2 Corintios 5:7; Habacuc. 2:4
El apóstol Pablo reconoce que los creyentes en Cristo, mientras están en
el cuerpo, están ausentes del Señor. Cristo es nuestro, pero es un Rey escondido.
No le vemos, pero sin embargo le amamos. El hombre espiritual vive confiado, y
su deseo es estar ausente del cuerpo y presente con Cristo su Señor. Mientras
espera el momento, ya sea que el Señor le llame o sea trasladado en la venida
del Señor, desea agradar a su Señor. Así como antes se agradaba a sí mismo,
ahora anhela complacer a Aquel que le salvó. Es consciente que ya no vive para
sí, sino para Aquel que murió y resucitó por él. Recuerdo haber oído a don
Gilberto Lear en una conferencia, donde expresó las siguientes palabras: “El
día que el Señor me llame a su presencia, quisiera merecer unas palabras para
ser puestas en la lápida de mi tumba: “AGRADÓ
A DIOS”.
Nuestro bendito Salvador no se agradó a sí mismo, sino que agradó a su
Padre, de tal manera que el testimonio celestial se hizo oír: “Este es mi Hijo
amado, en quien me complazco”. Esta deberá ser la meta que cada creyente trace
para su vida. “Ausentes del Señor, o presentes, serle agradables.” ¿Cuál es la
razón que estaba latente en el pensamiento del apóstol? La razón es ésta:
“Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el Tribunal de
Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el
cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:10). El mismo pensamiento es
vertido en Romanos cap. 14: “Todos (la Iglesia de los santos redimidos) hemos
de estar ante el Tribunal de Cristo, cada uno de nosotros dará a Dios razón de
sí”. Esta es mi responsabilidad como peregrino. Hay muchos creyentes que
piensan, obran, hacen, sin tener en cuenta esta verdad. “El Tribunal de
Cristo.” Ningún creyente ha de estar ausente en este Tribunal. “Cada uno dará
a Dios razón de sí.” ¡Esto me parece muy solemne!
Es bueno aclarar que este Tribunal no es de juicio al pecado. Sino que
es para recibir galardón, “para recompensar a cada uno según fuese su obra”
(Apocalipsis 22:12). Todo creyente está capacitado para hacer buenas obras,
éstas son el testimonio de una verdadera fe. “Pues la fe sin obras es muerta.”
Pero podemos hacer buenas obras, y también malas obras. Nuestro cuerpo es el
instrumento para que estas obras sean hechas. Todo nuestro ser físico, ojos,
manos, pies, boca, cerebro, si el deseo es de agradar a Dios, estará ocupado en
buenas obras, que tendrán su recompensa en el tribunal de Cristo. Pero si las
obras fueron malas, el fuego hará la prueba, y todo será quemado y no quedará
nada de lo que hemos hecho en un intento camal. Aunque las obras sean quemadas,
el creyente será salvo, pero no tendrá galardón de parte de Dios.
La obra que yo estoy haciendo, y la de cada creyente, será manifestada y
el fuego hará la prueba. Este pensamiento debería ponernos en guardia no sólo
al hacer obras, sino que también debe afectar los pensamientos y las intenciones
del corazón. Declara San Pablo: “Así que no juzguéis nada antes de tiempo,
hasta que venga el Señor, el cual también aclarará lo oculto de las tinieblas,
y manifestará los intentos de los corazones” 1 Corintios 4:15). Es de lamentar
que frente a esta verdad, haya quienes con su conducta, sus obras, sus chismes,
no están agradando a Dios, sino que se agradan a ellos mismos.
Esto tiene mucho que ver en las relaciones hermanables, y en la conducta
que ejercemos en la iglesia. “El bien que cada uno hiciere, esto recibirá del
Señor” (Efesios 6:8). “Más el que hace la injuria recibirá la injuria que
hiciere” (Colosenses 3:25). La misma ley que rige en la siembra y la cosecha,
rige también en la vida espiritual: “Todo lo que el hombre sembrare, esto
también segará”. El Tribunal de Cristo hará salir a luz todo lo que ha sido
oculto, aquí en la tierra. “De toda palabra ociosa tendremos que dar cuenta.”
Si el creyente ha obrado agradando a Dios, recibirá su recompensa conforme a
su labor. Y si ha obrado en la carne, si difamó a sus hermanos, si fue
contencioso, si turbó la paz en la iglesia, su obra será quemada, perdida, mas
él empero será salvo; pero así como por fuego.” Sí, el peregrino tiene una gran
responsabilidad, no puede vivir de cualquier manera, independiente de su
Señor, haciendo su propia voluntad. Y pienso que nadie desearía que su obra
fuese perdida. Que nada quedará de lo que hizo en el cuerpo. Todos los que
profesamos ser de Cristo deberíamos anhelar: “Ser bien recordado por obras de
amor”. Es en esta vida que tenemos la oportunidad de servir en amor a los
hermanos, de perdonar, de restañar heridas, de buscar la paz y seguirla.
Todos debemos hacernos la gran pregunta: ¿Es mi vida
en la iglesia una influencia para bien de los que me rodean? ¿O mi conducta y
testimonio está lesionando a mis hermanos? ¿Tengo espíritu divisionista o
procuro por todos los medios de buscar la armonía entre los santos del Señor?
Pronto viene el Señor; esta esperanza nos llena de regocijo, pues anhelamos
su gloriosa venida para arrebatar a los santos. Esto lo deseamos de todo
corazón, pero debemos pensar que la venida del Señor nos introducirá al
Tribunal de Cristo y allí no habrá evasivas, ni escondites, ni falsedades,
todo estará descubierto a la luz del Señor. Allí los que han agradado a Dios
tendrán la corona de Justicia (2 Timoteo 4:8); la corona de Gloria (1 Pedro
5:4); la corona incorruptible (1 Corintios 9 55). Y entonces cada uno tendrá de
Dios la alabanza (1 Corintios 4:5). Puede ocurrir aquí que seamos alabados por
los hombres, y se nos tenga en un pedestal alto, y nuestro nombre sea conocido
por muchos, pero puede ocurrir que en aquel día el premio de la vocación sea
muy pequeño. Y aquel hermano que nunca se destacó, cuya vida a nadie llamó la
atención, su nombre era desconocido, y en aquel día fue grande su premio,
porque Dios es el que al fin alabará a sus siervos, no tal vez por lo mucho
que han hecho, sino por el motivo que animó sus corazones a hacer las obras de
Dios. El peregrino tiene muchos privilegios: la casa eterna en los Cielos. Su
anhelo es esperar al Señor. Su andar en este mundo es por la fe. Su conducta la
de agradar a Dios. Y su responsabilidad, la de usar su cuerpo como
instrumento de justicia. “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de
Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a
Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1).
Sendas de Luz, 1976
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