CAPÍTULOS 2:10-17 y 3:1-15 LA CONDICIÓN DEL PUEBLO
(continuación)
En el fondo, ¿qué es temer a Jehová? El temor es el sentimiento de un
inferior hacia un superior. Temer a Dios es reconocer, como criaturas, su
soberanía y sus derechos absolutos sobre nosotros, así como la autoridad de su
Palabra. Lo mismo ocurre en el caso de nuestras relaciones con Cristo, dado que
somos siervos a los que él adquirió para sí al pagar nuestro rescate. El temor
implica el sentimiento de la obediencia debida a la Autoridad, a sus órdenes y
a sus mandamientos, como así también el sentimiento del servicio que debe
prestársele. Ahora bien, el servidor, al obedecer, trata de agradar a su señor,
a quien le debe todo. Un siervo teme a su amo, un hombre al magistrado, una
mujer a su marido, un hijo a su padre, pues todos los nombrados en segundo
término son representantes de una autoridad que les ha sido confiada por Dios.
No hablamos del amor que implican estas diversas relaciones, sino decimos que
el temor debe ser la base de ellas y el factor determinante de toda nuestra
marcha aquí abajo. Por eso la primera epístola de Pedro, la que habla de la
conducta cristiana, insiste continuamente acerca del temor. Conozco a Dios como
mi Padre, me acerco a él con entera confianza infantil y filial, pero sin
perder de vista la deferencia que le es debida. Reconozco sus derechos sobre mí
como Dios, Creador, Señor y Amo, y mi único pensamiento será servirle, no con
el temblor de un siervo envilecido por el yugo, sino con el pleno disfrute de
mi relación con él, como hijo.
Si en el hombre no hay temor de Dios, no hay nada, ningún vínculo moral
entre el alma y él (Salmo 36:1-4). Eso es lo que le falta a una profesión
religiosa sin vida, al igual que al hombre incrédulo. El hombre natural, aun si
lleva el nombre de Cristo, siempre tiene por guía su propia voluntad, enemiga
de la voluntad de Dios, a la que no puede someterse (Romanos 8:7). En cambio,
el hecho de convertirse en cristiano implica desde el comienzo una sumisión de
fe a la voluntad de Dios. «¿Qué haré, Señor?» pregunta Saulo en el camino a
Damasco (Hechos 22:10). La voluntad propia es quebrantada y juzgada y la de
Dios es aceptada como el único medio de salvación: «Él, de su voluntad, nos
hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas»
(Santiago 1:18). ¡Vuelvan a mí!
«Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido
consumidos» (v. 6). Si bien el corazón del hombre rechaza a Dios y le
desprecia, Dios no varía. Hace promesas a Jacob y las cumplirá cueste lo que
costare, pues él es un Dios fiel y no puede negar su eterna bondad. Pero
también es un Dios justo que no puede tolerar el mal; es preciso, pues, que los
malos sean consumidos, y sólo su gracia detiene aún la espada del juicio. Me
empeño en probaros —dice Jehová— a vosotros que no teméis mi nombre y que
caeréis bajo los golpes de mi ira, que no he abandonado mis promesas; la prueba
es que no os he consumido. Aguardo pacientemente que os desviéis del mal, pues
mi paciencia es salvación. «Desde los días de vuestros padres os habéis
apartado de mis leyes, y no las guardasteis». Yo aguardo con paciencia para que
os volváis a ellas. ¿No me escucharéis? «Volveos a mí, y yo me volveré a
vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos» (v. 7). Por mi parte, nada ha
cambiado; por la vuestra, ¿qué haréis?
Volvemos a encontrar, en este pasaje, las primeras palabras del profeta
Zacarías: «Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los
ejércitos» (Zacarías 1:3), pero hechas tanto más instantes y apremiantes por
cuanto el profeta Malaquías las había hecho preceder de estas otras palabras:
«Yo os he amado» (1:2), muy apropiadas para tocar el rebelde corazón de Israel.
