viernes, 2 de junio de 2017

Escenas del Antiguo Testamento (Parte IX)

Abraham, el patriarca
Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir por herencia, y salió sin saber adónde iba (Hebreos 11. 8).
Primera entrega: El plan de rebelión en la tierra de Shinar terminó con la confusión de lenguas y el esparcimiento de todos los hombres (Génesis 11.8). Los descendientes de los dispersos constructores de Babel. Se olvidaron muy pronto al Dios que es Espíritu y Verdad y cayeron en la más baja idolatría. Según se desprende de Jueces 24: 2, la parentela de Abraham no fue una excepción: todos erraron.

De esta generación de idólatras, Dios en su misericordia escogió a un hombre para bendecir por medio de él a todas las naciones. Este hombre fue Abraham.
Abram era el primitivo nombre del venerado patriarca, padre de la nación hebrea, nombre que le fue sustituido por el de Abraham (“padre de la multitud”), en una memorable circunstancia de su vida. El nombre de Abraham está enlazado con las más grandes esperanzas de los creyentes de todos los siglos; el lugar en Hades donde los santos estaban en descanso, esperando el advenimiento del Mesías, es llamado “el seno de Abraham”; muchas veces Dios se nombra como la posesión de Abraham: “El Dios de Abraham”. El Nuevo Testamento empieza con estas palabras: “Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”; y en otro lugar Cristo es llamado “la simiente de Abraham”. Esto, unido a la descripción de su vida, que con detalles preciosos de las antiguas costum­bres orientales, nos da los capítulos 12 al 17 del Génesis, y las otras muchas referencias que se hallan en los demás libros de la Biblia, hacen de Abraham uno de los personajes bíblicos de mayor renombre, y cuyo estudio no deja de abundar en enseñanzas espirituales para el creyente. El nombre de Abraham se menciona más de trescientas veces en veinte y ocho de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Abraham vivía en Ur de los Caldeos junto con su parentela, que, como hemos dicho, había caído en la idolatría. Estando allí en esa triste condición, resonó en sus oídos el llamamiento por gracia: “Vete de tu tierra y de tu parentela, de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”. Abraham creyó a Dios, e, impulsado por esa fe, él obedeció; esto es “salió sin saber adónde iba”. Abraham es el primer caso que la Es­critura nos presenta de un hombre que abandonó “la religión de sus padres;” y esto lo hizo a una edad bas­tante avanzada. Según el concepto de muchos de nuestro tiempo, Abraham fue un apóstata, un disociador. Ellos en su caso hubieran continuado en Ur de los Caldeos con sus ídolos y sus costumbres tradicionales, por la poderosa razón de haber sido la religión en que nacieron.
 Siendo imposible en este corto artículo seguir a Abraham en su peregrinación por la tierra de Canaán, resumiremos su interesante vida en estas pocas palabras: “Salió para Canaán, y a la tierra de Canaán llegó”, las cuales encierran el principio de su fe y la completa realización de ella. Esto nos recuerda de la posición y privilegio del creyente. El pecador, desde el mismo momento que cree, tiene vida eterna, nace de nuevo, es trasladado de la potestad de las tinieblas al reino del amado Hijo de Dios, o en las palabras de Pablo: “está sentado en los cielos en Cristo Jesús”. Como Abraham, salió y llegó.
“¿Qué, pues, diremos que halló Abraham nuestro padre según la carne? Que si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse; mas no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Y creyó Abraham a Dios, y le fue atribuido a justicia”, Romanos 4.1 al 3.
Segunda entrega: Han pensado algunos de aquellos que poco saben de la Santa Biblia, que ella tiene que contener la historia de todos los primitivos habitantes del mundo. En esto se equivocan. Con la mira de llevarnos a Cristo, la mayor parte del Antiguo Testamento se relaciona con la nación de Israel, de la cual vino el Salvador, y con los padres de esa nación.
