domingo, 1 de marzo de 2015

CRISTO EN LA BARCA

Marcos 4: 35-41

Hay un proverbio inglés que dice: « La necesidad imperiosa del hombre es una oportunidad para Dios ». Nos gusta repetirlo porque lo creemos; sin embargo, cuando nos vemos en un gran apuro, pocas veces esta­mos dispuestos a contar únicamente con la oportuni­dad de Dios. Una cosa es exponer una verdad o escu­charla, y otra tomar conciencia del alcance y signifi­cado de esa verdad. No es igual hablar del poder de Dios para guardarnos de la tempestad al mismo tiempo que navegamos sobre un mar en reposo, que poner a prueba ese mismo poder cuando se desata el temporal a nuestro alrededor. Sin embargo, Dios sigue siendo el mismo. En la tempestad o en la calma, en la enferme­dad o en la salud, en la prueba o en la prosperidad, en la pobreza o en la abundancia, él es "el mismo ayer, y hoy, y por los siglos" (Hebreos 13: 8); él es la misma verdad con la cual puede contar la fe en cualquier tiempo y circunstancia.
Por desgracia, ¡somos incrédulos!, y esa increduli­dad es causa de flaquezas y caídas. Nos hallamos per­plejos y agitados cuando deberíamos estar tranquilos y confiados; trabajamos toda la noche echando la red a diestra y siniestra en vez de buscar la dirección de lo alto; en lugar de mirar a Jesús, buscamos ayuda a nuestro alrededor. Y de este modo, salimos perdiendo mucho al mismo tiempo que deshonramos al Señor en nuestros caminos. Pocas faltas habrá, sin duda, por las que debamos humillarnos más que por nuestra tenden­cia a no confiar en el Señor cuando surgen las dificulta­des y las pruebas; y ciertamente afligimos su corazón al no confiar en él, pues la desconfianza hiere siempre a un corazón que ama.
Veamos, por ejemplo, la escena entre José y sus hermanos en Génesis 50: "Viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos abo­rrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José lloró mientras hablaban" (v. 15-17).
Poca cosa era a cambio de todo el amor y los cui­dados que José había prodigado a sus hermanos. ¿Cómo podían pensar que él, que les había perdonado tan graciosa y completamente, que había salvado sus vidas cuando estaban enteramente en sus manos, que­rría, después de tantos años de bondad, desatar contra ellos su cólera y su venganza ? Fue grave el error de parte de ellos, y no es de extrañar que José llorara mientras hablaban. ¿Cuál fue la respuesta a tan infun­dado temor y terrible sospecha? ¡Lágrimas! ¡Así es el amor! "Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a voso­tros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les habló al corazón" (v. 19-21).
Así ocurrió con los discípulos en la ocasión que estamos estudiando. Meditemos un poco los pasajes.
"Aquel día, cuando llegó la noche, les dijo: Pase­mos al otro lado. Y despidiendo a la multitud, le toma­ron como estaba, en la barca; y había también con él otras barcas. Pero se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal" (Marcos 4: 35-38).
Tenemos aquí una escena interesante a la vez que instructiva. Los pobres discípulos se ven impotentes, sin recursos. Una gran tempestad, la barca llena de agua, el Maestro durmiendo. Era realmente un momento de prueba y, si nos miramos a nosotros mis­mos, no nos extrañará el miedo y la agitación de los discípulos. De haber estado en su lugar, sin duda habríamos reaccionado igual. Sin embargo, puesto que el relato se escribió para nuestra enseñanza, debemos estudiarlo y tratar de aprender la lección que encierra.
Si consideramos los hechos estando al margen de toda agitación, nada nos parece más absurdo ni más irracional que la incredulidad. En la escena que nos ocupa, la incredulidad de los discípulos no parece razo­nable. En efecto, ¿acaso podía hundirse la barca que transportaba al propio Hijo de Dios? Y, sin embargo, eso es lo que temían. Sin duda en esos momentos no pensaban que era el Hijo de Dios. Estaban espantados: las olas amenazaban hundir la débil embarcación.
Humanamente, estaban perdidos, era una situación desesperada. El corazón incrédulo razona siempre así. Mira las circunstancias y deja a Dios de lado. En cam­bio, la fe mira a Dios y considera las circunstancias a la luz de la Palabra.
¡Qué diferencia! La fe se goza en la imperiosa necesidad del hombre, simplemente porque ella es una oportunidad para Dios. A la fe le gusta concentrarse en Dios, encontrarse, por así decirlo, sobre ese terreno ajeno al hombre, para que Dios manifieste su gloria: es entonces el momento de traer las «vasijas vacías» para que las llene Dios (véase 2 Reyes 4: 3-6). Podemos afir­mar que la fe habría permitido a los discípulos dormir junto a su divino Maestro en medio de la tempestad. Era, por otra parte, la incredulidad la que les hacía estar sobresaltados; al no poder permanecer tranquilos ellos mismos, molestaron el sueño del Señor con sus incrédulas aprensiones, cuando él, cansado por un tra­bajo agotador, hubiera querido aprovechar la travesía para reposar durante unos instantes. Él sabía qué era el cansancio. Al compartir nuestras circunstancias, puede conocer nuestros sentimientos y debilidades, ya que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.
En todo sentido fue hombre y, como tal, dormía sobre un cabezal, balanceado por las olas del mar. El viento y las olas sacudían la barca, a pesar de que el Creador se hallaba a bordo en la persona de ese Siervo abrumado y dormido.
¡Profundo misterio! El que hizo los mares y podía dominar los vientos en su mano poderosa, dormía allí, en el fondo de la barca, y dejaba que el viento le tratase sin más miramientos que a un hombre cualquiera. Así era en realidad la naturaleza humana de nuestro Señor. Estaba cansado, dormía, se dejaba llevar en medio de ese mar que sus manos habían hecho. Detente, lector, y medita sobre esta maravillosa escena. Considérala y piensa en ella. No podemos detenernos más, pero la admiramos al mismo tiempo que adoramos.
Como ya lo hemos dicho, la incredulidad fue la que hizo salir a nuestro bendito Señor de su sueño. "Y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cui­dado que perecemos?" (Marcos 4: 38). ¡Qué pregunta! "¿No tienes cuidado?" ¡Cuánto debió herir al Señor! ¿Podían pensar que era indiferente a su angustia en medio del peligro? Sin duda habían perdido de vista, por completo, su amor, —por no decir nada de su poder— ya que se atreven a decirle estas palabras: "¿No tienes cuidado?"