En este último esfuerzo por sacudir la endurecida conciencia del hombre, Dios,
antes de presentarle su responsabilidad, deseaba convencerle de lo que había en
Su corazón. «De tal manera amó Dios al mundo»; esto es el Evangelio, y —mucho
más de lo que lo hace Zacarías— Malaquías, el último profeta, incursiona en él
de distintas maneras.
¿Qué respuesta da el pueblo a este llamado? «Más dijisteis: ¿En qué
hemos de volvernos?». ¿Acaso no ofrecemos sacrificios? ¿No observamos el sábado
y las fiestas prescritas? ¿No nos presentamos con regularidad en el templo? ¿No
es duro Jehová al exigirnos más? ¿En qué hemos faltado para que Dios nos
imponga una conversión? Es la palabra del hijo mayor —en la historia del hijo
pródigo— cuando le dice a su padre: ¿No eres tú quien no me ha tenido en
cuenta, ya que no me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos?
De hecho, el pensamiento de la conversión no entra en el corazón del
profesante, cualquiera sea la dispensación a la que pertenezca. Dirá: ¿Qué
deberes he dejado de cumplir? ¿No me he bautizado? ¿No he confirmado el voto de
mi bautismo? ¿Acaso me comporto como un pagano idólatra? ¿No voy al templo'?
¿No cumplo mis deberes religiosos? ¿No doy limosnas?
Se trata a Dios de igual a igual. ¿Me hablas de volver? ¡No me hace
falta en absoluto! Esta indiferencia es un insulto a Dios. El corazón del
profesante, a pesar de las apariencias exteriores, permanece insensible, como
así también su conciencia. El pueblo judío bien lo demostró cuando, 420 años
más tarde, el Señor vino a su templo. Con los mismos caracteres religiosos que
los descritos en Malaquías, estos hombres ponen al Mesías en la puerta y le
crucifican. ¿Qué harían hoy?
« ¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis:
¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con
maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado» (v. 8-9). La
inconsciencia es un nuevo rasgo que les caracteriza a todos.
Entonces Dios les pone a prueba, o más bien les invita a que le prueben
a él. Traed —les dice los diezmos prescritos por la ley, a fin de que haya
alimento en mi casa, y probadme así. Me comprometo a abriros las esclusas de
los cielos si obedecéis a mi palabra, a derramar sobre vosotros la bendición
hasta que sobreabunde, a reprender en favor vuestro a aquel que devora y
aniquila vuestras cosechas. Vuestro diezmo os producirá el céntuplo (v. 10-11).
Eso había sucedido en los tiempos de Nehemías (Nehemías 13:10-14). Por un
tiempo, los jefes habían escuchado y los levitas que carecían de todo habían
vuelto a tomar confianza. Este estado no había durado. Se podría decir que en
tiempos del Señor ocurría algo distinto, pues los fariseos pagaban el diezmo
del eneldo y del comino sobrepasando aun las prescripciones de la ley. Sin
duda, pero habían dejado «lo más importante de la ley: la justicia, la
misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello»
(Mateo 23:23). Más aun, al cumplir estrictamente sus deberes religiosos no
tenían como meta más que atraer las miradas de los hombres, sin tener en cuenta
a Aquel que veía y juzgaba el estado de sus corazones.
Aquí, el pueblo no consiente en hacer la prueba que Jehová le propone,
pues no tiene ninguna confianza en Dios. ¿Hoy día, bajo el régimen de la
gracia, las cosas han cambiado? ¿Los hombres abandonan ventajas presentes por
tener en vista bendiciones futuras? Si hicieran sus limosnas según los
pensamientos de Dios, tendrían miedo de caer en la miseria.
