¿Quién
de vosotros me redarguye de pecado? Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros
no me creéis? (Juan 8:46)
Una multitud
caprichosa rodeó el Señor Jesús cuando Él hizo esta pregunta. No eran paganos:
era un pueblo religioso con un entendimiento amplio de la Palabra de Dios;
pero no tenían corazón para Cristo. Él no era meramente un profeta que se paró
en medio de ellos. Era el Hijo eterno de Dios que bajó del cielo en gracia condescendiente.
Todos los que le oyeron, a Dios oyeron, y los que creyeron en Él, creyeron en
Dios.
Pero los hombres y
las mujeres no quieren creer en Dios. La serpiente, el diablo, persuadió a la
primera mujer, Eva, que era un guía más seguro que su Creador, y este veneno
tan ruinoso está obrando en los corazones de la gente en todas partes hasta hoy
día. Líderes religiosos ganan los oídos de las multitudes; sus palabras son
creídas sin vacilación, aun cuando enseñan las herejías más destructivas. Las
multitudes que prestan atención a los medios espiritistas aumentan continuamente,
pero los que creen en Dios — NO.
¡Qué locura tan
espantosa! ¿Por qué no acercarnos a la Palabra de Dios con la oración sencilla,
"Habla, Jehová, que tu siervo oye" (1 Samuel 3:9)? En ella
encontramos LA VERDAD, aunque sea desagradable a la carne orgullosa que se le
diga que es corrompida en extremo, que un nacimiento totalmente nuevo es
necesario; y que solamente por fe en el Señor Jesús y Su preciosa sangre se
puede escapar de la condenación del infierno. Igual a unos necios de antaño, no
les gusta "lo recto", sino prefieren "cosas halagüeñas" y
"mentiras" —véase Isaías 30:9, 10.
La pregunta tan penetrante de nuestro Señor en Juan 8:46 dice así,
"Pues si digo verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? Lector, escudriñe su
corazón, le rogamos: y vea qué respuesta puede dar a esta pregunta tan clara.
Senda de Luz, 1976
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