Y, sin embargo, amado lector creyente, ¿no tene­mos aquí un espejo que refleja nuestra propia miseria? Ciertamente. Cuántas veces, en los momentos de prueba y angustia, en nuestros corazones pensamos, aunque no lo digamos con los labios: "¿No tienes cui­dado?" Quizá estemos enfermos y suframos; sabemos que bastaría una palabra del Dios Todopoderoso para curar el mal y levantarnos, pero esa palabra no la dice. O quizá tengamos dificultades económicas; sabemos que el oro, la plata, el ganado de millares de valles y montañas son de Dios, que incluso los tesoros de todo el universo están en su mano; sin embargo, pasan los días sin que nuestros problemas se resuelvan. En pocas palabras, de un modo u otro atravesamos aguas profun­das; la tempestad se desata, las olas amenazan nuestra frágil embarcación, nos hallamos en apuros, sin recur­sos y nuestros corazones a punto de exclamar: "¿No tienes cuidado?" Basta con pensar en ello para sentirse profundamente humillado. La simple idea de entriste­cer el corazón de Jesús, lleno de amor, con nuestra incredulidad y desconfianza debería producir una pro­funda contrición.
Además, ¡qué locura es la incredulidad! ¿Cómo podría no tener cuidado de nosotros, Él, que dio su vida por nosotros, que dejó su gloria y vino a un mundo de trabajo y miseria, donde sufrió una muerte vergonzosa para librarnos de la muerte eterna? ¿Cómo podría no cuidar de nosotros? Estamos, sin embargo, prestos a dudar, o bien nos volvemos impacientes cuando nuestra fe es puesta a prueba, olvidando que esa prueba misma que quisiéramos evitar es más pre­ciosa que el oro, el cual perece con el tiempo, mientras que la fe sigue siendo, para Dios, una realidad impere­cedera. Cuanto más se prueba la verdadera fe, tanto más brilla; éste es el motivo de la prueba; cuanto más dura sea, más redundará, sin duda, en alabanza, gloria y honra de Aquel que, no sólo implantó la fe en el cora­zón, sino que sabe afinarla en el crisol de la prueba, con cuidado y perseverancia.
Pero los pobres discípulos desfallecieron a la hora de la prueba. Les faltó confianza; despertaron al Maes­tro con esta indigna pregunta: "¿No tienes cuidado que perecemos?" ¡Cómo somos! Estamos dispuestos a olvidar diez mil bondades en cuanto aparece una sola contrariedad. David dijo: "Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl" (1 Samuel 27: 1). ¿Qué ocurrió al final? Saúl cayó en la montaña de Guilboa y David ocupó el trono de Israel. Amenazado por Jezabel, Elías huyó para salvar su vida, ¿y qué pasó? Jezabel fue arrojada por la ventana de su aposento y los perros lamieron su sangre, mientras que Elías ascendió al cielo en un carro de fuego (véase 1 Reyes 19: 1-4; 2 Reyes 9:30-37; 2:11). Igual ocurrió con los discípulos: tenían a bordo al Hijo de Dios y creían que estaban perdidos; ¿qué pasó al final? La tempestad cesó, el mar se calmó al oír la voz del que, antiguamente, llamó los mundos a la existencia. "Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza" (Marcos 4: 39).
¡Cuánta gracia y majestad juntas! En lugar de reprochar a los discípulos que hubieran interrumpido su sueño, reprende a los elementos que les habían asus­tado. Así respondía a la pregunta: "¿No tienes cuidado que perecemos?" ¡Bendito Maestro! ¿Quién no confia­ría en ti? ¿Quién no te adoraría por tu gracia y pacien­cia, y por tu infatigable amor?
Es muy hermosa la manera que tiene nuestro Sal­vador de pasar, sin esfuerzo alguno, del reposo del hombre perfecto a la acción del verdadero Dios. Como hombre, cansado de su trabajo, dormía sobre un cabe­zal; como Dios, se levanta y, con voz poderosa, acalla al viento impetuoso y al mar.
Así era Jesús —verdadero Dios y verdadero hom­bre— y así es hoy, siempre dispuesto a responder a las necesidades de los suyos, a acallar su ansiedad y alejar sus temores. ¡Ojalá confiemos más en él! No tenemos más que una débil idea de lo que perdemos al no des­cansar más de lo que lo hacemos en los brazos de Jesús cada día. Enseguida nos asustamos. Cada ráfaga de viento, cada ola, cada nube nos agita y deprime. En vez de permanecer tranquilos y reposados cerca del Señor, nos domina la perplejidad y el pavor. La tempestad deja de ser un motivo para confiar en él y se convierte en uno para dudar. Al menor contratiempo pensamos que vamos a sucumbir, a pesar de que nos asegura que nuestros cabellos están contados. Bien podría decirnos, como a sus discípulos: "¿Por qué estáis así amedrenta­dos? ¿Cómo no tenéis fe?" (v. 40). Parece, en efecto, que no tuviésemos fe. Pero su tierno amor está siempre listo para socorrernos y protegernos, incluso si nuestros corazones son tan propensos a dudar de su Palabra. Su actitud para con nosotros no es conforme a nuestros pobres pensamientos sino según su perfecto amor. Sobre este amor pueden descansar nuestras almas y ser reconfortadas en medio de un mar agitado, en camino hacia el reposo eterno. Bástenos saber que Cristo está en la barca. Estemos tranquilos y confiemos en él. Ojalá que nuestros corazones puedan estar constante­mente impregnados de la sensación de reposo que proviene de una verdadera confianza en Jesús. En­tonces, aunque la tempestad ruja y se encrespen las olas, no diremos: "¿No tienes cuidado que pe­recemos?" ¿Podemos acaso perecer si el Maestro se halla a bordo? ¿Podemos pensar eso si Cristo habita en nuestros corazones? Quiera Dios que el Espíritu Santo nos enseñe a recurrir más espontánea y completamente a Cristo. Lo necesitamos ahora y cada vez más. Nuestra fe debe asir a Cristo mismo y sólo él debe ser la felicidad de nuestro corazón. Sea esto para su gloria y para nuestra paz y gozo per­manentes.
Podemos señalar todavía, para terminar, como afectó a los discípulos la escena que acabamos de ver. En lugar de adorar, como respuesta de la fe, se hallan sorprendidos como alguien a quien se ha reprochado su temor. "Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le obedecen?" (v. 41).                   
Creced, 1989

