viernes, 2 de junio de 2017

LA RESPONSABILIDAD DEL PEREGRINO

2 Corintios 5:7; Habacuc. 2:4


El apóstol Pablo reconoce que los creyentes en Cristo, mientras están en el cuerpo, están ausentes del Señor. Cristo es nuestro, pero es un Rey escon­dido. No le vemos, pero sin embargo le amamos. El hombre espiritual vive con­fiado, y su deseo es estar ausente del cuerpo y presente con Cristo su Señor. Mientras espera el momento, ya sea que el Señor le llame o sea trasladado en la venida del Señor, desea agradar a su Señor. Así como antes se agradaba a sí mismo, ahora anhela complacer a Aquel que le salvó. Es consciente que ya no vi­ve para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por él. Recuerdo haber oído a don Gilberto Lear en una conferencia, donde expresó las siguientes palabras: “El día que el Señor me llame a su pre­sencia, quisiera merecer unas palabras para ser puestas en la lápida de mi tum­ba: “AGRADÓ A DIOS”.
Nuestro bendito Salvador no se agradó a sí mismo, sino que agradó a su Padre, de tal manera que el testimo­nio celestial se hizo oír: “Este es mi Hi­jo amado, en quien me complazco”. Esta deberá ser la meta que cada creyente trace para su vida. “Ausentes del Señor, o presentes, serle agradables.” ¿Cuál es la razón que estaba latente en el pensa­miento del apóstol? La razón es ésta: “Porque es necesario que todos nos­otros comparezcamos ante el Tribunal de Cristo, para que cada uno reciba se­gún lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:10). El mismo pensamiento es vertido en Romanos cap. 14: “Todos (la Iglesia de los santos redimidos) hemos de estar ante el Tribunal de Cristo, ca­da uno de nosotros dará a Dios razón de sí”. Esta es mi responsabilidad co­mo peregrino. Hay muchos creyentes que piensan, obran, hacen, sin tener en cuenta esta verdad. “El Tribunal de Cristo.” Ningún creyente ha de estar ausente en este Tribunal. “Cada uno da­rá a Dios razón de sí.” ¡Esto me parece muy solemne!
Es bueno aclarar que este Tribunal no es de juicio al pecado. Sino que es para recibir galardón, “para recompen­sar a cada uno según fuese su obra” (Apocalipsis 22:12). Todo creyente está ca­pacitado para hacer buenas obras, éstas son el testimonio de una verdadera fe. “Pues la fe sin obras es muerta.” Pero podemos hacer buenas obras, y también malas obras. Nuestro cuerpo es el ins­trumento para que estas obras sean hechas. Todo nuestro ser físico, ojos, manos, pies, boca, cerebro, si el deseo es de agradar a Dios, estará ocupado en buenas obras, que tendrán su recompen­sa en el tribunal de Cristo. Pero si las obras fueron malas, el fuego hará la prueba, y todo será quemado y no que­dará nada de lo que hemos hecho en un intento camal. Aunque las obras sean quemadas, el creyente será salvo, pero no tendrá galardón de parte de Dios.
La obra que yo estoy haciendo, y la de cada creyente, será manifestada y el fuego hará la prueba. Este pensa­miento debería ponernos en guardia no sólo al hacer obras, sino que también debe afectar los pensamientos y las in­tenciones del corazón. Declara San Pa­blo: “Así que no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual también aclarará lo oculto de las tinie­blas, y manifestará los intentos de los corazones” 1 Corintios 4:15). Es de la­mentar que frente a esta verdad, haya quienes con su conducta, sus obras, sus chismes, no están agradando a Dios, si­no que se agradan a ellos mismos.
Esto tiene mucho que ver en las re­laciones hermanables, y en la conducta que ejercemos en la iglesia. “El bien que cada uno hiciere, esto recibirá del Señor” (Efesios 6:8). “Más el que hace la injuria recibirá la injuria que hiciere” (Colosenses 3:25). La misma ley que rige en la siembra y la cosecha, rige también en la vida espiritual: “Todo lo que el hom­bre sembrare, esto también segará”. El Tribunal de Cristo hará salir a luz todo lo que ha sido oculto, aquí en la tierra. “De toda palabra ociosa tendremos que dar cuenta.” Si el creyente ha obrado agradando a Dios, recibirá su recom­pensa conforme a su labor. Y si ha obra­do en la carne, si difamó a sus herma­nos, si fue contencioso, si turbó la paz en la iglesia, su obra será quemada, per­dida, mas él empero será salvo; pero así como por fuego.” Sí, el peregrino tiene una gran responsabilidad, no puede vi­vir de cualquier manera, independiente de su Señor, haciendo su propia volun­tad. Y pienso que nadie desearía que su obra fuese perdida. Que nada quedará de lo que hizo en el cuerpo. Todos los que profesamos ser de Cristo debería­mos anhelar: “Ser bien recordado por obras de amor”. Es en esta vida que te­nemos la oportunidad de servir en amor a los hermanos, de perdonar, de resta­ñar heridas, de buscar la paz y seguirla.
Todos debemos hacernos la gran pregunta: ¿Es mi vida en la iglesia una influencia para bien de los que me ro­dean? ¿O mi conducta y testimonio está lesionando a mis hermanos? ¿Tengo es­píritu divisionista o procuro por todos los medios de buscar la armonía entre los santos del Señor? Pronto viene el Se­ñor; esta esperanza nos llena de regoci­jo, pues anhelamos su gloriosa venida para arrebatar a los santos. Esto lo de­seamos de todo corazón, pero debemos pensar que la venida del Señor nos in­troducirá al Tribunal de Cristo y allí no habrá evasivas, ni escondites, ni fal­sedades, todo estará descubierto a la luz del Señor. Allí los que han agradado a Dios tendrán la corona de Justicia (2 Timoteo 4:8); la corona de Gloria (1 Pe­dro 5:4); la corona incorruptible (1 Corintios 9 55). Y entonces cada uno tendrá de Dios la alabanza (1 Corintios 4:5). Pue­de ocurrir aquí que seamos alabados por los hombres, y se nos tenga en un pedestal alto, y nuestro nombre sea co­nocido por muchos, pero puede ocurrir que en aquel día el premio de la voca­ción sea muy pequeño. Y aquel herma­no que nunca se destacó, cuya vida a na­die llamó la atención, su nombre era des­conocido, y en aquel día fue grande su premio, porque Dios es el que al fin ala­bará a sus siervos, no tal vez por lo mu­cho que han hecho, sino por el motivo que animó sus corazones a hacer las obras de Dios. El peregrino tiene mu­chos privilegios: la casa eterna en los Cielos. Su anhelo es esperar al Señor. Su andar en este mundo es por la fe. Su conducta la de agradar a Dios. Y su res­ponsabilidad, la de usar su cuerpo co­mo instrumento de justicia. “Así que, hermanos, os ruego por las misericor­dias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agra­dable a Dios, que es vuestro culto ra­cional” (Romanos 12:1).
Sendas de Luz, 1976

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