El llamamiento de Abraham, de entre la gente idólatra de Ur de los Caldeos, para ser peregrino en la tierra de Canaán y con promesa de dársela Dios a él y a sus descendientes, ocupa un lugar importante en la historia bíblica.
Dios había dicho a Abram: “Sal de tu tierra, y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a una tierra que yo te mostraré, y yo te haré una nación grande, y serás bendición”, Génesis 12.1 al 3. ¡Cuánto se escandalizan algunos al ver que uno deja la religión de sus padres! Creen que es un pecado grande. Sin embargo, la Santa Escritura abunda en ejemplares, aprobados por Dios. ¡Cómo se escandalizaron los habitantes de Ur al ver a Abram, como entonces se llamaba, dando espaldas a su parentela y religión para salir! Y ¿a dónde iba? Él mismo no sabía.
Atrás dejaba la comodidad de su pueblo y una religión establecida y respetada, con imágenes de dioses y santos. Delante tenía como guía y protector a nadie sino un Dios para ellos desconocido, cuyas promesas no significaban nada a los demás de su pueblo. Ellos no veían nada y no estimaban de valor lo invisible.
En la lista de los fieles notables (Epístola a los Hebreos capítulo 11), Abraham ocupa lugar señalado. Dice que “por la fe” salió a la llamada de Dios; que “por la fe” permaneció como peregrino, sin mezclarse con las gentes de la tierra a donde fue; que “por la fe” llegó a tener al hijo Isaac; que “por la fe” ofreció ese hijo para holocausto, recibiéndolo otra vez como de la muerte. ¿Por la fe en qué? En la Palabra del Dios vivo.
Durante toda una larga vida esperó Abraham sin ver cumplida la promesa de Dios en cuanto a la tierra como posesión. En ciertas ocasiones, mientras andaba en comunión con Dios, recibió palabras de aliento y repetición de las promesas para él y su simiente después de él, la cual simiente, dice San Pablo a los gálatas, era el Cristo.
Hay quienes hoy día hablan mucho de su fe. Uno tiene fe en el poder de una imagen, otros en otra. Uno afirma que tiene fe ciega en su iglesia, otro en alguna tradición. Pero pocos han puesto su fe en la Palabra de Dios. Al no haberle hablado Dios de ello, hubiera sido presunción de parte de Abraham creer que él y su simiente poseerían la tierra, pero oyéndolo de boca de Dios, era fe creerlo aunque no se veía, ni aun señal de ello. ¿En qué estás poniendo tu confianza, amigo? ¿En las tradiciones y supersticiones de los hombres, o en la Palabra de Dios?
Hemos pecado contra Dios y no merecemos sino su condenación. Con todo, Él nos ha amado y ha dado a su Hijo a morir por nuestros pecados. Su Evangelio nos dice que si creemos en ese bendito Salvador, seremos salvos de la ira. “De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, más tenga vida eterna”, Juan 3.16. “Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”, Romanos 5.1.
La persona justificada es aquella que goza de la limpieza de todos sus pecados y por lo tanto es tenida por justa ante Dios. Abraham fue justificado primero por la fe, después por las obras. Por la fe fue justificado ante Dios cuando creyó su Palabra. Fue justificado por las obras ante los hombres cuando, como fruto de aquella fe, ofreció a su hijo Isaac para holocausto.
Dice Pablo: “Que si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, mas no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Y creyó Abraham a Dios y le fue contado por justicia. Empero al que obra, no se le cuenta el salario por gracia, sino por deuda. Más al que no obra, pero cree en Aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia” (Romanos 4.2).

Si crees en una imagen, confías en aquello que abandonó Abraham cuando dejó la tierra de su natividad. Si crees en las ceremonias de tu iglesia, en el bautismo, la confirmación, etcétera, o en tus obras de caridad como medio de ganar el cielo, estás edificando sobre una base falsa. Cree en Cristo y su obra redentora, y la Palabra de Dios dice que serás salvo.

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