"EL SEÑOR ES MI PASTOR"

Él conoce su rebaño.
Él cuenta las ovejas y las llama cada una por su nombre.
Él va delante de ellas;
Ellas le siguen y ÉL las lleva, a través de la inundación o el fuego.

El salmo 23 despliega delante de nosotros las bendiciones de aquel que toma sus jornadas, a través de este mundo, con el Señor Jesús, su Pastor.
Este salmo está cercanamente relacionado con el salmo que le precede y también con el que le sigue. Estos tres salmos tienen una sobresaliente belleza y valor, cuando vemos que en cada uno Cristo es el gran tema. El salmo 22 nos presenta al Señor Jesús como la santa víctima ofre­ciéndose a sí mismo en las afueras (lejanía) a Dios, en la cruz, en orden a encontrar la santidad de Dios y seguridad a su rebaño. El salmo 23 nos presenta al Señor Jesús como Pastor llevando su rebaño a través del desierto de es­te mundo. El salmo 24 nos presenta al Señor Jesús como el Rey - El Señor de la casa - trayendo a su pueblo a su glorioso reino.
El salmo que nos ocupa abre con una gran declaración, "El Señor es mi Pastor". Todo creyente puede decir " El Señor es Mi Salvador"; pero ¿Estamos todos nosotros definitivamente sometidos a su dirección? Así que ¿Podemos cada uno de nosotros decir " el Señor es mi Pastor?. Él ha decla­rado que EL es "El Pastor"; ¿Pero cada cual hacemos nuestra esta su declaración diciendo, tu eres "mi Pastor"? Los creyentes no solamente le debemos aceptar a Él como nuestro Salvador, quién ha muerto para salvarnos de nuestros pecados, pero además ¿Estamos sometidos a El nuestro Pastor, para que nos guíe al hogar a través de todas nuestras Dificultades?
Podemos considerar por un momento a una manada de ovejas sin un Pastor. Ellas tienen necesidades, toman diversas direcciones, son débiles y tímidas criaturas. ¿Si estas to­man a la izquierda su camino y al atravesar este paraje desértico, que podrá ayudarles?
Estando estas criaturas hambrientas ellas pronto han de morir por inanición; Estando dispersas ellas erraran y per­derán su camino; Estando débiles ellas se cansarán y cae­rán por el camino; Y siendo tímidas, ellas huirán ante el lobo y por tanto estarán dispersas.
En contraste, podemos preguntamos ¿Qué sucederá si las ovejas toman sus jornadas bajo la dirección del Pastor? Ahora si las ovejas están hambrientas, el Pastor estará ahí para guiarles a en medio de los verdes pastos; Si estas es­tán dispersas, El estará ahí para mantener sus pies en el pe­regrinaje; Si ellas están débiles, el Pastor estará presente llevando dulcemente sus ovejas y llevando consigo los cor­deros; Si ellas son tímidas, El estará en frente para llevarles a través del duro valle y defenderles de todos los enemigos.
Sencillamente en una manada sin pastor todo depende de las ovejas, y estas obligadamente se guiarán al desastre. Del mismo modo se hará evidente que si el pastor va delante, y las ovejas le siguen, diremos que hay una segura jomada pa­ra estas ovejas con múltiples bendiciones para el camino.
Este verdaderamente, es el cuadro que representa con exacti­tud la jomada de la manada cristiana, a través de este mundo; Pero el Señor no se hace a sí mismo diciendo que él es "el Pastor de las ovejas ", que "Él va delante de ellas y las ovejas le siguen; porque conocen su voz "(Juan 10:2-4).
El salmo 23 determina delante de nosotros todas las bendicio­nes del Pastor que va adelante y las ovejas que le están siguiendo. ¡Ay! de nosotros en nuestra autoconfianza, en po­co tiempo alcanzaríamos e incluso nos pondríamos delante del Pastor; o creciendo descuidadamente, podríamos también re­trasarnos muy lejos, atrás. Pero bajo dos condiciones - que el Pastor nos guía en el camino, y nosotros le seguimos - por tanto nos podemos considerar sobre el sostenimiento del Pastor en toda dificultad que hemos de encontrar.
El salmista toca siete circunstancias diferentes por las cuales Somos llamados a volver a Él:
1.- Las necesidades de nuestra vida diaria
2.-Nuestra necesidad espiritual
3.-Nuestro fracaso y decaimiento del alma
4.-Las sombras de la muerte
5.-La presencia de los enemigos
6.-La diaria rutina
7.-La esperanza de la eternidad
Todos estos hechos pueden, en varias maneras y en diferentes Tiempos, cruzar nuestras sendas y si nos separamos de nues­tra particular fuerza, seguramente seremos anonadados con miedo y desastre. No obstante, con el Señor siendo nuestro Pastor, guiándonos en el camino, nosotros podemos confiar frente a la jornada que nos lleva a la gloria, a pesar de las difi­cultades que están en la senda.
Todas las bendiciones en este salmo desde la primera gran de­claración, "El Señor es mi Pastor" nosotros podemos muy bien hacer un prólogo de cada versículo contenido aquí, con estas palabras " EL Señor es mi Pastor.
Primero (v.1) Allí están las diarias necesidades del cuerpo. ¿Cómo se encuentran ellos? El salmista no dijo "Yo tengo un buen empleo, nada me faltará"; o "Yo tengo buenos amigos, quienes cuidarán de mí, nada me faltará"; o "Yo tengo riquezas nada me faltará "; o "Yo tengo juventud, salud y capacidades nada me faltará”.
En todos estos caminos y aún en muchos otros, el Señor puede encontrar estos nuestros deseos. Pero de ninguna de estas ri­quezas el salmista está hablando. El ve más allá de todas es­tas segundas razones y providencial camino, él ve al Señor y con el Señor yendo adelante, le seguirá. Él puede decir: “El SEÑOR es mi Pastor, nada me faltará”.
Segundo (v.2), En la senda de este desierto no solamente estan los deseos temporales, sino que también las necesidades espirituales. Para el cristiano, el mundo y sus alrededores, so­lo son un desierto vacío. Aquí es la nada, más de todas las va­nidades pasajeras que aquí encontramos se alimenta el alma. Estos pastos son secos y áridos; Esta agua solamente es agua de contienda. Más si el " Señor es mi Pastor" El me guiará a través de sus verdes pastos y cerca de las apacibles aguas. Cuán rápidamente el pasto seco de este mundo, también tiene Sus devotos. La espiritual comida provista por el Pastor está siempre fresca. Él nos guía en medio de estos "Verdes pastos". Además el Pastor no solamente nos alimentará ahí, ya una vez Satisfecho, hará que su rebaño descanse "en los verdes pastos". Si el rebaño ya no tiene hambre, puede recostarse en medio de la abundancia. Estos primero se pueden alimentar y luego tomar un gran descanso. Además el Pastor las guiará al lado de las aguas apacibles. Son las aguas de los arroyos las que hacen más ruido y con esto señalan la existencia de abundantes rocas sobre y bajo las aguas. Las aguas apacibles están quietas señalando su profundidad. El Pastor puede calmar nuestras almas y apagar nuestra sed espiritual con las profundas cosas de Dios. Pone le­jos de nosotros las turbulencias y las luchas que ocupan al hombre, las que son muchos distractores del creyente.
Tercero (v.3), Cuando pasamos a través de este desierto mundo, nosotros podemos abandonar todo esto y seguir al Pastor, apar­tándonos de todo presente fracaso. Pero esto va a producir can­sancio en este camino y nos hará decaer en nuestros afectos.
