“¿Cuál es mayor, el oro o
el templo que santifica al oro?” (Mateo 23:17).
Los escribas y fariseos de los días de Jesús
enseñaban que si un hombre juraba por el Templo, no estaba obligado
necesariamente a hacer lo que había prometido. Pero si juraba por el oro del
Templo, estaba obligado por ese juramento. Hicieron la misma distinción falsa
entre jurar por el altar y jurar por el sacrificio que estaba sobre él. El
primer juramento podía romperse; el último era obligatorio.
El Señor les dijo que su sentido de los valores
estaba torcido por completo. El Templo era el que daba al oro su valor
particular, así como el altar distinguía al sacrificio de un modo especial.
El Templo era la morada de Dios sobre la tierra.
El uso más digno que podía darse al oro era utilizarlo en esa morada; era su
relación con la Casa de Dios lo que lo diferenciaba de un modo único. Así sucedía
con el altar y el sacrificio que estaba sobre él. El altar era parte integral
del servicio divino. Ningún animal podría ser honrado tanto como cuando era
sacrificado sobre el altar. Si los animales pudieran tener ambiciones, todos
habrían aspirado a ese destino.
Un turista compró por poco dinero un collar de
ámbar en una tienda de segunda mano en París. Al llegar a New York tuvo que
pagar por él una fuerte suma de dinero por impuestos; esto atrajo su atención.
Fue a un joyero para que lo valuara y le ofrecieron $25.000 por él. Un segundo
joyero le propuso $35.000. Cuando preguntó por qué era tan valioso, el joyero
lo puso bajo una lupa. El turista leyó: “De Napoleón Bonaparte a Josefina”. Era
el nombre de Napoleón que hacía que el collar fuera tan valioso.
La aplicación es evidente. En nosotros mismos no
hay valor y no podemos hacer nada. Es nuestra asociación con el Señor y Su
servicio lo que nos aparta de una manera especial. Como decía Spurgeon: “Tu
conexión con el Calvario es la cosa más maravillosa que de ti puede decirse”.
Quizás tienes una mente
excepcionalmente brillante. Esto es algo por lo que debes estar agradecido.
Pero recuerda esto: solamente cuando la mente se usa para el Señor Jesucristo
alcanza su destino más alto. Cristo es quien santifica tu intelecto.
A lo mejor posees talentos
por los que el mundo está dispuesto a pagar un alto precio, puedes suponer que
la iglesia es insignificante para ellos. No obstante, es la iglesia la que
santifica tus talentos, y no tus talentos los que santifican a la iglesia.
Quizás tienes mucho dinero
acumulado en el banco. Puedes hacer lo que quieras con él: amontonarlo,
gastarlo en tu propio beneficio o utilizarlo para el Reino. El uso más grande
que puedes darle a tu dinero es utilizarlo para que la causa de Cristo avance.
Ten por cierto que es el Reino de Dios el que santifica tu dinero, y no
viceversa
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