Queridos amigos cristianos, ¿no debemos confesar que tal vez compartimos
estos sentimientos del mundo, cuando se trata de dar con liberalidad para los
servidores de Dios, como este pueblo de antaño tenía que proveer el alimento
para los levitas? No hablo de sacrificios que creemos tener que hacer para
sostener nuestra causa o nuestros partidos, sino de nuestras liberalidades por
doquier veamos obreros del Señor ocupados en el servicio de Su casa. Cuando
sólo Dios puede tomar conocimiento de ello, ¿damos para él todo lo que
deberíamos dar? Esta llaga se mostró ya en los orígenes de la Iglesia, con
Ananías y Safira. No hablo de que mintieran al Espíritu Santo, lo que era un
pecado para muerte y atrajo sobre esos creyentes el juicio de Dios, sino del
hecho de que, al disimular una parte de su haber, denotaran su falta de
confianza en un Dios que les hubiera devuelto hasta cien veces lo que hubieran
hecho por él y los suyos. Cómo deberíamos aprender a contar de manera más
absoluta con esta promesa de Dios: «Os abriré las ventanas de los cielos, y
derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde» (v. 10).
Muchas pruebas que afligen a los cristianos podrían tener por causa esta
falta de confianza en Dios. El insecto «devorador» no es reprendido a favor
nuestro porque no hemos comprendido que todo lo que Dios nos da nos lo confía
para su servicio. Apliquémonos, pues, esta palabra en primerísimo lugar, antes
de juzgar a los demás. Sólo Dios pesa los motivos que nos hacen obrar. La pobre
viuda daba más del diezmo al tesoro del templo; ella sacrificaba para la casa
de Dios toda su subsisten-cia. Los siervos fieles, a quienes se les habían
confiado los talentos, los hacían valer enteramente para su Señor. Todo el
fruto de las victorias de David iba a la casa de Jehová, y no guardaba nada de
ello para sí mismo.
El mundo se gloría de los esfuerzos de la caridad, los que prueban
—según dice— la solidaridad de la familia humana. Dejemos a Dios el cuidado de
distinguir lo que, en estas liberalidades, está hecho para él. Todo otro motivo
no tiene valor a sus ojos, pues los diezmos deben ser traídos al templo de
Dios. Confiemos en un Dios galardonador y dispongamos liberalmente para él de
lo que de hecho le pertenece. No tendremos, por cierto, ningún mérito en eso;
sin embargo, estemos seguros de que unas bendiciones abundantes acompañarán
siempre la devoción de nuestros corazones hacia él: la viña no quedará estéril;
«y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable,
dice Jehová de los ejércitos» (v. 12).
La incredulidad del pueblo, su indiferencia, su falta de confianza en
Dios, le llevan a una última afirmación, mucho más terrible que todas las
demás: «Vuestras palabras contra mí han sido violentas, dice Jehová. Y
dijisteis: ¿Qué hemos hablado contra ti? Habéis dicho: Por demás es servir a
Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley, y que andemos afligidos en presencia
de Jehová de los ejércitos? Decimos, pues, ahora: Bienaventurados son los
soberbios, y los que hacen impiedad no sólo son prosperados, sino que tentaron
a Dios y escaparon» (v. 13-15). En un sentido, el pueblo había obedecido, en
tiempos de Nehemías, acerca de los diezmos (Nehemías 13:10-14) y, sin embargo,
todavía estaban pobres y esclavizados. Entonces, en vez de examinarse a sí
mismos, se rebelan contra Dios. Así termina la historia moral de Israel, así
como la del mundo. Él ve cómo el orgullo tiene éxito, cómo los malos consiguen
riquezas y honores, y no solamente envidia a los inicuos (Salmo 73) sino que
apela a ello para negar a Dios y blasfemarle.
Antes de abordar un nuevo tema, recapitularemos el estado moral del
pueblo y del sacerdocio, caracterizado por los diversos asuntos contenidos en
estos capítulos. Esos asuntos, que son nueve, denotan una culpable ignorancia
respecto:
1. del amor de Dios (1:2);
2. de lo que se le debe (1:6);
3. del culto que hay que rendirle
(1:7);
4. de lo que conviene a la pureza
de su Mesa (1:12);
5. de su santidad y su justicia
(2:17);
6. de su propia perfidia (2:14);
7. de lo que es una verdadera
conversión (3:7);
8. de la consagración en el servicio;
todo lo cual termina en
9. de la abierta rebeldía contra
Dios, ¡sin que ellos siquiera tengan conciencia de esta rebeldía! (3:13).
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