De igual forma si " el Señor es mi Pastor ", " él restaura " o " revive " mi alma. Podemos de cualquier modo recordar esto "ÉL" su misma persona, es la que restaura. Nos parece prudente decir que si pensamos, que al tener cansancio en nuestro viaje, podemos restaurarnos a nosotros mismos, por medio de nuestros propios esfuerzos y a nuestro propio tiem­po. Nos equivocamos, pues esto no es así. Nosotros podemos errar, pero solo EL nos podrá restaurar. Noemí es restaurada desde sus mismos errores en la ciudad de Moab. Ella puede decir: " Yo me fui...", pero ella agrega " El Señor me ha vuelto al hogar otra vez”. Ella dice nosotros éramos esto "Yo me fui... pero el Señor me ha devuelto”. Bendito sea su nom­bre, él puede y realiza la restauración. Así no estaremos cansa­dos. El pueblo de Dios en la tierra podrá ser pequeño y débil pero será mejor que una gran compañía de reincidentes. Además, El no solamente restaura, pues una vez que nos ha res­taurado, Él nos guía a en medio de " Las sendas de rectitud por amor de su nombre". ¡Ay! Cuan frecuentemente podemos tam­bién con sinceridad y celo, salir hacia un lado de dentro de las sendas por nuestro propio deseo y estaremos de esta forma en contradicción de su nombre. Con esta actitud solamente proba­mos cuan pequeños somos en la práctica. Hemos de permitir siempre a nuestro Señor dirigirnos, pues Él es nuestro Pastor.
La senda de rectitud en que EL guía, es un estrecho camino en el cual no hay lugar para la autoconfianza de la carne y solamente podemos andar tomados del Señor que va adelante como nuestro Pastor. Es así como edificó el apóstol Pedro, con real sinceridad y celo, sin embargo con una gran autoconfianza.
Él dice: " Señor, yo estoy listo a ir contigo a la prisión y a la muerte". (Lucas 22:33).
Cuarto (v.4), nosotros tenemos al frente "el valle de sombra de muerte". Es igualmente si estamos vivos hasta la venida del Señor y no pasamos personalmente a través de la muerte. Sin embargo, una y otra vez, nos encontramos de frente a las sombras del valle. Uno a uno nuestro amor es probado. Entonces en un amplio sentido preguntamos ¿Cuál es nuestro pasaje por este mundo, en una jornada a través del valle de la sombra de muerte? Allí suena el tañer de las campanas al pasar.
No obstante, si el Señor es nuestro Pastor, podemos decir con el salmista " No temeré mal alguno, porque tu estarás conmi­go" (VM). El Señor nos dice " Si alguno guardare mi Palabra no verá jamás la muerte (Juan 8:51. VM). Pero esto no lo dice de sí mismo, pues no considera de si no probar la muerte. Aquellos que se ponen frente a la muerte, viendo en un santo- mortal que lleva la muerte a cuestas, nos hará mirar directamen­te la muerte. Más el que actualmente camina abajo y en medio de las sombras del valle debe mirar a Jesús. Más si tene­mos que pasar este camino, esto lo haremos solamente yendo " a través ", pues la jornada a través es muy corta. Por eso esto no está escrito " ausente del cuerpo... presente con el Señor”. Sino por el contrario en el pasaje a través del valle es el Señor el que está con nosotros y no solamente esto, pues va con su vara y su cayado. - La vara nos guía lejos de todo enemigo y el cayado es nuestro sostén en todas nuestras flaquezas.
Quinto (v.5) En este mundo desierto estamos rodeados por enemigos que pretenden robarnos del placer de nuestras ben­diciones e impedir nuestro espiritual progreso. Pero el Señor es nuestro pastor, quién prepara un festín para nosotros en la mis­ma presencia de nuestros enemigos. Pero, no solamente esto, Él ha preparado a su pueblo para el festín. Por El la cabeza está un­gida con aceite y no solamente estará llena la copa, sino que además hará que este rebozando. EL ha hecho un gran pacto en los días de su carne, para que siempre seamos suyos. Aunque uno de los fariseos desea que EL coma con él y en la maravillo­sa gracia del Señor, se sienta a comer en la casa del fariseo. Sin embargo el Señor ha dicho " no ungiste mi cabeza con aceite " (Lucas 7:46).
Sexto (v.6) Aquí está la senda diaria que nosotros hemos de an­dar " Todos los días" de nuestras vidas. En cada día de nuestra vida llevamos esta incesante ruta de servicios, dificultades y circunstancias pequeñas y grandes. Pero si nosotros seguimos al Pastor encontraremos que "Bondad y misericordia" nos se­guirán. ¿No seriamos cercanos al Señor siguiéndole fuertemen­te detrás como nuestro Pastor, teniendo una clara visión al des­cubrir sus manos en las pequeñas cosas de la vida diaria y des­cubriendo en estas pequeñas cosas sus bendiciones y miseri­cordia?
Séptimo, y finalmente, mirando más allá de los días de nuestra vida, en la gran eternidad que se extiende más allá de nuestras miradas. Al ser el Señor nuestro Pastor, no solamente nos lleva a través del desierto, más también nos conduce a nuestro hogar. "A morar en la casa del Señor por siempre". Para el creyente esta es la casa del Padre. Morar ahí, es morar más allá de todos los deseos corporales, es más bien un largo encuentro espiritual. Donde el fracaso no puede entrometerse, no habrá corazones fríos, no podrán venir las sombras de la muerte, y no se aproximará el enemigo. Pero sí es donde la copa estará verda­deramente rebozando. Los días de mi vida "finalizarán" " en la casa del Señor por siempre". En este gran hogar de la asamblea no faltará ninguna de sus ovejas, no habrá ausentes. “Aquellos que me has dado los he guardado, y ninguno de ellos se perdió" (Juan 17:12 V.M.). Hace ya largos años santamente escribió Rutherford : " ¿Qué pienso yo de su amor?, ¿Qué de estos pies que fueron subiendo y bajando por este mundo, a buscar de su Padre las perdidas ovejas y por ello fue traspasado con clavos?, ¿Se han alzado nuestros ojos al cielo, hacia Dios en oración, cuando estamos cansados , con heridas y vemos su cabeza aguje­reada con espinas, o a su rostro que es más claro que el sol y se encuentra todo desfigurado, con su cabello que cae sobre sus me­jillas? Él tomó tu vergüenza y te dio gloria, Él tomó la maldi­ción y te dio la bendición, El tomo tu muerte y te dio vida...como el gran Pastor, el hará una cuenta de todos sus corderos y dirá a su Padre " Aquí están todas mis ovejas; yo salí a través de los bosques, aguas, zarzas y espinas. Para reunirlos a ellos y mis pies fueron aguijoneados y mis manos, y mi costado, fueron traspasados, más yo pude conseguir aferrados, ahora aquí es- tan ellos".
Recordando todo lo que Él ha hecho por nosotros en el pasa­do, cuando, mientras el buen Pastor, dio su vida por las ovejas. Sabiendo todo lo que El hará cuando venga como el Gran Pas­tor. Más ahora nosotros podemos mirar a su rostro durante nuestra presente jornada desierta y decir:
“El Señor es mi Pastor ".
Nosotros seguiremos en sus huellas;
¿Que si nuestro pie está herido?
Ahí estará todo nuestro clamor
En la zarza y en las espinas.
(extracto de The Lord is my Shepherd)

