia Scofield lleva el título: "La verdadera tristeza por el pecado". O recor­demos a Jeremías, quien de­lante de la ciudad de Jerusalén destruida, sólo pudo clamar: "El yugo de mis rebeliones ha si­do atado por su mano; atadu­ras han sido echadas sobre mi cerviz; ha debilitado mis fuer­zas" (Lam. 1:14).
Tanto David como Jeremí­as en estos versículos no ha­blan de los pecados de terce­ros - quizás de personas pa­ganas sino de los suyos pro­pios. Sí, bien por aquel cristia­no que le sucede de tiempo en tiempo, que casi quiere colapsar por descubrir una vez más todo lo que hay en él. Pe­ro, para eso debemos poner­nos sin reservas en la presen­cia, en la luz, del Todopodero­so. Sólo entonces veremos y reconoceremos nuestros pe­cados y errores. Es entonces que podemos comenzar, de­rribar y ordenar. Es entonces que puede haber una renova­ción personal.
¿Cree usted esto? Sí lo cree, entonces, ¡por qué no dar nue­vamente esos pasos! Devuél­vale a Su Rey Su zona de domi­nio. Entréguese a Él de nuevo, con todo lo que eso implica. Porque: ¡En Belén nació un Rey! También eso es Navidad.

Llamada de Medianoche, Diciembre 2012

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