domingo, 3 de diciembre de 2017

La abogacía de Cristo

Con frecuencia surge la pregunta en la mente del pueblo de Dios, sobre todo en los jóvenes: "¿Qué hacemos con los pecados que comete­mos después de ser salvos?"
Gran número de los hijos de Dios han dicho: "Sé que he creído en Cristo y veo que mis pecados fueron quitados por su sangre. Pero lo que me inquieta son los pecados que cometo ahora. ¿Qué hago con ellos?"
La respuesta divina a tal interrogante está en 1 Juan 2:1: "Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo". Y en 1 Juan 1:9: "Si confe­samos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de to­da maldad". Está claro que esto fue escrito a creyentes por cuanto dice, "abogado tenemos para con el Padre" —tan sólo los nacidos de nuevo pueden llamar a Dios "Padre".
En un sentido, cada creyente tiene el perdón de todos sus pecados, así como está escrito en 1 Juan 2:12, "Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre". Es muy importante distinguir entre nuestros pecados una vez y por todas quitados por el solo sacrificio de la cruz y el perdón del Padre a un hijo suyo que ha pecado.
Hay dos cosas que necesitamos para ser felices delante de Dios —el perdón de los pecados, y una nueva vida y naturaleza. Las hallamos en 1 Juan 4:9,10: "Dios envió a su Hijo unigé­nito al mundo, para que vivamos por él" (vida eterna); y "envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados" (el perdón de los pecados).
Aquellos que han recibido a Cristo, creyendo de verdad en Él, pueden decir, respaldados con la autoridad de las Escrituras, que son "hijos de Dios" (Juan 1:12), nacidos de Él. Ahora, pues, tenemos una vida y naturaleza que ama a Dios y se deleita en Él, y podemos gozar de la comu­nión "con el Padre, y con su Hijo Jesucristo" (1 Juan 1:3).
¡Qué maravilla es la "comunión con el Padre y con su Hijo"! ¿Qué significa comunión? Pues, pensamientos, goces, intereses en común uno con el otro. Así que tenemos una naturaleza que puede gozarse en Dios, lo cual será nuestro gozo por toda la eternidad. Y en la medida en que gozamos esta comunión ahora nuestro gozo es cumplido (1 Juan 1:4).
La base de nuestra paz es la muerte y resurrección de Cristo, y, gracias a Dios, esa base jamás varía. Pero nuestro gozo depende de nuestro andar, la medida en que vivimos en comunión con el Padre, y con su Hijo Jesucristo.
Si todos los cristianos conocieran mejor esta comunión —nuestro más sublime privilegio— ¡qué tan bendita la encontrarían! Pero nuestra comunión y gozo pueden interrumpirse por la cosa más mínima, hasta por un pensamiento insensato. Y si pecamos es como si una nube interviniese entre nosotros y el sol: el sol no ha cambiado, pero no sentimos su calor.
La abogacía de Cristo sirve para restaurar nuestra alma en esta comunión que ha sido interrumpida por nuestro pecado. No es para quitar nuestros pecados, pues eso fue hecho en la cruz. "Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre". Comúnmente pensamos que, cuando confesamos nuestros pecados, Cristo se presenta delante de Dios e intercede por nosotros y el pecado es pasado por alto. Pero no dice, "si alguno hubiere confesado su pecado", sino, "si alguno hubiere pecado".
He aquí un hijo de Dios —nacido de nuevo, sus pecados una vez y para siempre quitados, y él mismo hecho partícipe de la herencia de los santos en luz (Colosenses 1:12)— un hijo de Dios, pues, que ha caído en algún pecado (lo cual no armoniza con la santidad de un hijo de Dios). Por ese pecado, aunque no ha dejado de ser hijo de Dios, su comunión ha sido suspendi­da y ha perdido su gozo. Pero "abogado tenemos para con el Padre".