Noventa y nueve ovejas son

Noventa y nueve ovejas son
Las que en el prado están;
Más una sola sin pastor
Por la montaña va;
La puerta de oro traspasó,
Y vaga en triste soledad.

Por esta oveja el buen Pastor
Se expone con piedad,
Dejando solo aquel redil
Que le ama con verdad;
Y a la fragosa selva va
Su pobre oveja a rescatar.

Oscura noche ve venir.
Y negra tempestad;
Mas todo arrostra y a sufrir
Lo lleva su bondad;
Su oveja quiere restituir.
Y a todo trance restaurar.

Sangrando llega el buen Pastor,
La oveja herida está;
El bosque siente su dolor,
Comparte su ansiedad;
Empero Cristo con amor.
Su oveja pudo rescatar

ARREBATADOS POR EL ESPOSO, VUELVEN CON EL REY (Parte II)

Consideramos ahora el segundo punto de nuestra meditación, es a saber:

La persona que viene:
Muchos de los que saben algo acerca de la «doctrina» de la segunda venida de Cristo parecen tener su mente llena de «señales» y «acontecimientos» que creen cumplidos ya, que están verificándose, o que se realizarán pronto. Ello se debe a que dichas personas se ocupan de los «sucesos» en vez de la misma Persona que viene.
Una madre viuda está en el muelle de un puerto con la mirada clavada en el horizonte. Ha oído decir que regresarán tres barcos con tropas, tras una victoriosa campaña en ultramar. Entre los soldados está su hijo, a quien espera ardientemente. Se hacen muchos preparativos para la gran revista que se verificará en cuanto los héroes bajen a tierra. Pero estas cosas no tienen gran atractivo para ella. Las bandas militares, las banderas que ondean, los arcos de triunfo y los brillantes uniformes de gala podrán satisfacer la curiosidad del mero espectador; pero ella espera a su propio hijo. Día y noche, desde su partida, ha deseado e invocado vivamente su retorno. ¿Y qué podrá brindarle la mayor felicidad? El verle sano y salvo. Desde luego que nada tiene que objetar a los honores que se rendirán a su hijo, ya que le cree digno de ellos, pero todo esto ocupa un lugar secundario en el corazón de la madre; sólo ansía el momento de estrecharle en sus brazos.
Amado lector, puede que en nuestros tiempos estén sucediendo cosas que nos estén indicando que no está lejano el día en que, en palabras del profeta Malaquías, «nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación» para aquellos del pueblo de Israel que temen a Jehová; mientras que para los impíos será «el día ardiente como un horno», en el cual «todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará» (cap. 4:1-2). Pero la esperanza inmediata del creyente no es ese «día grande de Jehová, cercano y muy próximo…», ni tampoco «el Sol de Justicia», sino —según las propias palabras de Jesús— «la Estrella resplandeciente de la mañana»  (Apocalipsis 22:16). Ahora bien, la estrella de la mañana apunta en el horizonte antes de la salida del sol, y algunas veces un tiempo considerable separa ambos eventos.
Precisamente será entre la venida del Señor cual «Estrella de la mañana» y el momento en que aparecerá como «Sol de justicia» que caerán sobre la tierra los juicios descritos en Apocalipsis. Entonces surgirá aquella terrible personificación de suprema maldad y anarquía, el «hombre de pecado», el «hijo de perdición», «aquel inicuo»: el Anticristo (2 Tesalonicenses cap. 2). Será «el tiempo de angustia —o de la apretura— para Jacob» (Jeremías 30:7), y el de la «gran tribulación» (Mateo 24:31); pero un residuo será preservado en medio de todo, del mismo modo que lo fueron los tres jóvenes hebreos echados en el horno por orden de Nabucodonosor (Daniel cap. 3). Entonces, los que sólo aparentemente profesan el cristianismo, los que ahora no «no recibieron el amor de la verdad para ser salvos», se verán abandonados por Dios, entregados a un eficaz «poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia.» (2 Tesalonicenses 2:11-12). Se harán milagros e innumerables señales del carácter más espantoso, habrá abundancia de dolores, y lo que verán y oirán aterrorizará a los más valientes: «en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos» (Apocalipsis 9:6).
Pero es necesario recordar que lo antedicho sucederá después, no antes del arrebatamiento de la Iglesia, la Esposa celestial de Jesús. ¡Cuán a menudo olvidamos que es Él mismo que viene presto para reunir a Su alrededor a los que rescató! Mirar los acontecimientos en vez de mirar a Jesús priva al corazón de esa dicha y de esa lozanía que es la verdadera porción de nuestra esperanza celestial. Demasiado ha logrado Satanás al presentarnos la segunda venida del Señor como una amenaza terrible y justiciera, mientras que fue la consolación más eficaz para los discípulos abatidos, como hemos visto en Juan cap. 14. Y cuando, años más tarde, el apóstol Pablo escribe su primera carta a los recién convertidos en Tesalónica —que estaban padeciendo pruebas y persecuciones—, añade esta frase, corta pero significativa, a lo que les dice acerca del retorno de Cristo: «Alentaos los unos a los otros con estas palabras».
Examinemos, pues, estas frases de aliento que, bajo la inspiración divina, él les dirigió: «Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tesalonicenses 4:16-17).
Notemos que era el Señor mismo en su perfecta humanidad, como Hombre viviente, que iba a descender del cielo, y al que debían encontrar en las nubes. Al convertirse, supieron los tesalonicenses que «ese mismo Jesús» que los había salvado y librado de la ira venidera por Su muerte y resurrección, iba a volver. La epístola nos dice que se habían convertido (esto es, se habían tornado, vuelto definitivamente) «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo » (1 Tesalonicenses 1:9-10). Su esperanza no estaba pues cifrada en algún acontecimiento profético, sino en la misma Persona del Hijo de Dios. Escribiendo a los filipenses, el apóstol Pablo les recuerda que «nuestra ciudadanía (o sea, nuestra verdadera nacionalidad) está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo»; es decir, a Jesús en su carácter de Salvador; una Persona conocida, amada y en la que confiaban plenamente. Pero allí donde no se confía en Él y donde no se reconoce Su autoridad, no es extraño que la noticia de Su próxima venida traiga turbación, como ocurrió en la religiosa Jerusalén de entonces.
Pero, amado lector, no debería ser así contigo. Sin duda alguna, debemos ser conscientes acerca de nuestra manera de andar en esta tierra, a fin de que seamos más semejantes a Aquel que pronto viene. Y así sucederá si tomamos a pecho la promesa de Su venida, según leemos: «todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:3). Además, no olvidemos nunca lo que nos dice el apóstol Pablo en 2 Corintios 5:10, «porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo», cuando todas nuestras acciones se pondrán de manifiesto y cada uno recibirá según lo que hubiere hecho; eso será como la gran revista, el desfile militar al cual hemos aludido antes.
Esa manifestación tendrá lugar cuando hayamos llegado al cielo. Pero al igual que los soldados que visten sus más hermosos uniformes para el desfile, nosotros, ante Su tribunal, apareceremos revestidos de un cuerpo semejante al Suyo; habremos «resucitado en gloria» (1 Corintios 15:42-44). Por consiguiente, el creyente no tiene nada que temer en cuanto al cumplimiento de este su deseo, aunque haya mucha necesidad de humillación y ejercicio para los más fieles de entre nosotros.
Hace algunos años, conocí en la ciudad de Madrid a un muchachito de unos seis años que iba repitiendo una pequeña canción, al parecer de su propia composición. Era breve, tres palabras nada más: « ¡A las diez, a las diez, a las diez!…» Tantas veces la repetía, tan absorto parecía, que le pregunté lo que significaba su estribillo. Después de unas cariñosas palabras, me abrió su corazoncito y me explicó que su madre se había ausentado de la casa hacía algún tiempo, pero que su padre había recibido una carta anunciando que ella volvería ese mismo día «a las diez». Sobra decir que la pequeña copla no precisaba mayor explicación. La llegada de su madre llenaba el corazón del chico hasta hacerlo rebosar. Desde luego, la había añorado mucho, y mucho había lamentado mucho su ausencia, pero ahora estaba a punto de volver, y esta noticia le colmaba de gozo de tal modo que repetía sin cesar: «¡a las diez, a las diez, a las diez!»
Ahora bien, ¿por qué habría de ser distinto para ti y para mí cuando oímos hablar del retorno del Señor? ¿No experimentamos, acaso, la dulzura de Su amor? ¿No es Él quien sufrió y murió por nosotros? ¿No nos ha guardado a lo largo del camino, desde el día que le conocimos, llevando nuestras cargas, socorriéndonos, simpatizando en nuestros dolores y restaurándonos después de muchas caídas? Difícilmente podríamos expresar la intensidad de Su amor para con nosotros. Amados hermanos, cuando pensamos en Él, ¿no arden nuestros corazones con el deseo de verle?

