La Avaricia y la Codicia
Una
triste característica de la naturaleza caída de los hombres es, no solo la
falta de contentamiento por las bondadosas provisiones de Dios, sino también la
búsqueda de placer y satisfacción en exceso, o en lo que es ilícito. Eva siguió
el engaño del diablo, y cada generación desde entonces sigue buscando
satisfacción sin cesar. La mentira del diablo no satisfizo los deseos de Eva,
ni satisfarán los nuestros tampoco. Fuera del contentamiento en la voluntad de
Dios, un corazón siempre pondrá la mira en algo más.
A lo largo de la Biblia vemos
ejemplos reales de personas que nos enseñan algo (1 Co 10.6). A la vez, el
mundo tiene mucho que “ofrecernos”. En nuestras propias experiencias echamos un
vistazo a algo, y en lo profundo de nuestro ser, sentimos la respuesta de
nuestro corazón aun antes de que nuestros brazos se muevan. La avaricia y la
codicia, como las otras cosas no deseadas que hemos estado viendo en esta
serie, no le dan importancia a la voluntad de Dios, su ley, su tiempo, o la
gracia presente. Demandan acción inmediata y abundante satisfacción del objeto
que está en la mira, pero aún no en la mano. Trágicamente estos dos compañeros
no limitan su influencia a los inconversos, sino que hallan oportunidades para
expresarse en los redimidos también.
En Efesios 2.3, Pablo habla de los
deseos pasados de la carne y de la mente. Nuestro Señor habló de pecados
cometidos en el corazón. Pedro nos dice en su primera epístola que hay “deseos
carnales que batallan contra el alma”, 1 Pedro 2.11. Entonces, a partir de una
mente influenciada, la avaricia se va desarrollando en el corazón y batalla
contra el alma. En el mero centro de nuestro ser —nuestra mente, corazón y
alma— hay una lucha diaria. No nos sorprende, pues, que los cristianos batallen
para evitar la trampa de los deseos fuertes.
La avaricia y la codicia están
estrechamente vinculadas en la Biblia. Ambas palabras se usan para traducir
varios términos hebreos y griegos relacionados con deseos fuertes. El deseo de
la carne es la naturaleza innata del hombre que busca gratificarse a sí misma.
Pablo nos dice en Gálatas 5.16: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los
deseos de la carne”. Es interesante que en este capítulo que trata sobre nuestra
libertad en Cristo, Pablo sigue y comenta en el v. 24 que “los que son de
Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos”. Cuando un hombre
con esta perspectiva natural decide en su corazón alcanzar algo fuera de la
voluntad de Dios para él, está codiciando o teniendo avaricia por eso. Muchos
pecados se cometen por codicia; sin embargo, el pecado en sí de la codicia o la
avaricia es sencillamente el fuerte deseo por un objeto, posición o
experiencia.
En Números 11 la gente extranjera
tuvo un fuerte deseo de comer carne e influyó en el pueblo para que la
exigiera. Ellos menospreciaron el maná y desearon carne. La carne no era
pecaminosa, pero su fuerte deseo de obtenerla sí lo era, especialmente porque
Dios ya había provisto lo necesario para ellos. Se nos dice en el Salmo 106 que
“no esperaron su consejo” sino que “se entregaron a un deseo desordenado en el
desierto; y tentaron a Dios en la soledad. Y Él les dio lo que pidieron; más
envió mortandad sobre ellos” (vv. 13-15). No todos los deseos y afectos son
codiciosos. Debemos tener intereses, enfoque y metas, especialmente en relación
con las cosas eternas. Colosenses 3 nos dice que debemos buscar (como algo
escondido) las cosas que están arriba. La vida nueva en Cristo nos da una
visión nueva y un deseo por las cosas suyas. Este capítulo establece la meta de
tener una mente enfocada en Cristo, un corazón enfocado en otros, y una vida
influen-ciada por la Palabra de Dios. Esta meta desarrollará los resultados
benditos de disfrutar la paz de Dios, su gracia, y un espíritu de
agradecimiento. Estas son las verdaderas riquezas y deleites.
Somos impresionados con el hecho de
que una guerra contra nuestra alma puede empezar con una simple mirada o
sonido. Un deseo solo tiene que ser lo suficiente fuerte para hacernos voltear
la mirada, o causar que el dedo le dé clic al mouse para cambiar el rumbo de la
vida. Es por eso que se nos dice que no debemos hacer provisión para la carne,
que debemos abstenernos de los deseos carnales, y huir de las pasiones
juveniles. El Salmo 119.37 dice: “Aparta mis ojos, que no vean la vanidad”.
Es increíble que lo que nos puede
ser tan atractivo en un momento de tentación realmente es algo tan feo e
indeseable a la mente espiritual y lúcida. Juan nos dice que el deseo de la
carne es del mundo y no del Padre. En otras partes del Nuevo Testamento, las
palabras que acompañan estos deseos son: engañosos, necios y dañosos,
juveniles, variados, mundanos, carnales y malvados. Cada corazón tiene el
potencial de responder a algo que se encuentra en este mundo, y que es
perverso. Si pensáramos en la fealdad y la raíz de la impiedad que está dentro
de nosotros, repetiríamos el clamor de Pablo en Romanos 7.24: “¡Miserable de
mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” Solo nuestro Señor Jesucristo,
sin ningún pecado propio, puede librarnos.
Las diversas influencias de este
mundo no podían nunca hallar cabida en su corazón. En Lucas 16 los fariseos se
describen como avaros, y la palabra griega significa “amigo de la plata”.
Nuestro Señor es amigo de pecadores. Y en vez de satisfacerse a sí mismo, Pedro
nos dice que El “padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus
pisadas”. Sus pisadas eran impecables. Eran pisadas sacrificiales. Las suyas
eran pisadas que agradaban el corazón del Dios a quién Él se había encomendado.
Tenemos que tomar una decisión a
cada momento: seguir nuestros deseos y agradarnos a nosotros mismos, o seguir a
nuestro Pastor y agradar al Padre. “Gran ganancia es la piedad acompañada de
contentamiento”, 1 Timoteo 6.6.
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