Un abogado es aquel que se encarga de la causa de otro, uno que maneja nuestros nego­cios. Y ¿quién es aquel "abogado" que se encarga de nuestros intereses con el Padre? No es otro sino "Jesucristo el justo". No se le pre­senta como "el que ama" ni "el misericordioso", como pudiéramos pensar, sino como "el justo". ¡Qué bendición! Si Él está allí justo, delante de Dios, es la prueba de que nuestros pecados han sido quitados para siempre, pues Él los llevó en la cruz y ahora es evidente que está delante de Dios sin pecados. Y Él mismo es nuestra justicia invariable.
Él es también "la propiciación por nuestros pecados" (2:2). Esto quiere decir que Dios está satisfecho con respecto a nuestros pecados, ya que Cristo los llevó en su cuerpo sobre la cruz (véase 1 Pedro 2:24). Así, pues, cuando un hijo de Dios peca y se interrumpe su comunión, Cristo está allí delante de Dios Padre, y ruega por nosotros; lo cual da el resultado de que la Palabra de Dios se aplica a nuestra conciencia en el poder del Espíritu Santo que nos hace sentir nuestro pecado y lo confesamos delante de Dios nuestro Padre. Y tenemos su Palabra en 1:9: "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad".
Nótese bien la expresión "fiel y justo". No dice "amante y misericordioso". ¿Por qué? Supongamos un hijo de Dios que ha pecado. Cristo se presenta ante el Padre y dice: "Yo llevé ese pecado en mi propio cuerpo en la cruz y estoy aquí en justicia para representar a este hijo de Dios". Así, Dios es fiel y justo con res­pecto a la obra y la persona de Cristo cuando perdona nuestros pecados, pues la obra de Cristo los quitó a todos y El mismo es nuestra justicia delante de Dios.
Cuando pecamos, si Cristo no fuese al Padre en nuestro favor, nunca hubiéramos podido confesar siquiera, sino nos hubiésemos alejado más y más del Señor. ¡Qué tan bendito es medi­tar sobre el invariable amor y servicio del Señor para con nosotros! "Nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros" (véase Gálatas 2:20), y quitó todos nuestros pecados.
La confesión verdadera no es meramente una confesión generalizada de los pecados al fin del día. Tal cosa no sería en realidad ninguna confesión. Más bien, cada vez que hay un pecado sobre nuestra conciencia, este debe ser juzgado y confesado. Y debemos juzgarnos, no tan meramente por el hecho pecaminoso en sí, sino también por nuestro estado espiritual al cometerlo, lo cual es cosa mucho más fundamental. Pues, si estuviésemos en comunión con el Señor no hubiéramos pecado siquiera.
Téngalo por cierto: un hijo de Dios no cae en el pecado positivo cuando anda en comunión con el Señor, sino que primero se separa de Él. Qué privilegio, entonces, cuando hemos pecado, poder ir delante de nuestro Padre Dios y confesárselo todo. Y no lo confesamos como un pecador que viene para ser salvo, ni para volver­se a salvar de nuevo, sino como hijos a un Padre que nos ama perfectamente, pero que a la vez es luz, y no puede tener ninguna comunión con el mal ni con nada que no armoniza con la luz.
Que nosotros, amado lector, conozcamos cada vez más aquella "comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" para que "nuestro gozo sea cumplido" (1 Juan 1:3-4). Y que siga hasta que estemos en aquel bendito hogar en donde no entrará ninguna cosa que hace abominación ni mentira, sino sólo aquellos que están inscritos en el libro de la vida del Cordero (Apocalipsis 21:27). Allí no habrá necesidad de un "abogado para con el Padre", porque no habrá pecado, sino seremos santos y sin mancha delante de Dios en amor (véase Efesios 1:4). El mundo, la carne, el diablo, y todas aquellas cosas que interrumpen nuestra comunión aquí ya se habrán eliminado para siempre. ¡Conoceremos por toda la gloriosa eternidad lo que es la comunión sin interrupción!

Sendas de Vida, 1986

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