Cuando pienso en Ti, oh Señor,
En Tu gracia y en Tu amor,
Mi corazón arde dentro de mí
Ansiando ver Tu faz, contemplarte a Ti.

Hace poco me decía una hermana en Cristo: «cuando pienso en la venida del Señor, mi corazón arde de alegría». Así tendría que ser para todos nosotros. Una niña de once años decía, tras volver de un recado: «Mamá, al cruzar la calle, veía las nubes correr tan de prisa que me paré mirarlas, pensando que si el Señor volviera ahora mismo, quisiera ser yo la primera en verle». ¿Cuál era el secreto de la paz y felicidad de esta niña, cuando sola —al anochecer— meditaba en el regreso de Cristo? Sencillamente esto: conocía a la Persona esperada y confiaba en ella; la amaba aunque no la había visto; sabía que por su muerte expiatoria todos sus pecados estaban no sólo perdonados, sino también olvidados para toda eternidad.
Quizá alguien diga: «Aunque confío de corazón en Su preciosa sangre, no puedo estar tan tranquilo al pensar que de un momento a otro Jesucristo puede venir»… Es que olvida entonces que se trata del mismo Jesús que, en otro tiempo, cansado del camino, pidió de beber a la mujer samaritana; que se encontró con la viuda de Naín y le restituyó su único hijo; que permitió a la pecadora, en casa de Simón el fariseo, tocar Sus pies, regarlos con lágrimas, besarlos, y expresar así su amor para con el Salvador; sí, el mismo Jesús que dirigió esas maravillosas palabras de gracia y de perdón al ladrón en la cruz: «¡hoy estarás conmigo en el Paraíso!» ¡Es Aquel que ha de venir!

¿Quién es éste que a encontrarme viene con gran amor,
Cual Estrella de la mañana, de la luz albor?
Es Aquel que en cruz cruenta padeció una vez;
Aún en gloria le conozco, pues Él mismo es.

¿Hacen falta pruebas? Leamos, pues, en Hechos 1:11, lo que los dos ángeles dijeron a los discípulos en el monte de los Olivos. El Señor acababa de dejarles, ascendiendo al cielo, y habiéndoles demostrado de modo tangible que Él no era un espíritu, algún aparecido, sino un Hombre viviente, de carne y hueso, al que podían tocar y palpar si acaso dudaban de Sus palabras. Y los ángeles añaden: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo».
¡Veinte siglos en la gloria no le han cambiado en absoluto! La misma Persona que Marta fue a encontrar, tras la muerte de su hermano, es la que esperamos nosotros; y si hemos de «dormir» antes que Él vuelva, Aquel que es «la Resurrección y la Vida», que dijo: «Nuestro amigo Lázaro duerme; más voy para despertarle», nos despertará también en Su venida, para que —al igual que Lázaro— nos sentemos a Su mesa, en las mansiones celestiales.
Así, ¿por qué deberíamos sentir temor al saber que tal Amigo viene en breve a llevarnos? «Ciertamente vengo en breve» es la feliz promesa que nos dejó. A la vista de semejante amor, ¿no suscitará nuestro afecto por Él esta exclamación en nosotros: «¡Amén, sea así! ¡Ven, Señor Jesús!»? (Apocalipsis 22:20).

Meditación.

“No tenéis lo que deseáis porque no pedís” (Santiago 4:2).



Un versículo como éste suscita una pregunta interesante. Si no tenemos porque no pedimos, ¿qué cosas tan grandes nos estamos perdiendo simplemente porque no oramos por ellas?
Una pregunta semejante surge de Santiago 5:16, “La oración eficaz del justo puede mucho”. Si este justo no ora, ¿no es una consecuencia que sea poco su rendimiento?
El problema de la mayoría de nosotros es que no oramos lo suficiente, o que cuando oramos pedimos poco. Hacemos lo que C. T. Studd llamaba: “Mordisquear en lo posible en lugar de apropiarnos lo imposible”. Nuestras oraciones son tímidas y poco imaginativas cuando podrían ser atrevidas y audaces.
Debemos honrar a Dios pidiendo grandes cosas. En las palabras de John Newton:
Te estás acercando a un Rey,
Tráele grandes peticiones;
Su gracia y poder son tales,
Que nadie llega a pedir demasiado.
         Cuando le hacemos así, no sólo honramos a Dios, sino que también nos enriquecemos espiritualmente, él desea abrirnos los tesoros del cielo, pero el versículo de hoy sugiere que solamente lo hace en respuesta a la oración.
Me parece que este pasaje responde a una pregunta que escuchamos frecuentemente: ¿la oración en realidad mueve a Dios a hacer aquello que no haría de lo contrario, o solamente nos hace coincidir con lo que haría de cualquier modo? La respuesta parece clara: Dios hace cosas en respuesta a la oración que no haría de otra manera.
Podemos dar rienda suelta a nuestra imaginación en dos sentidos. Primero, podemos pensar en los tremendos logros que se han conseguido como resultado directo de oraciones. Tomando las palabras de Hebreos 11:33-34, recordamos a aquellos que: “conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros”.
Pero también podemos pensar en lo que podríamos haber realizado para Cristo si tan sólo lo hubiéramos pedido. Pensemos en las muchas, preciosas e inmensamente grandes promesas de la Palabra que hemos dejado de pedir. Hemos sido débiles cuando pudimos haber sido fuertes. Hemos tocado pocas vidas para Dios cuando pudimos haber tocado miles o aún millones. Hemos pedido unos cuántos metros cuando pudimos haber pedido continentes. Hemos sido pobres espirituales cuando pudimos haber sido plutócratas. No tenemos porque no pedimos.

