domingo, 4 de julio de 2021

La Trampa de las Transgresiones Toleradas (7)

La Avaricia y la Codicia 


Una triste característica de la naturaleza caída de los hombres es, no solo la falta de contentamiento por las bondadosas provisiones de Dios, sino también la búsqueda de placer y satisfacción en exceso, o en lo que es ilícito. Eva siguió el engaño del diablo, y cada generación desde entonces sigue buscando satisfacción sin cesar. La mentira del diablo no satisfizo los deseos de Eva, ni satisfarán los nuestros tampoco. Fuera del contentamiento en la voluntad de Dios, un corazón siempre pondrá la mira en algo más.

            A lo largo de la Biblia vemos ejemplos reales de personas que nos enseñan algo (1 Co 10.6). A la vez, el mundo tiene mucho que “ofrecernos”. En nuestras propias experiencias echamos un vistazo a algo, y en lo profundo de nuestro ser, sentimos la respuesta de nuestro corazón aun antes de que nuestros brazos se muevan. La avaricia y la codicia, como las otras cosas no deseadas que hemos estado viendo en esta serie, no le dan importancia a la voluntad de Dios, su ley, su tiempo, o la gracia presente. Demandan acción inmediata y abundante satisfacción del objeto que está en la mira, pero aún no en la mano. Trágicamente estos dos compañeros no limitan su influencia a los inconversos, sino que hallan oportunidades para expresarse en los redimidos también.

            En Efesios 2.3, Pablo habla de los deseos pasados de la carne y de la mente. Nuestro Señor habló de pecados cometidos en el corazón. Pedro nos dice en su primera epístola que hay “deseos carnales que batallan contra el alma”, 1 Pedro 2.11. Entonces, a partir de una mente influenciada, la avaricia se va desarrollando en el corazón y batalla contra el alma. En el mero centro de nuestro ser —nuestra mente, corazón y alma— hay una lucha diaria. No nos sorprende, pues, que los cristianos batallen para evitar la trampa de los deseos fuertes.

            La avaricia y la codicia están estrechamente vinculadas en la Biblia. Ambas palabras se usan para traducir varios términos hebreos y griegos relacionados con deseos fuertes. El deseo de la carne es la naturaleza innata del hombre que busca gratificarse a sí misma. Pablo nos dice en Gálatas 5.16: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne”. Es interesante que en este capítulo que trata sobre nuestra libertad en Cristo, Pablo sigue y comenta en el v. 24 que “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos”. Cuando un hombre con esta perspectiva natural decide en su corazón alcanzar algo fuera de la voluntad de Dios para él, está codiciando o teniendo avaricia por eso. Muchos pecados se cometen por codicia; sin embargo, el pecado en sí de la codicia o la avaricia es sencillamente el fuerte deseo por un objeto, posición o experiencia.

            En Números 11 la gente extranjera tuvo un fuerte deseo de comer carne e influyó en el pueblo para que la exigiera. Ellos menospreciaron el maná y desearon carne. La carne no era pecaminosa, pero su fuerte deseo de obtenerla sí lo era, especialmente porque Dios ya había provisto lo necesario para ellos. Se nos dice en el Salmo 106 que “no esperaron su consejo” sino que “se entregaron a un deseo desordenado en el desierto; y tentaron a Dios en la soledad. Y Él les dio lo que pidieron; más envió mortandad sobre ellos” (vv. 13-15). No todos los deseos y afectos son codiciosos. Debemos tener intereses, enfoque y metas, especialmente en relación con las cosas eternas. Colosenses 3 nos dice que debemos buscar (como algo escondido) las cosas que están arriba. La vida nueva en Cristo nos da una visión nueva y un deseo por las cosas suyas. Este capítulo establece la meta de tener una mente enfocada en Cristo, un corazón enfocado en otros, y una vida influen-ciada por la Palabra de Dios. Esta meta desarrollará los resultados benditos de disfrutar la paz de Dios, su gracia, y un espíritu de agradecimiento. Estas son las verdaderas riquezas y deleites.

            Somos impresionados con el hecho de que una guerra contra nuestra alma puede empezar con una simple mirada o sonido. Un deseo solo tiene que ser lo suficiente fuerte para hacernos voltear la mirada, o causar que el dedo le dé clic al mouse para cambiar el rumbo de la vida. Es por eso que se nos dice que no debemos hacer provisión para la carne, que debemos abstenernos de los deseos carnales, y huir de las pasiones juveniles. El Salmo 119.37 dice: “Aparta mis ojos, que no vean la vanidad”.

            Es increíble que lo que nos puede ser tan atractivo en un momento de tentación realmente es algo tan feo e indeseable a la mente espiritual y lúcida. Juan nos dice que el deseo de la carne es del mundo y no del Padre. En otras partes del Nuevo Testamento, las palabras que acompañan estos deseos son: engañosos, necios y dañosos, juveniles, variados, mundanos, carnales y malvados. Cada corazón tiene el potencial de responder a algo que se encuentra en este mundo, y que es perverso. Si pensáramos en la fealdad y la raíz de la impiedad que está dentro de nosotros, repetiríamos el clamor de Pablo en Romanos 7.24: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” Solo nuestro Señor Jesucristo, sin ningún pecado propio, puede librarnos.

            Las diversas influencias de este mundo no podían nunca hallar cabida en su corazón. En Lucas 16 los fariseos se describen como avaros, y la palabra griega significa “amigo de la plata”. Nuestro Señor es amigo de pecadores. Y en vez de satisfacerse a sí mismo, Pedro nos dice que El “padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas”. Sus pisadas eran impecables. Eran pisadas sacrificiales. Las suyas eran pisadas que agradaban el corazón del Dios a quién Él se había encomendado.

            Tenemos que tomar una decisión a cada momento: seguir nuestros deseos y agradarnos a nosotros mismos, o seguir a nuestro Pastor y agradar al Padre. “Gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento”, 1 Timoteo 6.6.


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