Doctrina: El pecado. (Parte VI)

VI.         LA LEY Y EL PECADO


La Pérdida de comunión del hombre con Dios, provocada por el pecado cometido, dio como resultado que este quisiese seguir su propio camino. Es por esto que el hombre siempre hizo caso omiso a las leyes que Dios les había impuesto, porque implica seguir el camino que otro le ha indicado. Estas en sí eran sencillas, que no revestía gran complejidad en cumplir, pero el hecho de acatarla implicaba rendir obediencia a un Ser del cual se tiene por “su enemigo”, por consiguiente el hombre se extravió más, perdiéndose en el pecado. A modo de ejemplificar esto, lo podemos apreciar en la descendía de Caín y en los días de Noé (Vea Génesis 4:17-26; 6:1-22) que toda aquella generación no seguía los designios de Dios, a excepción de Noé y su familia ¡Sólo ocho personas! Considere que podemos estimar que en esa época vivía miles de personas.
Podemos graficar de dos formas lo anterior: La primera cuando visitamos un parque, sabemos que nos estamos internando en la floresta, pero podemos andar seguro porque existe una ruta o sendero delimitado y las correspondientes señaléticas, pero cuando nos apartamos y nos metemos en la floresta, nos perderemos y en nuestra obstinación seguiremos internándonos hasta perdernos por completo. ¡Cuántas personas han sido encontradas muertas, y otras nunca han sido habidas!
 La segunda forma lo podemos graficar con nuestra realidad de padres: ¡cuántas veces un hijo reclama contra sus padres por la “injusticia” de tener que cumplir una regla impuesta, y que no está dispuesto a cumplirla por las buenas! Aquí el hijo no muestra el amor que debe tenerle a sus progenitores.
Esta imagen la vemos más a menudo de lo que creemos, y es una pálida imagen de lo que el hombre hace con su Creador. De una forma u otra estamos desviándonos para no cumplir lo que Dios quiere para nosotros. Nos manda arrepentirnos (Hechos 17:30), y nosotros  nos negamos; nos manda reconciliarnos con Él (2 Corintios 5:20) y nosotros damos vuelta la cara. Una pregunta surge al revisar los hechos: ¿Hasta cuándo nos tendrá paciencia?
Dios había ordenado en el Edén que no se comiese del  fruto del árbol. A la primera oportunidad, el hombre siguió su camino. Pero tengamos en consideración que Eva fue engañada o inducida por la serpiente, y Adán no; él comió voluntariamente de lo que la mujer le estaba dando.
Después del juicio de la humanidad por medio del diluvio universal, Dios, entre otras cosas, había ordenado poblar la tierra (Génesis 9:7). La humanidad, por generaciones, se mantuvo en un solo lugar no cumpliendo así el mandamiento de Dios (Génesis 11:1-2). Dios mismo intervino y los dispersó para que la tierra fuese completamente poblada (Génesis 11:7-8).
Desde Adán hasta Moisés Dios los había dejado a la conciencia del hombre el cumplimiento de los mandamientos que Él había entregado (cf. Hechos 14:16-17). Jehová hablando a Isaac de Abraham dijo: “por cuanto oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes” (Génesis 26:5); dando a entender  que Abraham que había guardado los mandamientos que Él había establecido y que Él esperaba el mismo compromiso de parte de Isaac.  Y el otro testimonio que encontramos es también de boca de Dios:  “Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Génesis 18:19). Dios estaba previendo que enseñaría  a los suyos  el “camino de Jehová” para que lo siguieran, de esa forma las bendiciones prometidas llegarían a Abraham.
Pero hasta Moisés duró esta etapa. Jehová  estableció por escrito los preceptos que Él había puesto en el corazón de los hombres (Éxodo 20:1-17 cf. Romanos 2:15).
Pablo es el único en exponer en forma sistemática la doctrina del pecado. Probando que todo hombre está bajo pecado y que unos serán juzgados por la ley y los que no la tenían por la ley que está escrita en los corazones de los hombres (Romanos 1:18-3:19).
Israel fue el depositario de la ley escrita en piedra. Ellos que habían aceptado (Éxodo 19:8) obedecer cada precepto, para ser un reino de “sacerdotes, y gente santa” (Éxodo 19:6), como Jehová lo deseaba. Pero no cumplieron su “palabra empeñada” y siguieron a los dioses y naciones vecinas[1]. Dios los disciplinó severamente a los dos reinos, primeramente a Israel y luego a Judá.  Aunque a la vuelta de Judá a su tierra después del cautiverio, de alguna forma intentó enmendar el camino siguiendo el camino que marcaba la ley, pero se desviaron al lado opuesto. En la época que vivió nuestro Señor Jesucristo vemos que ellos habían puesto sus propios pensamientos y reglamentos a lo que Dios decía acerca de la ley una vez entregada en el monte Sinaí (cf. Romano 9:31).
El hecho que exista la ley en forma escrita es para manifestar en forma visible el pecado del hombre y sea juzgado por esta (Véase Romanos 7:7). Por lo que ley nunca pudo llevar al hombre de regreso a Dios, sino que hizo sacar a luz el pecado. Pero como dijo Pablo: “…la ley se introdujo para que el pecado abundase; más cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia…” (Romanos 5:20).
La ley declara que absolutamente todos están bajo pecado, ya sea el pueblo de Israel, guardador de la ley dada en el Sinaí, y el pueblo gentil, pueblo alejado de Dios. Por lo cual la Escritura declara acerca del hombre: “No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios.  Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; Con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; Su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre;  Quebranto y desventura hay en sus caminos;  Y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos. Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios; ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”  (Romanos 3:9-20).
La ley no sirve para salvar al pecador, simplemente sirve para llevar una vida recta ante Dios (Lucas 10:27-28 cf. Proverbios 7:2; vea Hechos 10). Es decir, “la ley podía mostrar cuál era la voluntad de Dios, pero incapaz de impartir el poder para cumplirla o para romper la esclavitud del pecado”1. “Paradójicamente, la ley puede servir para afianzar las cadenas del pecador en la vida del pecado con aun con mayor rigor”2. Pero la gracia de Dios libera al pecador de la atadura del pecado, por lo cual  la Ley  es el medio que lleva a Cristo al pecador condenado (Gá. 3:24).
En el dialogo del joven rico con el Señor vemos un ejemplo de que la ley no sirve para obtener la salvación, que la gracia no está presente en ella. El hombre había guardado la ley desde joven, pero ella sólo servía para hacerlo un buen hombre, pero no para que fuera perfecto, no para que fuera salvo. Lo que le faltaba era que fuera a Cristo y lo siguiera a Él, es decir, que lo aceptara como su salvador  y Maestro (Vea Mateo 19:21; Marcos 10:21; Lucas 18:22). Es ahí que la Gracia de Dios comienza a funcionar, desde el momento que decidimos seguir al Maestro, ella se aplica al hombre arrepentido.
__________________
1. Pablo, apóstol de corazón liberado, Clie, página 387.
2.Ídem




[1] Incluso a los pocos días de haber aceptado seguir a Jehová en todo lo que el dijere, ellos hicieron el becerro de oro (ver Éxodo 32:1ss)

EL LIBRO DE ESTER (Parte III)

Amán enaltecido


En el tercer capítulo tenemos una escena muy diferente. "Después de estas cosas el rey Asuero engrandeció a Amán hijo de Hamedata agagueo, y lo honró, y puso su silla sobre todos los príncipes que estaban con él" (cap. 3:1).
Esto sólo es un tipo, sólo una sombra y no la verdadera imagen. En el día milenario no habrá ningún Amán. Hasta que ese día venga, al margen del vívido cuadro de las bendiciones venideras, siempre habrá una sombra oscura; un enemigo; uno que trata de frustrar todos los planes de Dios; y, de todas las razas de la tierra, hubo una que fue particularmente hostil para con el pueblo de Dios: Los amalecitas; tanto que Jehová juró y convocó a su pueblo a librar la guerra perpetua contra esa raza. La habría de borrar de debajo del cielo. Los amalecitas fueron el especial objeto del más recto juicio de Dios debido al odio que tenían hacia Su pueblo. Ahora bien, este Amán no sólo pertenecía a Amalec, sino incluso a la familia real de Amalec. Era descendiente de Hamedata el agaguita, como se dice, y Asuero engrandece a este noble al más alto puesto. Sin embargo, en medio de todos estos altísimos honores, ¡había una espina!: Mardoqueo no le hizo reverencia. La consecuencia fue que Mardoqueo vino a ser un objeto de reproche. Los sirvientes del rey le preguntaron: "¿Por qué traspasas el mandamiento del rey?" (cap. 3:3); y luego de persistir en esta actitud, el hecho llega a oídos de Amán, "porque ya él les había declarado que era judío" (cap. 3:4).

Amán, enemigo implacable del pueblo judío
Ahí radicaba el secreto. Dios no aparece. ¡En la historia no hay insinuación de que Dios haya hablado acerca de Amán! No obstante, aquí estaba la razón secreta; pero la única razón pública que aparece es que Mardoqueo era un judío. "Y vio Amán que Mardoqueo ni se arrodillaba ni se humillaba delante de él; y se llenó de ira. Pero tuvo en poco poner mano en Mardoqueo solamente, pues ya le habían declarado cuál era el pueblo de Mardoqueo; y procuró Amán destruir a todos los judíos que había en el reino de Asuero, al pueblo de Mardoqueo" (cap. 3:5, 6); y Amán efectúa esto de la siguiente manera: informa al rey —como era el noble principal y preferido— que había "un pueblo esparcido y distribuido entre los pueblos en todas las provincias... sus leyes son diferentes de las de todo pueblo, y no guardan las leyes del rey, y al rey nada le beneficia el dejarlos vivir. Si place al rey, decrete que sean destruidos; y yo pesaré diez mil talentos de plata a los que manejan la hacienda, para que sean traídos a los tesoros del rey" (v. 8, 9).

La orden de exterminio de los judíos sellada por el rey
El rey, conforme al carácter que ya he descrito, dificultó muy poco la tremenda petición de Amán. Tomó su anillo de su mano, lo dio a Amán y le dijo que guardara su plata, y encargó a los escribas que llevaran a cabo su demanda, de modo que los correos fueron a través de todas las provincias del rey. Los persas, como es sabido, fueron los iniciadores del sistema postal que nosotros hemos continuado hasta hoy. "Y fueron enviadas cartas por medio de correos a todas las provincias del rey, con la orden de destruir, matar y exterminar a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres, en un mismo día, en el día trece del mes duodécimo" (cap. 3:13). El rey y su ministro se sentaron a beber, pero la ciudad de Susa estaba perpleja.
Bien pudo haber un gran lamento proveniente de los judíos. Su destino estaba sellado. Así parecía. Tanto más cuanto que siempre fue uno de los axiomas del Imperio Persa que, una vez aprobada una ley, nunca era revocada "conforme a la ley de Media y de Persia, la cual no puede ser abrogada" (Daniel 6:8, 12). Podría parecer, pues, que nada hubiera podido salvar al pueblo. El soberano de 127 provincias había dado su palabra real, firmada con su sello y enviada por correo a lo largo y a lo ancho del Imperio. El día estaba fijado y el pueblo señalado. La destrucción parecía segura; pero Mardoqueo rasga sus ropas, se viste de cilicio y, en medio de la ciudad, llora con un fuerte y amargo llanto (cap. 4:1). Si bien el nombre de Dios no está escrito ni aparece, los oídos de Dios, no obstante, oyeron.

La intervención de Mardoqueo
Mardoqueo se allegó hasta la puerta de acceso al palacio del rey, pues nadie podía entrar vestido de cilicio. Se colocó entonces delante de la puerta sin traspasarla, y Ester oyó. Le relataron lo que acontecía y la reina se sintió profundamente afligida, aunque conocía poco acerca de la verdadera causa de la aflicción. Ester envía uno de los camareros y Mardoqueo le relata todo cuanto le había ocurrido, de cuánto Amán había prometido pagar y de la inminente destrucción que caería sobre los judíos.
         Se nos dice que Ester, a raíz de esto, da a Hatac orden de explicar a Mardoqueo lo desesperante de la situación. El objetivo era que ella fuese e hiciese súplicas al rey. Pero ¿cómo? Una de las leyes del Imperio Persa establecía que nadie podía introducirse en la presencia del rey. Éste debía mandar a buscar, pero no lo había hecho con la reina en treinta días. Era contra la ley aventurarse a ello. Por consiguiente, Mardoqueo le envía a Ester un muy claro y duro mensaje: "No pienses —le dijo— que escaparás en la casa del rey más que cualquier otro judío. Porque si callas absolutamente en este tiempo, respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos" (cap. 4:13, 14). Ni una palabra acerca de Dios. Permanece velado. Mardoqueo piensa en Dios, pero el secreto de Dios se preserva de un modo tan perfecto que Mardoqueo sólo alude a él vagamente en estos notables términos: "...respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos"; porque Dios miraría hacia abajo desde los cielos; pero Mardoqueo sólo habla del lugar y no de la persona. "Más tú y la casa de tu padre pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?" (cap. 4:14).
Ester, pues, toma conciencia del estado real de la situación. Capta perfectamente el sentimiento de Mardoqueo hacia el pueblo y su confianza en la liberación que vendría "de otra parte". Por eso le ruega a Mardoqueo: "Ve y reúne a todos los judíos que se hallan en Susa, y ayunad por mí, y no comáis ni bebáis en tres días, noche y día." Ella también, como dice, hará lo mismo: "Yo también con mis doncellas ayunaré igualmente, y entonces entraré a ver al rey" (cap. 4:16). Ni una sola palabra acerca de los perfumes ahora. Ni una palabra acerca de las suaves fragancias con que antes ella se había preparado para entrar en la presencia del rey. Ella tenía que someterse a ello, pues tal era la orden del rey; pero ahora, aun cuando no menciona a Dios, es evidente dónde está su corazón. Va con el más singular preparativo —pero admirable en tal momento—: con ayuno, una gran señal de humillación ante Dios; pero, aun aquí, Dios no es mencionado. No se puede dudar de que Dios está por encima —de que está por detrás— de la escena; pero todo lo que aparece es meramente el ayuno del hombre y no el Dios ante quien se ayunaba. "Y si perezco, que perezca." Su decisión estaba tomada.